domingo, 22 de febrero de 2015

BUÑUELOS



Esta va a ser una historia dulce, no tanto por lo que se cuenta sino por el objeto central de la misma. Aunque cada persona tiene su relación especial con el sueño y todo lo que le rodea, hay dos características en las que ubicarse que son antagónicas: trasnochar o madrugar. Puede ser que en determinados períodos de la vida estemos en un lado o en otro pero por lo general las personas nos abocamos a una de ellas y salvo imprevistos laborales, familiares o de otra índole permanecemos fieles. Yo soy, de siempre, madrugador: hubiera sido un ejemplo perfecto de vida natural, de los que cuando llega la noche se apagan y cuando llega la mañana se activan. Ahora, tras seis décadas, no creo que vaya a cambiar.

Por ser madrugador, era el encargado en casa, desde muy pequeño, de ir a la churrería del pueblo a comprar el material para el desayuno. Solo los domingos, pues el resto de días de la semana, sábados incluidos, el desayuno era un buen tazón de leche con pan del día anterior y en algunas ocasiones especiales un poco de canela. No habían llegado esas cosas modernas de los bollos, las tostadas, las mantequillas, las mermeladas, los «colacados» o los «nesqüises», aunque ya existían los «toddys» pero no estaban admitidos en el presupuesto familiar. Aunque las preferencias de cada miembro de la familia no sufrían modificaciones por lo general de una semana a otra, siempre el sábado por la noche tenía la precaución de preguntar. El material a adquirir era poco variado. Todos optaban por dos de los tres productos disponibles: churros o porras. Solo uno, que era precisamente yo, como no, optaba por el tercer producto en oferta: buñuelos. No en vano el establecimiento era una churrería buñolería. Mi curiosidad me ha llevado a saber que, según el diccionario, se trata de una fruta. Esto es lo que figura en su acepción primera: «Fruta de sartén que se hace de masa de harina bien batida y frita en aceite. Cuando se fríe se esponja y sale de varias formas y tamaños. »

No duró mucho tiempo aquello. Una remodelación del local y de sus instalaciones lo mantuvo un tiempo cerrado y al abrir de nuevo uno de los tres productos dejó de ofertarse. Ya se imaginan Vds. cual. Y por toda explicación ante mi pregunta quedó que se vendían poco y que la gente, excepto yo, no se había quejado y optaba por los churros o las porras, que además, en opinión de Emilio, el churrero, estaban más gustosos o gustosas. Será para ti, pensé yo, que como era un rebelde opté por dejar de comer sus productos aunque seguía yendo a por los de mi familia. Esto ocurría a mediados de los años sesenta del siglo pasado, y aunque el establecimiento sigue con nuevos dueños y nuevos planteamientos, los buñuelos desaparecieron para siempre.

Pasó el tiempo y tres años antes de acabar el siglo XX me encontraba yo de periplo por las hermosas tierras africanas de Túnez. No recuerdo el nombre del oasis pero sí que unos grupos de turistas aventureros estábamos alojados en un complejo de cabañas justo en el borde del desierto. El desayuno era a hora temprana y tenía lugar en una cabaña más grande y destartalada, pero estábamos todos sentados en nuestras mesas; era de tipo buffet y los comensales se levantaban a por la manduca según gustos y hambres. Estaba yo sentado cuando vi salir de la cocina a un camarero con una gran bandeja negra al hombro llena de una especie de tortitas amarillas que no supe identificar. Las volcó en uno de los recipientes del mostrador y se marchó tan campante. Picado por la curiosidad me acerqué y parecían… Cogí dos o tres en un plato y retorné a mi mesa presto a corroborar mediante la correspondiente cata que eran en realidad aquellas piezas. Lo eran, vaya que si lo eran, buñuelos, y además riquísimos.

