domingo, 19 de julio de 2020

SEMIVIEJA



A pesar de que estar curtido en cien mil batallas, no pierdo mi capacidad de asombro. Cuestiones que se van sucediendo día tras día y que le dejan a uno perplejo y que tiene que asumir porque no dependen de uno y además poco se puede hacer al respecto: esta sociedad consumista funciona así y aunque con el tiempo cambiará, más por las malas que por las buenas, harán falta muchos años, quizá siglos y yo ya no lo veré.

Hace ya muchos años, cuando en las ciudades y pueblos supuestamente más avanzados del país las casas ya tenían máquinas lavadoras, quedaban zonas donde existían los llamados lavaderos, edificios públicos que han ido desapareciendo, pero de los que quedan algunos vestigios en algunos pueblos. Las mujeres, mujeres casi siempre, se dirigían a ellos con sus cestos de ropa y allí friega que te restriega hasta dejar las prendas limpias que luego en algunos casos eran tendidas en el exterior encima de arbustos o simplemente sobre la hierba. Y en algunos pueblos… ni eso. La visión desde un puente de señoras del pueblo de Pinofranqueado lavando la ropa directamente en el río de Los Ángeles a mediados de los años setenta del siglo pasado no se borrará nunca de mi retina. No era exactamente pleno invierno, pero casi. Hacía fresquito, eso por ser condescendiente.

En mis primeros años infantiles, no había lavadora en casa. Sí había agua corriente y una tabla de madera especial para lavar la ropa en un barreño grande que mi abuela o mi madre ponían en el centro de la cocina. En aquellos tiempos se tendía la ropa en cuerdas en las ventanas y esas imágenes eran corrientes en los pueblos. Con el tiempo se prohibió por el efecto estético y o bien se recurría a patios interiores o a otras triquiñuelas. Más tarde aparecieron las máquinas secadoras como remedio: más aparatos, más trastos, más consumo.

Esta semana la lavasecadora que se ve en la imagen ha dado el primer aviso. Y el último. La máquina tiene ─tenía─ 16 años, pero por el contrario muy poco uso, un par de meses escasos de verano al año donde ya se sabe que se utiliza menos ropa y sin usar la secadora, pues la ropa secada al sol y al viento queda mejor. Algún uso muy esporádico en invierno y primavera y en estas ocasiones ya sí con la utilización complementaria de la función de secadora por aquello de la temperatura fría y húmeda en el exterior que no favorecía el secado natural de la ropa.

Esta semana, a los tres minutos de haber iniciado cualquier programa de lavado o de secado, la lavadora se apagaba, como si se la hubiera desenchufado. Uno que ha vivido experiencias de estas con anterioridad en los electrodomésticos piensa: la tarjeta, la famosa tarjeta electrónica, el «corazón» de todos estos aparatos. Se impone la llamada al técnico, que en este caso vino pronto, al día siguiente, a certificar lo que yo pensaba: la tarjeta, que además no suelen ser precisamente baratas. Pero en este caso no era ni barata ni cara, simplemente… no era. Al ser una máquina tan «antigua» ya no hay repuestos. Por decirte esto te cobran la visita claro, es decir, que después de haber quedado inservible, te cuesta un último dinero.

Aunque la respuesta ya me la suponía, se me ocurrió decirle al técnico si no era posible reutilizar alguna de las piezas para reparaciones de otras máquinas, que sé yo, correas, la puerta, el motor… hay algunos manitas que fabrican sierras con motores viejos de lavadora o se los adosan a una bicicleta. Respuesta esperada: «No, al menos nosotros en el servicio técnico oficial no usamos piezas viejas; algún otro servicio técnico más generalista quizá podría hacerlo».

 
Se imponía comprar una nueva y además lo más rápido posible, que hoy en día no se puede estar sin lavadora, aunque, bueno, hay vecinos que se prestan a hacerte una colada y además cada vez más proliferan esos comercios con equipos de lavado industrial. Hubo suerte y trajeron la nueva rápido. Cuando pregunté a los operarios que se llevaban la vieja si tenía algún uso, me dijeron que directamente iba al punto limpio. Ni recuperación de piezas ni nada, destinada a aumentar esos montones cada vez más ingentes de basura que los ayuntamientos no saben dónde poner.