domingo, 29 de noviembre de 2020

ANOTAR

 

Estamos acostumbrados a ciertas acciones que nos parecen tan naturales hoy en día que parece que se han hecho siempre así. Cuando antiguamente en alguno de mis viajes alquilaba un coche, lo primero que hacía era tomar nota en un papel en mi cartera de la marca, modelo, color, matrícula del coche y teléfono de aviso por si ocurría alguna incidencia como un accidente, avería o incluso sustracción del coche. Hoy en día lo hacemos de otra manera: foto con el móvil y anotación en la agenda del teléfono. Todo al móvil, que incluso utilizamos cuando metemos nuestro coche en un aparcamiento para recordar donde lo hemos dejado.

Durante muchos años algunos de mis amigos me llamaban cariñosamente el «cartulinitas» porque siempre gustaba de llevar en el bolsillo de mi camisa un bolígrafo pequeño y unas hojas —de cartulina— donde poder tomar nota de ciertos sucedidos que me llamaban la atención. Ya dediqué en abril de 2018 la entrada titulada «NOTAS» a estos aspectos en la que indicaba que el paso de tomar notas en papel a tomarlas en el teléfono no siempre es posible o adecuado según el contexto en el que nos encontremos.

La reproducción de documentos ha sufrido un cambio vertiginoso en los últimos tiempos con el uso del teléfono móvil. Los más entrados en años recordarán el vocablo ciclostil que escribo sin ninguna aprensión porque está en el diccionario: «aparato que sirve para copiar muchas veces un escrito o dibujo por medio de una tinta especial sobre una plancha gelatinosa». Creo recordar que fue a finales de los años sesenta del siglo pasado cuando estos aparatos hicieron furor en empresas y centros de formación porque permitían sacar innumerables copias de un documento para distribuir entre clientes, empleados y alumnos. En el instituto donde yo estudiaba por aquella época, el ciclostil echaba humo para trasegar información, aunque su coste era alto y su uso estaba bastante controlado por el director y el secretario, que no siempre accedían a las peticiones de alumnos y profesores. Por cierto, ¿sabe Vd. que otro nombre de este aparato es mimeógrafo?

En aquella época laboraba al salir de mis estudios en una oficina de una empresa constructora local. La forma de sacar copias de los documentos era el temido papel carbón introducido entre las hojas en la máquina de escribir. Había que tener mucho cuidado pues recuerdo documentos como facturas o albaranes con cinco o seis copias. Si se equivocaba uno al aporrear las teclas, el proceso de borrado en todas las copias era una tarea delicada que daría para escribir unos cuantos párrafos.

Pasó el tiempo y el ciclostil quedó olvidado al ser sustituido por la modernidad que supuso la fotocopiadora, una máquina con muchas más posibilidades, que permitía sacar copias a toda velocidad directamente, esto es, sin láminas gelatinosas mediante. El uso de fotocopiadoras se generalizó en empresas e instituciones llegando incluso a existir tiendas especializadas en el tema que han llegado hasta nuestros días, si bien bastante modificadas por la irrupción de los ordenadores que permiten combinar la tecnología de la fotocopia con la del escaneado llegando a ser verdaderas imprentas rápidas que permiten incluso la impresión de libros de un buen acabado, aunque con tapa blanda, en un tiempo record.

En mi época de estudiante de COU en aquel instituto que antes he referido, yo tomaba muchas notas en las clases y confieso que lo hacía en servilletas de papel del tren. Me desplazaba por ese medio todos los días al encontrarse el instituto en otra localidad y aprovechaba para sustraer —mal hecho, pero la necesidad obligaba— algunas servilletas del baño para tomar apuntes, que conservé muchos años, pero a saber dónde fueron a parar.

