sábado, 31 de mayo de 2014

RETORNAR



Retornar: «volver al lugar o a la situación en que se estuvo». Hay sitios en los que hemos estado una única vez en nuestra vida. Muchos de ellos son consecuencia de viajes a lugares a los que nos gustaría o no volver, pero que conforme van pasando los años se van alejando en la memoria. Pero me quiero referir a en esta entrada a lugares cercanos en los que estuvimos y a los que no hemos vuelto en décadas: esta semana me he reencontrado con dos de ellos en lo que ha sido una experiencia que no acierto a calificar. Ambos están relativamente cercanos a mi casa y los puedo alcanzar andando en un paseo de regreso al pasado.

Hace muchos años, casi cincuenta, una vez acabado el colegio y sin edad todavía para trabajar, entrábamos de lleno en una sucesión de días con muchas horas sin un cometido claro: había llegado el verano. Hay que decir que en aquellas épocas se empezaba a laborar a edad muy temprana, en diferentes ocupaciones que traía consigo la época estival, donde un gran número de veraneantes abarrotaba el pueblo. Yo recuerdo mi primer trabajo remunerado ayudando a un panadero a distribuir el pan en su furgoneta por las tahonas de los pueblos cercanos. Eran otras épocas y los padres se preocupaban más por tenernos entretenidos que por lo de ganar unas perrillas, aunque lo uno llevaba a lo otro. Debía tener yo nueve años cuando tuvo lugar mi primer trabajo; todos los chicos andábamos en algo que podía ser repartir pedidos de las tiendas de ultramarinos o del mercado, colocar almacenes o ayudar en la farmacia. Pero antes de esa edad, y teniendo en cuenta que las casas eran pequeñas y las familias amplias, el sitio para pasar la mayor parte del día era la calle.

Un tío mío, Santiago, que tenía negocios en Venezuela y venía a España a pasar los veranos, se encargaba de reunir a sus hijos con primos y vecinos para llevarnos por las mañanas al campo, en los alrededores del pueblo, a realizar diversas actividades: simples paseos, escalar pedruscos, hacer cabañas, juegos como escondite o pañuelo… o… bañarnos en una poza del río. Realmente era un pequeño remanso donde el agua, amén de estar fría como ella sola, no llegaba ni a la cintura. Pero entre ir allí, remojarse un poco y volver, echábamos la mañana. Las cosas han cambiado mucho en estos casi cincuenta años: el río de ahora es un aprendiz del de antaño, apenas sin agua desde principio del verano y con una carretera muy cercana que no existía y que ha transformado radicalmente el entorno. Aun así, esta semana he localizado la zona, muy deteriorada, pero inconfundible debido a una gran roca existente en el lugar. La diferencia de tamaño personal, mi estatura, entre la actualidad y cuando tenía ocho años me ha hecho ver que la roca no es tan grande como yo la recordaba. Casi cincuenta años son muchos y los recuerdos te pueden traicionar.

El otro lugar es un sitio imponente en el que estuve una única vez en 1993. La precisión en recordar la fecha viene dada de la carpeta en la que guardo mis negativos fotográficos en blanco y negro. Acompañado de un par de amigos, en un primer intento de localizar la zona no dimos con ella y tuvimos que observar el área desde una cierta distancia para poder hacernos una idea de por dónde acometer la subida. A la segunda fue la vencida y conseguimos alcanzar la cima no sin pasar un cierto desasosiego, que fue mayor a la bajada, al tener que trepar y descender por las rocas, una actividad para la que uno no está tan preparado como antaño, pues no en vano los años no pasan en balde, tanto a nivel físico como sobre todo mental. La zona es conocida como «La pisada del diablo» debido a la roca que puede verse en la fotografía y que presenta una hendidura que dice la tradición fue ocasionada por el pie del diablo cuando se apoyó en ella para saltar y continuar su camino. Tradiciones aparte, es una plataforma de piedra en la falda de una montaña desde la que se puede contemplar una amplia zona en cuyo fondo destaca la ciudad de Madrid. Se me ocurre que puede ser un buen sitio para llegar allí al anochecer armado de tortilla, ensalada de tomates y cebolla y bota de vino para contemplar las luces titilantes de la ciudad en la tierra y de las estrellas en el cielo. El problema sería bajar de allí de noche, una actividad delicada pero que se podría asegurar con buenas linternas.

Buscamos sin éxito un tercer lugar, conocido como «El saltadero», una improvisada fuente que un grupo de amigos construyó en 1990 sobre un manantial que existía de forma inverosímil casi en lo alto de la montaña. Comentando posteriormente con unos y otros llegamos a averiguar que ya no existe pues el tiempo y la falta de cuidados ha forzado su desaparición.