Corrían los inicios de los sesenta del siglo pasado cuando conocí por primera vez estos bolígrafos, que sin duda muchos de los ya mayores recordarán. Yo era muy pequeño y en el colegio utilizábamos lapiceros, pero ya empezábamos a hacer pinitos con los bolígrafos, que eran para todos iguales: los archiconocidos «BIC», denominados cristal, con su caperuza del color de la tinta y su tapa trasera de idéntico color que acababa generalmente mordisqueada antes de perderse. No recuerdo que hubiera otro tipo de bolígrafos en aquella época como tampoco recuerdo que llegara a ver agotado ninguno de ellos. La tinta descendía lentamente a través del canuto transparente que se observaba igualmente a través del plástico del bolígrafo y que no se gastaba nunca, por mucho que escribieras. Antes bien, el bolígrafo acababa extraviándose olvidado en cualquier parte o se rompía por ser utilizado a modo de juguete en mil y una ocurrencias que no tenían nada que ver con la escritura, como por ejemplo utilizarle de cerbatana para incordiar a los compañeros usando como proyectiles granos de arroz o bolitas de papel, pues todavía no se había inventado el papel «albal».
El bolígrafo «bolín» fue una revolución. Hogaño no reparamos en ello dada la multitud de diseños y posibilidades en el mundo de la escritura: si uno se acerca a cualquier papelería puede quedar mareado ante la profusión de modelos, formas, colores, mecanismos y posibilidades que se nos ofrecen. Pero el hecho de que el bolígrafo «Bolín» fuera retráctil suponía un paso de gigante: no habría más caperuzas independientes que perder, todo formaba un conjunto y el pulsar el mecanismo una y otra vez con nuestro dedo gordo para sacar u ocultar la punta pintante era un entretenimiento que nos embobaba. Hay que ver con qué cosas nos entreteníamos entonces.
Descubrí el bolígrafo por una casualidad que me hizo ganar a mí y a algunos de mis amigos un reconocimiento por «avanzados», pues dispusimos de un ejemplar días antes de que apareciera en los comercios como una verdadera revolución. Algunos de los colegiales que asistíamos a la misma clase en la Academia Parroquial habíamos formado una rondalla de pulso y púa, ahora se llamaría de plectro, bajo las enseñanzas de Ramón Villamayor, cajero del banco Banesto por las mañanas y aficionado a la música por las tardes. Una treintena de nosotros, algunos alumnos de la academia pero no todos, fuimos llamados una tarde a rondar a una muchacha en uno de los muchos chalets de tronío que existían en el pueblo; sigue existiendo, como puedo comprobar en mis correrías y paseos, imponente, con su nombre semiborrado en las majestuosas columnas de piedra de la entrada, «Loma-Jara». Era la fiesta de cumpleaños o de puesta en sociedad de la joven y su padre quiso amenizar la fiesta por todo lo alto que daba en su casa con unas piezas de aquellas tales como «Clavelitos», «La Aurora», «Bonitos están los campos», «Sebastopol», «El silbirito», «Cuando la tuna pasa», «Estudiantina», «El payador» y otras tantas hasta completar un repertorio que se acercaba a las sesenta piezas y que ejecutábamos todos de memoria.
Tras una primera tanda de piezas que hizo las delicias de los asistentes mayores y no tanto de los amigos de la misma o parecida edad de la homenajeada, fuimos invitados a una opípara merienda a base de refrescos y sandwiches, eso sí, en la parte de atrás de la vivienda y sin mezclarnos mucho con los invitados. Tras el refrigerio, interpretamos de nuevo un par de piezas a modo de despedida y justo antes de marcharnos llegó la gran sorpresa. La persona que nos había contratado, fabricante y dueño de los «bolín», apareció allí con unas cajas como la que puede verse en la fotografía y nos obsequió a todos y cada uno de los integrantes de la rondalla y a nuestro director con un ejemplar. La cara de sorpresa de todos fue mayúscula pues no lo conocíamos y era una primicia. Yo recuerdo que me repuse un poco y tuve el atrevimiento de dirigirme a aquel caballero y solicitarle un segundo bolígrafo para nuestro maestro en la academia, dn. Bautista.
Al día siguiente, como no podía ser de otra forma, todos los portadores de semejante novedad fuimos la atracción en la escuela, al enseñar a los otros compañeros que no eran integrantes de la rondalla nuestros flamantes bolígrafos con mecanismo retráctil: «clac-clac». Todos se peleaban por tener uno en sus manos, darle al mecanismo y escribir unas líneas en cualquier papel. Dado que yo había sido previsor y en nombre de la rondalla, hice entrega de uno al profesor que estaba tan sorprendido como todos. Aquello fue un extraordinario en la monotonía de las clases, gracias al adelanto que supuso el conocer y disponer de aquella tremenda »novedad» que en su día revolucionó el mundo de la escritura.
«En el campo, mar y playa, BOLÍN nunca falla» o «Ninguno es como BOLÍN» rezaban los muchos anuncios de la época. La fábrica era netamente española y se encontraba en Barcelona, aunque las oficinas estaban en Madrid, en la calle Vinaroz, 14. Eran otros tiempos en los que una cosa tan simple como este bolígrafo y su mecanismo retráctil eran capaces de sorprender a chicos y grandes.