Pero gran parte estas opciones han sido sustituidas con el uso del teléfono móvil. Antes un estudiante sacaba fotocopias de los preciados apuntes del compañero altruista que se los prestaba o en algunos casos vendía, pero ahora los fotografía con su móvil y en pocos minutos están puestos en cualquier punto del orbe a través del wasap o del correo electrónico. Yo gusto de tomar notas de forma manuscrita en cursos y conferencias, pero una vez llego a casa los paso por el escáner, los archivo en el ordenador, saco copia por seguridad y los papeles van al reciclado debidamente hechos cachitos para que mis notas no circulen por ahí, aunque en alguna ocasión he mandado a amigos el fichero en «Pdf» con lo cual ya he perdido su control, como cuando arrojas una piedra: una vez que sale de tus manos… El «no se lo digas a nadie», actualizado a «no se lo envíes a nadie» ya sabemos en lo que acaba muchas veces.

El teléfono es el rey y sirve en todo momento para acceder a la carta de un restaurante, guardar ese cartel anunciador de las funciones del circo que se ha instalado en una localidad vecina o fotografiar el logotipo extraño de la puerta de un baño en un restaurante para mandársela al amigo —rarito él— que hace colección. En la cartulina no se podía tomar tanta nota, tan deprisa y con tanta fiabilidad.



 

 

domingo, 22 de noviembre de 2020

SISA

Con el tiempo nos vamos acostumbrando a las mentirijillas y lo que en unos momentos no parece tener importancia, con el paso del tiempo va adquiriendo proporciones que ya no son tan asumibles. Decía, o se le atribuye haberlo dicho, un siniestro general nazi, de cuyo nombre me acuerdo pero no quiero escribir, que «una mentira repetida mil veces se convierte en verdad».

Algunos recordarán ciertas prácticas que se asumían con respecto a las barras de pan en los años setenta del siglo pasado. El precio del pan por kilogramo de peso estaba fijado por el gobierno y eso podía comprobarse en el momento final, el de la compra. Era muy difícil que «todas» las barras que salían del horno tuvieran el mismo peso y pocos clientes hacían pesar sus compras: se fiaban del tendero. Pero hubo un momento en que había que subir el precio del pan, un alimento básico para la población en aquellos años y eso estaba muy mal visto. El truco que se empleó fue una sisa autorizada: la barra de pan costaba lo mismo —parecía que no había subido de precio— pero el peso, autorizado o consentido, era inferior. No te subo el precio, pero te doy menos cantidad, lo mismo me da que me da lo mismo.

Esas prácticas se han seguido realizando, bien de forma autorizada o digamos consentida como fraudulenta. Basta recordar antaño el truco de algunas gasolineras que como no podían alterar el precio de los combustibles lo que hacían era darte por un litro algunos decilitros de menos: una subida encubierta y más ganancias para el cajón. ¿quién de nosotros ha ido a una gasolinera y ha exigido lo que está en su derecho de comprobar si un surtidor suministra litros «de verdad»? Y recuerdo un fraude electrónico en que, como todo hoy en día es «por ordenador», el empleado disponía de un interruptor para alterar momentáneamente las cantidades en servicio. Si venía un inspector o algún cliente «tocapelotas» quería verificar, con darle al interruptor que estaba bajo la caja registradora todo revertía a la normalidad.

De sisas también se hablan en otros menesteres como la confección o los impuestos, pero respecto del asunto que nos ocupa, el diccionario define «sisa» de forma un poco pacata: «Parte que se defrauda o se hurta, especialmente en la compra diaria de comestibles y otras cosas», pero al buen entendedor pocas palabras bastan. Como ya decía nuestro insigne Baltasar Gracián, «más valen quintaesencias que fárragos», o lo que es parecido «lo bueno si breve, dos veces bueno». Me quedo con lo que se defrauda porque no quiero llegar a pensar en lo que se hurta, que suena muy fuerte. En otros diccionarios no oficiales se añaden significados como descontar o escamotear que van en la misma dirección: te venden una cantidad, pero realmente te dan otra.