Contuve por un tiempo las ganas de ir a por más mientras observaba atentamente si algún otro comensal se acercaba por allí a probar. Nadie se interesó por ellos en un buen rato. Cuando ya iba yo por mi tercer o cuarto viaje de aprovisionamiento de tan delicado producto, mi mujer y los compañeros de mesa se mostraron interesados y cuando les dije de que se trataba me contaron no sé qué historia de unos buñuelos de viento que vendían en las pastelerías. Serán también buñuelos, dije yo, pero estos son los que yo conocí en mi niñez y no había vuelto a probar. Se corrió la voz y ese día y al siguiente desaparecían como por arte de magia nada más salir de la cocina y casi antes de que llegaran a la bandeja del mostrador.

He recuperado esta historia porque esta semana me he vuelto a encontrar con tan delicioso producto, que desde aquel exótico lugar no había vuelto a ver. En uno de los desayunos, una compañera de trabajo, Vanesa, apareció con un táper lleno de buñuelos. Estoy a dieta, pero no pude por menos de pecar, al menos en tres ocasiones y mortales, porque la ocasión lo requería: un tercer encuentro con el buñuelo en seis décadas no se podía desaprovechar. Luego ya con más calma y pasada la impresión, me contó que los hacía su madre y que en su pueblo, en las profundidades olvidadas de la provincia de Toledo, todo el mundo los seguía haciendo con normalidad para consumo casero. Ya hemos convenido que un fin de semana dentro de un par de meses, cuando haga mejor tiempo y los campos rebosen de margaritas, cantueso y amapolas, me dejaré caer por allí a hacer una visita muy interesada, para que su madre me enseñe a preparar tan exquisitos buñuelos paleta en mano y sartén humeante. Como se suele decir, a la tercera tiene que ir la vencida y los buñuelos se quedarán siempre conmigo al hacérmelos yo cuando me apetezca sin tener que esperar a que se presenten de improviso ante mí en los lugares más insospechados, como puede ser un oasis tunecino o la cafetería de un complejo de oficinas. Remito al lector a este mismo blog dentro de un par de meses en la búsqueda de la entrada «BUÑUELOS-2». Continuará.

domingo, 15 de febrero de 2015

CAMINOS



Hace ya varios años escuché de boca del entonces seleccionador nacional de baloncesto, José Vicente «Pepu» Hernández, una frase que se me quedó grabada. Venía a cuento de que habíamos ganado o casi ganado un mundial de baloncesto, creo que fue en Japón pero la memoria me traiciona y no quiero perder tiempo en buscarlo porque es tangencial, y aludía al hecho de que llegar a la meta y conseguir los fines propuestos es importante, pero mucho más importante es el camino recorrido incluso aunque no se consiga. De hecho, el manifestó que prefería el camino a la llegada.

Cada uno de nosotros tendremos una particular versión de los caminos que hayamos recorrido para llegar a las metas que nos hemos propuesto a lo largo de la vida. Referiré uno personal que me llevó más de diez años el recorrerle. Tenía la espinita clavada no haber podido realizar en su época una carrera universitaria cuando ya rondando los cuarenta decidí emprender la aventura de matricularme en la de Psicología en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Trabajando, con familia y mil y un asuntos que atender, con las técnicas y las prácticas de estudio ya abandonadas desde hacía años, se me antojaba una tarea ímproba, pero realizable. Era cuestión de tiempo, de poco a poco, de quitarme de otras cosas, de aprovechar viajes al trabajo, noches y fines de semana, veranos incluidos, para ir sacando dos o tres asignaturas por año. Recuerdo nítidamente un día de septiembre de dos mil cuatro, cuando salía de realizar el examen de la última asignatura con la sensación de haber acabado, que según iba a casa en el autobús me dio por repasar mentalmente el camino recorrido hasta llegar a ese punto en que había obtenido la licenciatura. La alegría no era pequeña pero sí que fue efímera porque al día siguiente ya estaba llamando a una profesora, Maribel, para que me diera las pautas para matricularme en el master que comenzaba en aquellas fechas. Otro camino, en este caso de dos años, empezaba…

