sábado, 3 de octubre de 2015

(MAL)TRATO




No solo los salarios sino también las condiciones laborales han cambiado, para peor, de forma drástica y lamentable en los últimos tiempos. Y no estamos pensando es esos talleres clandestinos en los que empresarios sin escrúpulos y con el único fin de engrosar su cuenta corriente en el menor tiempo posible emplean a personas necesitadas que desempeñan su trabajo en unas condiciones deplorables, como ha podido verse en las ocasiones en que estas noticias, cada vez con menor frecuencia, llegan a los medios de cierto nivel de difusión.

Cerca de 20 años estuve laborando en aquella entelequia hoy desaparecida que conocíamos hasta no hace mucho por el nombre de “Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid”. Durante la primera decena, allá por los setenta del siglo pasado, me sentía un trabajador necesario y que aportaba su granito de arena a la consecución de los fines empresariales. Quizá hubiera un cierto paternalismo en la dirección de la empresa pero creo no equivocarme si aventuro que ese era el sentimiento general de todos los empleados, que se partían el pecho por hacer que todo fuera mejor. A mediados de los ochenta, diversos condicionantes como expansiones y cambios en la alta dirección torcieron este sentimiento y los empleados ya no sentíamos la empresa en nuestras entretelas. Unos más y otros menos, según los departamentos y las circunstancias, íbamos convirtiéndonos en simples mercenarios que acudíamos a nuestro puesto de trabajo a cumplir y poco más. Al poco de aquello abandoné esa empresa en la que durante años tuve la creencia que me iba a jubilar. Deambulé por otras de las grandes del entramado bancario español con más pena que gloria hasta que ya hace unos cuantos años me dijeron desde el departamento de recursos humanos, antes se llamaba de personal, que no contaban conmigo y que era mejor que me marchara, menos mal que prejubilado y no despedido.

Era joven entonces, como lo sigo siendo ahora, pues había comenzado mi cincuentena, y tocaba alquilarse al mejor postor en esa modalidad de trabajo en autónomo que todo el mundo, hasta el diccionario, conoce por free lance. Ello implica pequeños contratos de algunas semanas o meses en diferentes empresas por las que he ido pasando este último casi decenio, lo que me ha permitido vivir de primera mano diferentes ambientes y situaciones.

Uno de los problemas que me echo al coleto es el del acceso al puesto de trabajo y la composición del mismo. No voy a entrar en detalles, pero es por lo general lamentable y por ello solo voy a contar, por agradecimiento, el mejor de todos que tuvo lugar en el centro informático de Tres Cantos de Bankinter. Me presenté al control de accesos un lunes a las ocho de la mañana y con solo mostrar mi carnet de identidad, una persona me acompañó a mi puesto de trabajo, me enseñó diferentes zonas interesantes de la empresa como la cafetería y los servicios y se quedó a mi lado los diez minutos escasos que fueron suficientes para encender el PC y comprobar con no poca sorpresa y mucha admiración que estaba operativo y que mi usuario de red, de mainframe, mi correo electrónico y en general todo lo que iba a necesitar para desempeñar mi trabajo estaba dispuesto y operativo. En otros sitios y por circunstancias de lo más peregrino  he llegado a necesitar casi una semana para poder empezar a desempeñar mínimamente las  funciones para las que se me ha contratado.

Todo esto viene de prolegómeno para relatar una situación actual, que no estoy viviendo directamente en primera persona pero que sí les está ocurriendo a compañeros cercanos. Un día de esta semana hablaba con uno de ellos y no daba crédito a mis oídos por la historia que estaba escuchando. Uno de ellos hizo el resumen en tres palabras: «This is Spain». Omitiré detalles específicos por aquello de relatar el pecado y no desvelar el pecador, pero si diré que se trata de una de las grandes empresas de este país llamado, por el momento, España.