La unidad de medida informática de almacenamiento conocida como terabyte está perfecta y académicamente definida, incluso en el propio diccionario oficial de la Real Academia, que se la coge, como si dijéramos, con papel de fumar: «Unidad que equivale, aproximadamente, a un billón (240) de bytes. (Símb. Tb)». No entiendo, y me escama, por qué el diccionario añade, misteriosamente, lo de «aproximadamente», porque en cuestiones matemáticas puras no cabe lo de aproximadamente. Para no aburrir al personal, todos estos galimatías vienen de que, en el mundo de los ordenadores, que trabajan con notaciones binarias y potencias de dos, lo que normalmente serían 1000 unidades en este mundillo son 1024.

Resumiendo: 5 terabytes es lo que nos están vendiendo en el disco duro portátil que podemos ver en la imagen, pero es engañoso. Cuando recibimos el disco y lo conectamos al ordenador, lo que estamos recibiendo realmente son 4,54 Tb., es decir, nos están sisando más de un 9%.   

Compramos 5 Tb y recibimos en realidad 4,54 Tb. en este disco duro. Y esto es así, admitido, desde el principio de los tiempos en almacenamiento de ordenadores personales, pues similar tejemaneje se produce en pendrives, tarjetas de memoria o discos duros. Como he comentado, es el resultado de «confundir» la unidad de medida 1024 que se debería utilizar con la realmente utilizada, que es 1000.

Esto lleva ocurriendo desde hace ya más de una veintena de años y ninguno hemos puesto el grito en el cielo. Nos han ido metiendo la mentirijilla con archiperres de poca capacidad, y muy poca sisa, y ahora que la cosa va creciendo está tomando proporciones preocupantes. En términos comerciales y académicamente hablando, si compro 5 Tb. quiero recibir 5 Tb. y no 4,54 Tb. reales. Casi medio terabyte es una enormidad muy enorme y que probablemente me obligue a comprar más almacenamiento —otro disco— si lo que tenía previsto alojar en él no me cabe.

No sé si esto es un tema que podría servir de caldo de cultivo a abogados y gentes de leyes para interponer una demanda a las casas fabricantes de dispositivos de almacenamiento, porque todas que yo sepa se han apuntado a estos cálculos y sisas. Se han instalado en la comodidad de la mentira repetida gran número de veces y ahí estamos. Pero nada es verdad o mentira, todo depende del color del cristal con que se mira o, en este caso, de la regla con la que medimos: en unidades de 1000 los fabricantes y de 1024 nosotros y nuestros ordenadores.




 

domingo, 15 de noviembre de 2020

PAQUETERÍA


 A medida que pasa el tiempo y uno va acumulando experiencia en ciertos avatares de la vida, se cree que ya lo sabe todo, pero la dinámica de cambios actuales y el amplio abanico de posibilidades acarreará tarde o temprano algún sobresalto. El incremento de las compras a distancia, a través de internet o teléfono, se ha ido incrementando en los últimos años, pero con esto de la pandemia, el crecimiento ha sido exponencial. Y nos acercamos a unas fechas —Black Friday y Navidades— donde la cuestión puede reventar.

Hace dos semanas me recomiendan la compra de un artículo. El desplazamiento hasta su origen y donde se podría comprar directamente en una tienda, un bonito pueblo de Valladolid, Urueña, no tiene mucho sentido por la distancia y los tiempos que corren, amén de estar en estos momentos de noviembre de 2020 prohibido por las «perimetralidades» y otras disposiciones de nuestros gobernantes. Se impone, no queda otra, la compra a través de internet.

Por aquello de dar cancha a otros y de paso entrenar un poco la propia vena masoquista, decido echar un vistazo en «otros» sitios diferentes al gigante ese que empieza por «A» y se está haciendo con todo gracias a su excelente servicio, sus posibilidades y las facilidades de reclamación y devoluciones, que son clave en este tipo de negocio. Tengo la suerte de encontrar el artículo que voy buscando en una tienda, física, radicada en Palencia, «Pindongas» y que dispone de una atractiva web accesible desde este enlace. Su foco está en productos de artesanía, libros, instrumentos musicales y … por mor de los últimos tiempos, hasta mascarillas.