Hace unos meses y junto con unos amigos decidimos meternos en un charco de proporciones colosales. Aclararé que la mayor o menor dificultad en una tarea depende de los conocimientos personales en relación con ella. En este caso se trataba de confeccionar un programa de ordenador que ejecutara en el PC para un asunto que no viene a cuento. En mi caso, que había peleado a lo largo de más de cuarenta años con lenguajes de programación de ordenadores grandes, «mainframes», no tenía ni idea de lenguajes inherentes al PC casero y su Windows o similares. Una tarea ímproba ha sido el aprendizaje de Visual Basic con ayuda de amigos, tutoriales, libros, consultas al doctor «google» y todo lo que he podido. No es que lo llegue a dominarlo, pero me he defendido y hace tres semanas llegué a un punto en que solo faltaba una cuestión, nada baladí: acceder desde este programa a una «nube» e interaccionar con ella para manejar sus contenidos en el propio PC.

Con la iglesia habíamos topado, Sancho, que diría nuestro don Quijote. Parecía que había andado mucho camino pero el que me quedaba por recorrer me era totalmente desconocido. Mis brujuleos por la red me ponían los pelos como escarpias al encontrarme con mundos desconocidos que me sonaban a chino y de los que no entendía nada ni por referencias. Poco a poco me fui centrando en un programa de uso público que estaba desarrollado en el lenguaje «python», un absoluto desconocido para mí.

Manos a la obra, han sido dos semanas de locura para llegar a la meta. Lo peor es no tener ni idea, mientras recorres el camino, si esa meta imaginaria que te has propuesto en tu mente siquiera existe y es factible de alcanzar o por el contrario es una utopía a la que no llegarás nunca por mucho que lo intentes. La frase que viene a cuento es aquella de «como no sabían que era imposible, lo consiguieron». Muchas horas después, días y noches, mensajes, correos, lecturas, pruebas y fundamentalmente la ayuda desinteresada de un ángel de la guarda con nombre al menos electrónico, Mike o Mihail, han posibilitado llegar a la meta, acabar el programa y recordar el camino como una cosa pasada y ya dejada atrás. Ahora toca disfrutar de lo conseguido, ponerlo en marcha y buscar nuevos caminos que explorar y por los que aventurarse en busca de nuevas metas y nuevas sensaciones que irán enriqueciendo nuestro acervo personal.



domingo, 8 de febrero de 2015

AUTO-HOMENAJE



Esta es una entrada inusual en cuanto a su longitud, por lo que pido disculpas a los lectores asiduos u ocasionales que se acerquen por este blog. Como explicación, que no como justificación, ando muy mal de tiempo y no quería faltar a mi cita semanal, así que aprovecho para darme un auto homenaje.

Hacía varias décadas, casi cuatro, que no veía el guarismo «siete» en el extremo izquierdo cuando me asomaba a las ventanas de estos diabólicos aparatos llamados básculas.

Sobran las palabras. Algunos amigos se alegrarán casi tanto o más que yo aunque a otros quizá les dé un poco de envidia…

domingo, 1 de febrero de 2015

INNOVACIÓN



Hace ya tiempo que no como galletas y los paquetes de galletas que se ven en la imagen son solo para apoyar lo que voy a intentar contar en las siguientes líneas. El hecho de realizar las fotografías me ha llevado a tener una tremenda tentación de sustraer alguna de ellas pero me la he aguantado, por mi bien, ya que la galleta es un producto elaborado de los que van directo al michelín por su alto contenido en hidratos de carbono y azúcares, dos conceptos que hace meses desterré de mi alimentación y que hasta dentro de dos o tres no recuperaré y con mucho cuidado y prudencia si no quiero volver a las andadas, entendiendo por andadas esos kilos de más que se me vienen encima casi solo con respirar.