El centro de trabajo al que acuden a diario está una zona de la periferia de Madrid construida hace relativamente poco tiempo y destinada a oficinas; pensar en acudir allí con coche es imposible, ni siquiera madrugando, porque están aparcados encima de las farolas y subidos a las fachadas colgando de los aleros. En algún caso de necesidad, dejándolo donde ha podido, alguno ha sido obsequiado con una multa de 200 euros por la policía municipal. La alternativa es el transporte público, que remedio; cerca de dos horas de ida y otras tantas de vuelta en alguno de los casos, especialmente si la ubicación de esta periferia de oficinas está en la punta opuesta de Madrid a la del lugar de residencia. Eso sí, esta empresa dispone de dos plantas reservadas, repito, plantas, de aparcamiento, que por lo general están con un índice de ocupación mínimo pero en las que no está permitido aparcar, y mucho menos a los «externos» que es como se denomina a los trabajadores que no están en la nómina de la empresa para la están trabajando como uno más. Solo falta que les pongan una camiseta especial y un gorro para marcarles como se hacía en la Edad Media con algunos colectivos.

No disponen de una tarjeta permanente de acceso, por lo que tienen que solicitarla a diario al control, que tiene que llamar al teléfono FIJO de dos personas para que una u otra BAJE física y personalmente a la entrada a autorizar su acceso y les acompañe a su puesto de trabajo. Cuando por diversas circunstancias estas personas no son localizadas, porque todos tenemos una mala noche, o llegamos tarde o estamos en una reunión, los externos deben esperar por un tiempo indeterminado. En alguna ocasión la demora en ser recepcionados por los autorizados ha llegado a las TRES horas. Sal de tu casa a las seis de la mañana y disfruta dos horas del transporte público para estar tres horas en la entrada esperando a que te dejen entrar a desempeñar tu trabajo. Una solución que les han propuesto es que personalmente llamen desde sus teléfonos móviles, y por lo tanto a su cargo, a los móviles de los «autorizadores» para que bajen a buscarlos. Solo falta que les digan que les lleven café y bollos. Y otra cuestión es la utilización del baño, que está fuera de la zona para la que es necesaria tarjeta de acceso. A la vuelta de visitar al sr. Roca hay que esperar a que pase alguien o hacer mimos a través de los cristales a ver si algún alma caritativa se apiada y te abre, pero los cercanos a las mamparas están hartos, con razón, de hacer de porteros. Hay más, pero no se trata de aburrir, den rienda suelta a la imaginación. En dos palabras como decía aquel: «im»  «presionante».

Y el puesto de trabajo… El centro funciona en el modo que ahora se llama de factoría, esto es, se paga por el puesto de trabajo efectivamente utilizado una cantidad diaria. En este caso concreto, cada puesto supone un gasto diario de casi veinte euros. Claro, lo mejor es ahorrárselo con la triquiñuela de meterlos a todos en una sala de reuniones, que algunas veces no está libre, para ahorrarse esos eurillos. Menos mal que todavía no se les ha ocurrido poner estanterías en los pasillos o en el baño, que todo se andará. Las condiciones de trabajo en esa sala de reuniones  en cuanto al mobiliario, los equipos y el ambiente son deplorables. No entremos en detalles, pero pongan la vista con atención en la imagen que acompaña esta entrada: la temperatura ha sobrepasado en varias ocasiones los 27 grados. ¡Así no hay quién labore!

Supongo que no pretenderán que estas personas desarrollen bien su trabajo en estas condiciones. Ya sé que peor están en otros sitios, pero no es de recibo que una empresa pudiente y de las que tiran del carro en este país permita estas condiciones. También imagino que sus dirigentes no están enterados de estas menudencias, como ha pasado con el asunto de la Volkswagen en estos días, pero bien que ellos, los políticos de turno, los directores de medios y demás personajes influyentes de la vida patria se encargan de hacernos creer por activa y por pasiva que los empleados son el principal activo de las empresas. ¡Miau! 

Insisto en la idea: no quiero que me lo digan, quiero sentirlo yo por mi mismo sin que nadie me tenga que convencer de ello. Y con estos mimbres, los cestos que fabriquemos no pueden tener mucho futuro.