domingo, 4 de octubre de 2020

FORMATOS

 

En estos días he finalizado la lectura de un libro delicioso para cualquier lector, letraherido o no tanto: «El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo», de Irene Vallejo Moreu, del que puede consultarse una reseña en el blog amigo de «A leer que son 2 días» en este enlace. Entre sus muchos párrafos entrañables podemos leer este: «Los cambios de formato dejan en la cuneta enormes cantidades de víctimas. Todo lo que no es transferido del viejo al nuevo soporte desaparece para siempre».

Los libros llevan miles de años entre nosotros sin apenas cambios en su diseño estructural: páginas, cubiertas, encuadernación… Siguen «funcionando» a la perfección y aunque muchos han desaparecido a lo largo de los siglos por la acción del tiempo o los elementos —fuego, agua, terremotos, volcanes, animales…— sus copias han llegado hasta nosotros. En estos momentos estamos ante un cambio en su concepción, pero por el momento no han desaparecido y siguen contando con muchos adeptos en este periodo de convivencia de lo antiguo con lo moderno. Y por lo moderno me quiero referir a los libros electrónicos o incluso los recientes audiolibros.

En el estado de las cosas actuales, parece que cualquier libro convertido en ese mar de ceros y unos —del que tanto nos hablaba el admirado y recientemente desaparecido profesor Antonio Rodríguez de las Heras— tiene garantizada su supervivencia eterna. Alojado en un CD, un pendrive, un disco duro, o una nube informática, su paso de un continente a otro con facilidad y rapidez asegura la disponibilidad de su contenido casi ad eternum.

Los que ya podemos demostrar unos añitos en nuestro DNI, en cartulina física por ahora, hemos visto nacer, desarrollarse y morir-desaparecer, unos cuantos archiperres en los últimos años. Empezaré por comentar el primero que me viene a la cabeza en mis recuerdos: la cinta de casete. La consulta al diccionario me ha resultado curiosa y recoge una segunda vida que tuvieron estas cintas: «Cajita de material plástico que contiene una cinta magnética para el registro y reproducción del sonido, o, en informática, para el almacenamiento y lectura de la información digitalizada».

A mediados de los años setenta del pasado siglo XX me hice con un aparato tipo maletín que combinaba radio y casete. Como en casi todo adolescente, nacía en mí la afición a la música, con lo que grababa todo lo que se movía desde la radio o desde tocadiscos de amigos que tenían las canciones enlatadas en aquellos discos de vinilo, de los que hoy quedan algunos ejemplos testimoniales más para coleccionistas que para un uso práctico. Compraba las cintas de casete por paquetes en aquellas tiendas emblemáticas que muchos recordaran reunidas en un centro comercial de la calle Arenal de Madrid conocida como Decomisos.

A principios de los 80, la llegada de los primeros ordenadores caseros como el Amstrad, Spectrum o Commodore Vic20 dieron un uso alternativo a las cintas de casete permitiendo grabar en ellas los programas y los datos informáticos, pero era un sistema muy lento y con poca fiabilidad que tenía los años contados desde su propio nacimiento.

Hubo otras cintas de casete denominadas cartuchos de 8 pistas que se enfocaban principalmente a los aparatos instalados en los coches para escuchar música. También las cintas se utilizaban en los primeros vídeos caseros en los formatos de aquella época Beta, VHS y 2000 y cintas para los aparatos portables de grabación de vídeo. Pero la cinta era débil, se podía atascar y enrollar con facilidad y en unos minutos podías perder aquellas grabaciones tan apreciadas.

A mediados de los 80 vino la revolución con los CD’s, en principio musicales, como una alternativa fiable y de más durabilidad que los discos de vinilo. Al poco tiempo y por problemas de capacidad aparecieron los DVD’s. Aparecerían seguidamente los diskettes y los discos duros para los ordenadores, que también leían y grababan en CD’s y DVD’s.

El mundo de los ordenadores trajo consigo la digitalización de contenidos: todo lo susceptible de transformarse a ceros y unos ha ido siendo engullido: música, fotografía, datos y programas, cine, libros… Un libro interesante sobre este asunto, publicado hace una decena de años es «Todo va a cambiar», de Enrique Dans, del cual puede verse una reseña en este enlace. Es posible que la calidad en algunos de estos años pasados no fuera suficiente, pero en la actualidad pocos se pueden resistir a las enormes posibilidades que lo digital acarrea en su almacenamiento, salvaguarda, copia y transporte y su procesamiento por ordenador.

Estanterías en las casas repletas de casetes, discos, películas, libros… han dado paso a pequeños dispositivos electrónicos —en realidad miniordenadores— conectados a la televisión y al equipo de música que permiten reproducir nuestros contenidos de forma rápida. Y en muchos casos ni eso, ya que la conexión a internet permite disponer de los contenidos generales con solo seleccionarlos y apretar un botón.

Contenidos generales he dicho… Pero hay otros contenidos que son particulares, que solo tenemos nosotros y que deberemos cuidar y guardar con exquisito cuidado si no queremos perderlos, ya que nadie nos los podrá reponer. Un ejemplo significativo de esto son nuestras fotografías o diapositivas y nuestras grabaciones personales de vídeo. Es verdad que hace falta mucho tiempo y mucha dedicación para digitalizar todo esto de forma que podamos tenerlo accesible y sobre todo copiable y podamos salvarlo en copias que garanticen su perdurabilidad. No he sido ni soy muy de grabar en vídeo, pero tenía más de cien horas de grabaciones de cuando mis hijos eran pequeños en cintas de Vídeo-8. He conseguido digitalizar casi todas ellas, pero alguna estaba ya deteriorada por el paso del tiempo y ha sido imposible de recuperar.

Ahora queda el asunto de las fotografías. Cientos de negativos y miles de dispositivas que hay que digitalizar, pero el proceso se antoja imposible. Sería necesaria una selección, pero… ¿quién pone el cascabel al gato?

Lo que sí que parce cierto es que lo digital parece ya el último formato, al menos por ahora. Con solo tener un aparato que plasme en una pantalla y reproduzca en un altavoz, por ejemplo, un teléfono móvil, podemos llevar en nuestro bolsillo un sinfín de contenidos, entre ellos una biblioteca electrónica, por responder al envite lanzado por Irene en su libro. Y esto no se ha detenido… El dinero lleva también entre nosotros casi tantos años como los libros. ¿Le será de aplicación su cambio de formato a digital? Intentos ya hay.