Dentro de la serie de recados en los que me comisionaba mi madre cuando era un infante, se encontraba el ir a por galletas a la tienda de ultramarinos de Paramio, un señor muy mayor con gafas de culo de botella que vendía de todo. Las galletas, María Fontaneda si la memoria no me traiciona, se compraban a granel, al peso, con lo que yo acudía provisto de una caja de lata, de hojalata, donde ponerlas directamente y así evitar los improperios del tendero, que se despachaba a gusto con los clientes que no llevaban bolsas o cachivaches donde llevarse sus productos. Si hacía un extraordinario te envolvía las cosas en papel de estraza, pero lo corriente era el papel de periódico para todo. Si no nos hemos muerto con aquellas prácticas, es que estábamos vacunados y bien vacunados.

Ahora todo viene envasado y las galletas no iban a ser una excepción. Pero aunque se compre una caja de ellas, en el interior vienen empaquetadas en forma cilíndrica o prismática según sean redondas o cuadradas, y con papel transparente u opaco. La cuestión era poner el paquete de pie en el armario, romper la parte de arriba y cada vez que había que sacar alguna hacerlo con mucho cuidado, no volcando el paquete sino metiendo los dedos delicadamente para ir subiendo por la columna las que quisiéramos coger. Lo normal era acabar haciendo un gurruño en la parte superior para evitar que las diera el aire y se secaran.

En esta semana, mi compañera Vanesa acudió al momento del desayuno con su paquete de galletas de la marca que puede verse en la fotografía, unas galletas hechas con no sé sabe qué ingredientes y con chocolate en medio que recuerdo estaban buenísimas y eran una tentación constante. Llevaba el paquete convenientemente arrugado en su parte superior. Por un momento pensé que era de los antiguos, pero al fijarme con detalle mientras ella se dedicaba a calentar su leche en el microondas, aprecié que se trataba de un paquete de los nuevos. Por ello no me cuadraba mucho que la parte superior del mismo estuviese arrugada. No le perdí ojo a su vuelta y observé que extraía las galletas a la antigua usanza, desarrugando la parte superior y metiendo los dedos con mucho cuidado hasta sacara por la parte superior un par de ellas.

Cuando acabó le pedí que si me daba una galleta, lo cual la extrañó porqué sabe que estoy en un régimen de comidas estricto y que no me lo salto. —Es que voy a pecar un poquito le dije yo. Cuando me autorizó, cogí la pestaña de la parte inferior, abrí la ventanilla, empujé por detrás y la galleta salió limpiamente como puede verse en la segunda imagen de las que ilustran esta entrada. Me miraba atentamente y pude apreciar la cara de sorpresa que puso al observar mis operaciones pues desconocía esa posibilidad.

Es una tontería, pero me parece una innovación que nos hace la vida más fácil, contribuye a solucionar un problemilla y permite que no haya que romper el paquete ni arrugarle para facilitar su conservación. Pero todo esto puede disparar la picaresca. Y para comprobarlo me he pasado por un supermercado esta mañana, aun siendo un pecado para mí por ser festivo, a fisgonear como estaban empaquetadas estas galletas, pues en caso de no tener un precinto cualquier podía sacar un par de ellas cuando no le vieran y darse un pequeño festín gratuito a cargo de la empresa. No había paquetes individuales y venían de tres en tres con su correspondiente celofán de envoltorio que acababa con las intenciones de los pícaros.

No sé desde cuando estos envoltorios se han sofisticado y vienen con ventanilla inferior practicable. Mi compañera lleva años consumiendo galletas de esta marca y no se había enterado de esta posibilidad. Uno entra en la rutina y no se preocupa de mirar con detenimiento el envoltorio de cosas que lleva comprando toda la vida. Una lástima, que las empresas se rompan los sesos para innovar en cosas como estas y pasen desapercibidas a los consumidores.