domingo, 14 de octubre de 2012
CASUALIDADES
A medida que uno se aleja de la localidad donde se reside, la posibilidad de encontrarse por casualidad con alguien conocido va disminuyendo progresivamente. Si encima estamos en el extranjero suele ser bastante infrecuente el que nos topemos con alguna persona a la que sintamos necesidad de saludar, cosa que nunca hubiéramos hecho cuando el encuentro se produce en la rutina diaria. Siempre se ha dicho que basta ser que no quieras que nadie te vea para encontrarte al menos adecuado o adecuada para tus intereses. El caso típico de la parejita de ocasión que se ve sorprendida infraganti en el más recóndito lugar donde se han ido a refugiar pensando que iban a estar a salvo de miradas indiscretas.
Sin embargo, a lo largo de mi vida he topado en varias ocasiones con estas “casualidades”. Voy a referir aquí cinco de ellas, las más significativas, por haber tenido lugar fuera de España y en algunas en épocas en que era poco frecuente para los compatriotas viajar al extranjero.
Septiembre de 1980. Como una extensión no programada de un viaje por Bulgaria, me encontraba inmerso entre una muchedumbre en las galerías y pasillos del Gran Bazar de Estambul. Mi mujer quería comprarse una túnica y entramos en una tienda. Justo dentro de ella me encontré con una persona, empleado de mi misma empresa, a la que conocía de vista. Bien es verdad que muchos turistas se concentran en estos lugares típicos, pero hay que coincidir en el mismo segundo en el mismo lugar, en este caso, en el interior de una tienda. Y estamos hablando de una época en que no muchos viajaban al extranjero.
Diciembre de 1980. Aprovechando el puente de la Inmaculada, seis compañeros de trabajo nos escapamos a pesar del frío y las pocas horas de luz a patear las calles y comercios Londinenses. Uno de los días regresábamos a pie a nuestro hotel a eso de las ocho de la tarde-noche, atravesando Hyde Park, lo cual no era muy corriente. Allí me cruce con el hermano de una amiga que había sido compañero mío clase en el colegio años atrás. Estaba perfeccionando su inglés acogido en una casa y a esa hora y en ese justo momento paseaba por allí practicando inglés con el hijo de sus acogedores. Coincidencias.
Noviembre de 1997. Me encontraba en Nueva York en esos tres días que me quedaban para hacer turismo tras haber corrido la maratón. Otra vez las cosas típicas que hacen todos los turistas: tomar el barco para ir a visitar la estatua de la Libertad. Estaba esperando el barco para regresar a la ciudad, cuando en el que llegaba uno de los pasajeros que desembarcaban se acercó a saludarme. Un compañero de trabajo, en una empresa grande, pero ninguno de los dos sabíamos de las andanzas del otro. Él estaba allí acompañando a su mujer, médico, que estaba en un congreso y mientras los consortes se dedicaban al turismo.
Noviembre de 1999. Se había acabado una semana de vacaciones en La Habana y nos dirigíamos a facturar nuestras maletas por los pasillos del aeropuerto, cuando me crucé con un vecino, residente en la casa de enfrente. Estamos de acuerdo en que el aeropuerto es uno de los sitios donde sería más fácil encontramos a alguien, pero a esa distancia, el mismo día, a la misma hora, en el mismo pasillo y además no estar distraídos y fijarnos en el otro… muchas coincidencias.
Y un último caso hace relativamente poco. En el verano de 2010 habíamos pasado unos días en la campiña inglesa, cerca de Cambridge y como colofón estuvimos unos días en Londres, a donde curiosamente no había regresado yo desde el viaje que he referido al principio de esta entrada, nada menos que treinta años habían transcurrido. Subíamos la familia las escaleras para acceder a la catedral de San Pablo cuando bajaba por las mismas la directora del colegio de mi hija con su madre. Mira que Londres es grande para coincidir en un mismo instante.
Por supuesto que me han ocurrido más casos de estos dentro de la geografía nacional, en Peñíscola en más de una ocasión y no precisamente en verano, sino en el mes de Febrero, en Sevilla o en La Coruña, por poner unos ejemplos que me vienen a la mente y que no detallaré para no cansar al lector.
Como moraleja y al menos en mi caso, si algún día me escapo a hacer algo que no quiera que se sepa, no las tendré todas conmigo: seguro que me pillan.