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Hoy se cumplen diez años de unos sucesos que en su día conmovieron al mundo, que pudo asistir a ellos en directo por mor de la televisión. Me refiero al ataque terrorista a las conocidas como Torres Gemelas, en Nueva York que acabó con su completa destrucción por desmoronamiento causando numerosas escenas que no se olvidarán nunca, amén de unos cuantos miles de personas muertas. Es muy normal que casi todo el mundo recuerde lo que estaba haciendo ese día y en mi caso lo recuerdo con absoluta nitidez. Eran poco más de las cuatro de la tarde y yo regresaba en tren de mi trabajo, cuando recibí una llamada procedente de mi casa en el teléfono móvil. Mi hijo, en un estado de excitación tremendo, solo acertaba a decir “se están cayendo” y “las torres”. Ya con más calma, mi mujer me refirió lo que estaban viendo, atónitos, en las pantallas de la televisión, retransmitido en directo: un avión había chocado contra una de las torres gemelas de Nueva York en lo que parecía un accidente de aviación, pero la duda se despejó a los poco minutos cuando un segundo avión impactó contra la otra torre en lo que no dejaba lugar a dudas que se trataba de unos actos perfectamente planificados y ejecutados.
Yo creo que el tren tardó más de lo habitual ese día en llegar a su destino o al menos así nos lo parecía a todos los que íbamos en él y con los que comenté la noticia, Corriendo a casa para, sin comer, ponernos ante el televisor y absorber todo lo que se podía a través de la pantalla de la televisión. Todo lo que había que hacer en esa tarde, que era mucho, quedó en un segundo plano subsumido por la que sería la noticia del día, año o siglo. Lo que es cierto que el mundo se convirtió en un lugar mucho más inseguro desde ese momento y todos lo hemos podido sentir como por ejemplo cuando hacemos un viaje en avión y tenemos que pasar unos controles que llegan hasta la exageración de quitarte los cinturones o los zapatos, entre otras cosas.
Cuatro años antes yo había visitado la gran manzana con motivo de mi participación en la maratón de Nueva York que se celebra el primer domingo de Noviembre. Es costumbre al día siguiente, especialmente por parte de los extranjeros, recorrer la ciudad con la medalla acreditativa al cuello y notar como la gente te felicita, sin conocerte de nada, por tu “hazaña”. La maratón de Nueva York es un acontecimiento en la ciudad y sus habitantes la viven con intensidad e ilusión, participan en ella y la ven como una fiesta en lugar de tomársela como un incordio que es lo que sucede en otras ciudades como por ejemplo Madrid, donde las autoridades municipales la acorralan hasta límites insospechados en lugar de dejar la ciudad por un día libre de coches y facilitar que la gente pasee.
El lunes siguiente visité las Torres Gemelas, uno de los atractivos de la ciudad. Las recuerdo, a pesar de estos casi catorce años transcurridos, con toda nitidez. Altas, esbeltas, finas, perfectas casi imposibles de abarcar, de lo que da una ligera idea la fotografía que acompaña a esta entrada, tomada por mí mismo desde su base. Una vez dentro, un vestíbulo enorme y una cola de impresión hasta alcanzar los ascensores, que en un santiamén te ponían en su azotea, desde donde se podían contemplar unas excelentes vistas de la ciudad de los rascacielos. Comimos incluso allí y asistimos a una proyección muy conseguida que simulaba el viaje en helicóptero, carísimo, que se podía realizar de forma real. Una vez concluida la visita nos desplazamos en barco a la isla a visitar la estatua de la Libertad, desde donde las torres destacaban de forma nítida entre los innumerables rascacielos que jalonan y perfilan el cielo de Nueva York.
Desde hace diez años no están. Están a punto de finalizar otra en su lugar pero ya no será lo mismo. Quedarán en mi memoria como realmente fueron.