sábado, 2 de noviembre de 2013

LATÍN


Latín, una de las lenguas madre por excelencia, a partir de la que se derivaron muchas otras, entre ellas la nuestra, el español. Recuerdo penosamente el haberla estudiado durante un curso de bachillerato y sufrir sobre todo con sus famosas declinaciones, aquello de «rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa» para los nominativo, vocativo, acusativo, genitivo, dativo y ablativo y sus plurales y demás.

Me retrotraigo a mi infancia, aquella en la que contaba siete años, en la que una de las tareas con las que había que cumplir como contrapartida por asistir a la escuela era la de actuar de monaguillo en las misas parroquiales. No había escuela pública en el pueblo, tan solo algunos maestros particulares que daban las clases en sus casas, cuando el párroco, dn. Antonio, removió Roma con Santiago para hacerse con un par de maestros venidos de Madrid que impartieran enseñanza a la chavalería en unos locales parroquiales. A la entrada del «colegio» estaba colgado un tablón de anuncios que había que revisar a diario como primera providencia, para saber los turnos en los que tocaba ayudar a misa, incluso dejando de asistir a clase según los horarios, que incluían también tardes y domingos. Omito lo del sábado porque en aquellos tiempos este era un día más, había clase en los colegios, abrían bancos y tiendas y se trabajaba como cualquier otro día de la semana. El fin de semana no existía como tal y se limitaba al domingo, que eso sí, era bastante observado lo de fiesta de guardar y no trabajar.

Dn Antonio, el párroco, era un cura bonachón absolutamente entregado a los problemas de sus feligreses. Y no solo a sus problemas religiosos, sino también a los personales, lo que queda patente por la creación de la escuela y otras muchas actuaciones en el pueblo donde nadie se libraba de las peticiones y sugerencias del párroco que andaba atento a todo lo divino y lo humano en aras de conseguir mejorar la calidad de vida de sus feligreses. Otra de las actuaciones que recuerdo es liar como profesor al cajero del Banesto, Ramón Villamayor, y a diversos empresarios para colaborar en la formación de una rondalla en la que nos integramos una treintena de chavales y, sin tener que pagar un duro, aprendimos música y una cincuentena de piezas musicales para bandurria, guitarra y laúd, algunas de las cuales recuerdo de memoria y eso que hace cincuenta años que las aprendí.

Había que estar en la sacristía de la parroquia con veinte minutos de antelación a la celebración de la misa, para preparar y revisar todas las cosas como encender velas, rellenar vinajeras con agua y vino, reponer las hostias en el sagrario, tocar las campanas, abrir las puertas del templo y una retahíla de cosas muy bien detalladas que había que aprenderse de cabo a rabo. Como sobraba tiempo, el bueno de dn. Antonio aprovechaba para intercambiar alguna opinión, darnos alguna consigna, echarnos alguna regañina e incluso… intentar enseñarnos oraciones en latín. Hay que recordar que el Concilio Vaticano II se estaba celebrando y hasta su término no se permitió la utilización de lenguas vernáculas en el culto, por lo que los rezos y el cuerpo de las misas se decía en latín.

Mis compañeros monaguillos prestaban poca atención a esto y se enfrascaban más en aquellas letanías curiosas que decían cosas del estilo «susum corda, mírala que gorda» o «oremus… ya la cogeremus» en alusión a una rata gorda que había sido vista por la iglesia. Yo sin embargo, atento a todo lo que se movía, aprendí buena parte de las oraciones en latín, y entre ellas la oración por excelencia: el «Padrenuestro». Supongo que debido a la temprana edad en la que lo aprendí, nunca se me ha olvidado, aunque la verdad es que hay pocas ocasiones de utilizarlo en público.

Una de ellas ocurrió en el verano de 2010 durante una estancia de tres días en el Monasterio de Santo Domingo de Silos que reflejé en la entrada «INEFABLE» en este blog. La participación conjunta con los monjes en los rezos diarios daba la ocasión de recitar el «Padrenuestro» en latín varias veces al día. Y era particularmente gratificante el poderlo hacer sin tener que leer el texto en un papel, lo que llamó la atención del padre Julián, que se mostró extrañado por el hecho y quedó muy contento cuando le conté esta misma historia ante su pregunta.

Otra ocasión ha tenido lugar este verano, mientras pasábamos unos días en la costa gerundense. En la zona donde estábamos, a seis kilómetros de la iglesia del pueblo más cercano, se decía una misa los domingos por la tarde en una sala polivalente de un centro cultural. Ante el temor de que la misa fuera en catalán, preguntamos por el idioma en que sería dicha y la contestación fue escueta: «internacional». Luego resultó ser un popurrí de todo: español, catalán, inglés, francés, italiano, alemán… y latín. Nos habían entregado unas hojas para poder seguir los rezos en diferentes idiomas pero el «padrenuestro» estaba escrito en todas ellas en latín, y así se rezó en la misa. Nuevamente tuve la oportunidad de poderlo hacer de memoria, sin tener que mirar a los papeles.

Es curioso como ciertas cosas aprendidas en la infancia se quedan allí para siempre, como si estuvieran grabadas a sangre y fuego. Y esto choca con las teorías modernas de que los niños tienen que aprender las cosas en su momento, generalmente muy tarde para lo que nos parece a los que ya contamos algunos años. Recuerdo que en mi clase aprendimos a multiplicar con cinco años, lo que yo aproveché a mi vez para pedir a mi padre que me enseñara a dividir. ¿A qué edad aprenden los niños a multiplicar «de varias cifras»?.