Cuando las personas hemos transitado por este mundo una
montonera de años, las dimensiones de los sucesos a los que asistimos pueden
adquirir cotas impensables. Un día de esta pasada semana he estado con
un amigo en el que me atrevería afirmar es un casi desconocido pueblo de
Madrigal de las Altas Torres, en la provincia de Ávila. Está fuera de los
caminos normales por lo que hay que tener la intención formal de
acercarse a él al estar distante de Arévalo, un sitio tradicional de paso, unos
veinticinco kilómetros, lo que supone un desvío de cincuenta kilómetros si
contamos la vuelta. La distancia a Madrid es de poco más de ciento cincuenta
kilómetros.
Como
buen zascandil —en el aspecto de inquieto de la primera acepción del
diccionario— era la quinta vez que visitaba exprofeso esta localidad. Cuna de
Isabel la Católica, lugar de residencia de sus primeros años de vida, se trata
de un pueblo amurallado del tamaño de Ávila, aunque las murallas no están tan
conservadas como las de la capital. Tiene un par de elementos de visita
principales: el Palacio de Juan II —donde nació Isabel y donde se celebraron
las primeras Cortes españolas— y la iglesia de San Nicolás de Bari, con un
artesonado que asombra al visitante. Pero aparte de un agradable paseo hay más
cosas que pueden llenar un día de visita de forma agradable y placentera a
cualquier viajero que disfrute con este tipo de turismo cultural. La Oficina
de Turismo local, regentada por Joana, informa y facilita las visitas de forma
magistral. Hay otro asunto histórico conocido como «El pastelero de Madrigal»
que solo menciono de pasada para aquellos que quieran investigar un poco.
A lo
que vamos. En los últimos años de vida, muchas personas pensamos que es una
buena tarea devolver a la sociedad lo que te ha dado, en forma de
colaboraciones con otros, ayudas, formación u otras posibles actividades que
pueden llenar de forma muy placentera las horas (teóricamente) disponibles de una persona libre de obligaciones laborales y suponiendo que no
tenga otras.
Uno
de los monumentos visitados en Madrigal es el Hospital fundado en 1443 por María
de Aragón, primera esposa de Juan II y madre de Enrique IV, hermanastro de
Isabel la Católica. Tras muchos avatares en siglos de historia, ha sido
recuperado por el municipio para diferentes actividades. Una de las salas que
alberga está dedicada a una exposición de diversos objetos de procedencia
mexicana. ¿Qué sentido tiene esto?
«Tata»
es el diminutivo cariñoso que los mexicanos utilizan para referirse a los
padres y «Vasco» es el nombre de un insigne español llamado Vasco de Quiroga.
Atento a estos personajes «escondidos» de la historia de España, últimamente y
debe ser por tener las «antenas» activas, me voy encontrando con algunos de
ellos que me llaman la atención. Como ejemplo, quedan comentados en este blog
Pedro Sainz Rodríguez en este enlace o Blas de Lezo en este otro enlace.
Ilustres españoles a mi entender que no son tan conocidos como creo que se
merecen.
No
es cuestión de reproducir aquí la biografía de Vasco de Quiroga que puede
encontrarse en la red a poco que utilicemos el buscador, pero sí resaltar el
aspecto que ha llamado mi atención. Nacido en 1470 en Madrigal, humanista y
experto en leyes, desarrolló una intensa labor en la Real Chancillería
vallisoletana. A los 65 años, una edad casi imposible de alcanzar para muchas personas en
esa época, fue nombrado oidor de la segunda audiencia de México, en el recién
descubierto continente americano donde todo estaba por hacer, con lo que tuvo
ocasión de asistir en persona a «la
espantosa miseria en que estaban sumidos los indios de la capital mexicana, vendidos,
vejados y vagabundos por los mercados, recogiendo las arrebañaduras tiradas por
los suelos» como él mismo escribió. Tras algunas actuaciones beneficiosas
en favor de los indios en la capital, se trasladó a Michoacán.
Vasco de Quiroga quedó más impresionado todavía por el trato
que se daba a los indios purépechas, objeto de inadmisibles tropelías por los
conquistadores, entre las que figuraban el marcarlos con hierros candentes como
a los animales. Con 67 años profesa como religioso y es nombrado Obispo de
Michoacán. Hasta su muerte, ocurrida a la edad de 95 años, insisto en que era
una edad impensable, desarrolló una labor humanitaria descomunal en favor de
los nativos que le consideraron su «tata». Todavía hoy en día, casi cinco
siglos después, se le recuerda con veneración, se la saca en procesión y los
descendientes siguen agradecidos y prueba de ello son los regalos que siguen
enviando a España cada año y que engrosan el pequeño museo mexicano de Madrigal,
ciudad hermanada con Michoacán.
Cuando hoy en día muchos de nosotros estamos anhelando la
retirada laboral para tener tiempo de «no hacer nada», un español, quinientos
años atrás, empezó una nueva vida dedicada a los demás en una tierra lejana e
ignota. Un ejemplo sobre el que meditar.