domingo, 9 de diciembre de 2018

INTIMIDAD





A lo largo de la historia de la humanidad y hasta hace relativamente poco tiempo, el concepto de intimidad tenía un claro componente físico. Las personas tenían algún lugar donde resguardarse de forma que quedaban ajenos a las miradas o contactos con otras personas y de esta forma podían disfrutar de un «estar consigo mismo». Cuando se quería interaccionar con otras personas había que ir a su encuentro en algún lugar concreto y siempre podíamos controlar lo que decíamos en nuestras conversaciones, de forma que nuestras ideas y principios eran compartidos con aquellos que queríamos y de una forma controlada por nosotros.


En el siglo XX todo aquello empezó a cambiar. En esos lugares privados, generalmente casas, empezaron a ser instalados los teléfonos fijos. Eso nos permitía compartir nuestras ideas, una parte de nuestra intimidad, con otras personas con las que no estábamos físicamente en contacto. A pesar de todos los controles, ya no teníamos ninguna garantía de que esa conversación no estuviera siendo escuchada, e incluso grabada, por algún operario de la empresa de telefonía. Nuestra intimidad estaba comprometida y tendríamos que confiar en personas ajenas a las que no estábamos viendo ni podíamos controlar.


También estaba la posibilidad de que tanto en el teléfono como en la propia casa alguna persona sin nuestro consentimiento hubiera instalado un micrófono oculto que le permitiera escuchar y grabar nuestras conversaciones personales, que nosotros estaríamos teniendo con personas cercanas en la creencia de que no éramos escuchados por nadie. Esto era, evidentemente, muy poco probable salvo que fuéramos personas especiales o estuviéramos metidas en algún asunto que llamara la atención de algún estamento de la Seguridad del Estado.


A principio de los años 80 del siglo pasado empezaron a generalizarse las tarjetas bancarias. Llevar una de ellas en el bolsillo no generaba ninguna información sobre nosotros, pero si lo hacía su uso. Cuando las utilizábamos en un cajero para sacar dinero, en un restaurante o supermercado para pagar o en el cepillo de la Catedral de León para dejar un donativo, el banco emisor de la tarjeta empezaba a coleccionar datos sobre nosotros: donde viajábamos, lo que gastábamos en la compra o la frecuencia y categoría de los restaurantes que frecuentábamos. El dinero no deja rastro, pero las tarjetas bancarias sí.


Si nos paramos a pensar un poco en el estado actual de las cosas, el cambio ha sido vertiginoso. Cualquier persona, todas las personas, somos objeto de una vigilancia desmedida en la que colaboramos voluntariamente, tomando unas decisiones y asumiendo unos riesgos a los que muchas veces nos vemos cuasi obligados por la tecnología y sin tener ningún control ─efectivo─ sobre ellos. Se supone que existen un sinfín de regulaciones, de leyes, de mecanismos de control que son de obligado cumplimiento por las empresas, pero cuya ignorancia nosotros aceptamos pulsando la pestaña correspondiente sin leer ni por encima lo que estamos asumiendo. Es bien sabido que la mayoría de las personas no lee las políticas de privacidad, son demasiado legalistas, difíciles de aplicar, inutilizables y, por lo tanto, ineficaces. Hacemos muchas cosas mal, y lo sabemos, pero las asumimos como un precio por seguir disfrutando de ciertas cuestiones tecnológicas que se han convertido en imprescindibles en nuestras vidas.


Las interacciones con otros, no solo personas físicas sino «personas tecnológicas» es ahora constante. Cuando accedemos desde nuestro ordenador a una página web, las famosas «cookies», que generalmente nos vemos obligados a aceptar si queremos seguir, dejan un rastro no controlado por nosotros que generalmente es utilizado para conocer nuestras preferencias, nuestros gustos y por tanto conocer datos sobre nosotros. Y las cookies no deberían, pero son públicas. Todas las empresas se fisgan unas a otras para saber que producto andamos buscando o en qué tema estamos interesados. A nadie le sorprende ya que le ofrezcan una aspiradora cuando entra en una determinada página si hace días la buscó en otra. Tenemos el ordenador en nuestro espacio privado, nuestra casa, pero nos conectamos a internet y abrimos una vía de comunicación, bastante incontrolada por nosotros; comparada con el teléfono fijo esta línea es muy inteligente y puede estar haciendo cosas que ni nos imaginamos. ¿Por qué muchos usuarios tienen una pegatina en la cámara del ordenador? ¿Tapan también el micrófono?


Tenemos una cierta sensación de seguridad con el uso de passwords, y eso que muchas personas, la gran mayoría, desatienden sistemáticamente la recomendación de no emplear la misma palabra clave para varios servicios, siguiendo aquel refrán de «No guarde todos sus huevos en una sola canasta». Ahora se empiezan a poner de moda los controles biométricos, tales como reconocimiento facial, iris ocular o huellas dactilares. Esto es un paso más en evitar que nuestros dispositivos sean utilizados por otras personas no autorizadas por nosotros. Pero esto no es el quid de la cuestión: cuando somos nosotros mismos los que utilizamos nuestros teléfonos y nuestros ordenadores, somos nosotros mismos los que de forma voluntaria estamos cediendo nuestra intimidad.


Las empresas buscan afanosamente que nos «registremos». Eso mejorará nuestra interacción con ellas, nos harán descuentos en las compras y nos harán sugerencias atractivas según nuestros perfiles. Pero hay un uso secundario de la información que no dicen y además no tenemos ninguna garantía sobre los controles que hacen de cara a robos y fraudes. Para ponernos los pelos como escarpias, echemos un vistazo a esta página web donde se registran los casos de hackeo de información. Haciendo clic en cualquiera de las burbujas nos informará del alcance del robo de información que ha sufrido la empresa. Perdonen la expresión: «Acojonante».


Todos los días, compartimos información en línea y la mayoría de nosotros parece feliz de hacerlo o cuando menos no le preocupa y deberíamos pensar que, con el tiempo, nuestras preferencias de privacidad pueden cambiar. Mientras compartimos el momento, a menudo no podemos imaginar cómo más tarde puede perseguirnos. Además, la información almacenada en línea se puede sacar de contexto. Un aspecto de la privacidad que a menudo se pasa por alto es cómo se pueden combinar varias piezas de información, aparentemente menores, para producir una violación de la privacidad mucho más grave.


Los partidos políticos españoles han aprobado una ley para saltarse la LOPD y generar una base de datos en la que figuren nuestros teléfonos, correos y parece ser que hasta nuestras tendencias políticas, de forma que nos puedan mandar sus propagandas de manera directa e inteligente. ¿Alguna duda todavía?

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