sábado, 3 de marzo de 2012
SUPERFICIALES
No siempre lo es pero en esta ocasión ha sido fácil poner el título. Coincide con el de un libro que llevaba en “busca y captura” más de un año cuando hace unos días, en un vistazo rutinario a los cantos de los libros de informática de una biblioteca, parece como si me hubiera llamado. Y eso que en el lomo de la edición impresa en papel solo aparece el título resumido de “Superficiales”. O quizá el resto no forma parte del título, pero era por lo que yo recordaba que estaba pendiente. Un libro sorprendente, de rabiosa actualidad muy técnico, con multitud de reseñas a autores, informáticos, psicólogos, pensadores, etc. En suma, una gran recopilación de información que el autor pone a nuestra disposición para tratar de convencernos del argumento que forma el hilo conductual de su exposición, brillante a mi modesto juicio.
Y tengo que decir que ha sido fácil, he quedado convencido; porque ya lo estaba. Algo está haciendo Internet a nuestras mentes. Pero Internet es una forma de simplificar lo que supone el mundo de los ordenadores que nos rodea de los cuales Internet es una parte fundamental, pero no toda. Es indudable que nuestro cerebro dispone de una plasticidad importante, que sus componentes celulares no son rígidos y que es capaz de adaptarse, a base de aprendizaje, experiencia y necesidad, a cualquier uso que le demos. Y si este uso es continuado y constante, de varias horas al día en algunos casos, nuestras conexiones neuronales, nuestras sinapsis, cambiarán para ejecutar los nuevos procesos de manera más efectiva, eficaz y eficiente. A modo de ejemplo y por retrotraernos a épocas anteriores no tan lejanas, no es lo mismo para un escritor plasmar sus ideas en un documento manuscrito, una máquina de escribir o un moderno procesador de textos. La celeridad a la que debe, o puede, desarrollar sus ideas es absolutamente diferente en cada uno de los tres casos simplemente por la velocidad que se tarda en transferirlos a lenguaje escrito.
Coincido plenamente con el autor: vemos mucho, leemos mucho y oímos mucho. Pero generalmente lo hacemos de manera superficial, de ahí el título del libro. Numerosas son las reflexiones que nos aporta para convencernos de esta idea, si es que hace falta, porque muchos de nosotros lo hemos experimentado ya. Hiperconectados, leemos por encima, vemos a cámara rápida y oímos fragmentos de canciones y programas de radio para detectar si nos interesan. Y muchas veces cuando decidimos lo que nos interesa, lo guardamos en nuestros discos duros, nuestra “memoria extendida actual”, para procesarlo más tarde, en algunos casos borrándolo, o simplemente tenerlo a mano para el futuro. No tenemos necesidad de memorizarlo pero sí de saber dónde acudir si nos hace falta, que generalmente no lo será, pues ya pone a la red a nuestro servicio buscadores potentes que nos brindan la información en segundos y más actualizada.
Cualquier persona mínimamente interesada en la tecnología disfrutará con la lectura de este texto. Y tendrá ganas de buscar, aunque sea de forma superficial, más y más información de la mucha recomendada. Las referencias no se encuentran a pié de página sino al final en un apéndice que ocupa treinta y cinco páginas en la edición impresa. Las lecturas sugeridas son una fuente inagotable de pistas para el curioso lector que intente profundizar en la plasticidad cerebral, la historia del libro, la mente del lector, mapas y cartografía, relojes, historia intelectual de la tecnología, ordenadores, internet e inteligencia artificial. Una joya.
Sería necesario reproducir el libro completo, pero para eso está el libro. A continuación algunas frases escogidas para reflexionar.
La tarde del 18 de abril de 1775, Samuel Johnson acompañó a sus amigos James Boswell y Joshua Reynolds en una visita a la gran villa que Richard Owen Cambridge poseía a orillas del Támesis, en las afueras de Londres. Fueron acompañados a la biblioteca, donde los esperaba Cambridge. Después de un breve saludo, Johnson se lanzó a los estantes y comenzó a leer en silencio los lomos de los volúmenes allí dispuestos.
—Doctor Johnson —dijo Cambridge—, parece extraño que alguien tenga tal deseo de mirar los lomos de los libros.
Johnson, según recordaría Boswell más tarde, bruscamente sacado de su ensoñación, se volvió a Cambridge para responder:
—Señor, la razón es muy simple. El conocimiento es de dos tipos. O conocemos una materia por nosotros mismos o sabemos dónde encontrar información sobre ella.
La Red nos ofrece un acceso instantáneo a una biblioteca de información sin precedentes por su tamaño y alcance, y nos facilita su ordenamiento: encontrar, si no exactamente lo que estábamos buscando, por lo menos algo suficiente para nuestros propósitos inmediatos.
Los resultados, según Liu, indicaban que «el entorno digital tiende a animar a la gente a explorar muchos temas extensamente, pero a un nivel más superficial [...]. Los hipervínculos distraen a la gente de la lectura y el pensamiento profundo.
Cuanto más inteligente sea el ordenador, más tonto será el usuario que lo maneja.
Nuestro cerebro se ha convertido en un experto en olvidar, un inepto para recordar.
¿Sabemos mirar un mapa después de habernos acostumbrado a dejarnos guiar por un GPS?
La alienación, entendía McLuhan, es un inevitable subproducto del uso de la tecnología.
¿Somos capaces de escribir a mano un texto más o menos largo sin sufrir prisa o ansiedad?
El ordenador extiende nuestra capacidad de procesamiento y altera nuestro cerebro y nuestra forma de interactuar con la información.
El cerebro se ve continuamente desbordado ante la profusión de diversos estímulos online.
¿Programamos nuestros ordenadores o nos programan ellos a nosotros?