Manos a la obra: para proceder con la compra, lo primero que yo miro y remiro es la forma de envío. No me queda muy claro en la página web porque dicen que será por «una empresa de transporte». Al tratarse de una tienda física, hay un teléfono al que llamo para interesarme por la forma de envío, que puede ser a través de Correos, no sabiendo especificarme si Correos o Correos-Express, que no es lo mismo ni se le parece, pero sigo adelante y hago el pedido un viernes de hace dos semanas a primera hora. Relleno formulario, pago con la tarjeta y…a esperar.

Son diligentes y al final de la mañana de ese mismo viernes —hace dos semanas— recibo un correo electrónico confirmando el pedido y su envío, así como un número de seguimiento del mismo. La cosa está en marcha y yo me las prometía muy felices pensando que, en pocos días, fin de semana mediante, dispondría del artículo y podría disfrutar de él. Una vez más, estaba equivocado.

El lunes recibo en mi teléfono un SMS indicando que el paquete está en proceso de envío y me dan la facilidad de desviarlo a otro punto de entrega a mi conveniencia. Veo los posibles puntos de entrega y advierto que existe un CityPaq en mi localidad. Le dirijo a ese «armario electrónico» situado en un supermercado que abre todo el día para pasar a recogerlo en el momento que me interese sin colas ni esperas, que como ya he comentado en estos últimos meses son de órdago a la grande y alcanzan la media hora o más de cola, de pie y en la calle, como puede verse en la fotografía.

Tras el desvío, quedo a la espera de recibir en mi teléfono el SMS con el código que me permita acceder al armario CityPaq y recoger mi pedido. A los dos días se produce un hecho que no parece tener importancia, en principio: se modifica el código de envío y se cierra el original. Se conoce que el cambio de dirección de entrega provoca este hecho, que no tendría la menor importancia si no se diera por cerrado y entregado el envío original, lo que hizo suponer a la tienda remitente que todo el proceso había acabado satisfactoriamente cuando nada más lejos de la realidad. Pasan los días, martes, miércoles, jueves, viernes… El código esperado no asoma por mi teléfono y en el seguimiento de pedidos en internet aparece como que «está en proceso de entrega».

El lunes siguiente ya la cosa huele a chamusquina y me pongo en contacto con la tienda para decirles que no he recibido el paquete y que, por favor, inicien una reclamación en Correos. Me atienden fenomenalmente, pero me dicen que el paquete ha sido entregado, que todo está correcto y que… no pueden reclamar el envío que han realizado y que está correcto y entregado: lo dicen los «ordenadores». ¿Conocen aquello de la «pescadilla que se muerde la cola»?

Para más inri, el lunes por la tarde recibo un SMS informándome, a mí, de que el paquete ha sido entregado. ¡Pero si yo no he recibido nada! ¿A quién, cómo y dónde se lo han entregado? Intento poner la reclamación yo en Correos a través de su página web, pero como soy el destinatario no tengo capacidad de hacerlo. Me lanzo con todo el dolor de mi corazón al teléfono y tras muchos intentos doy con una persona que se aviene a atenderme —hay probos trabajadores en todos lados, aunque sean pocos— y de alguna forma entiende mi problema y se aviene a abrirme un incidente; le facilito todos los datos y a su vez me indica el número de incidente y me dice aquello que me suele poner los pelos de punta: «Ya le llamarán».

Pero, no, el martes, día siguiente, me llaman y me cuentan una película que parece sacada del medioevo: el armario CityPaq estaba lleno durante varios días —es que la gente no acude a recoger sus paquetes— y han tenido que darlo por entregado porque en caso contrario sus procedimientos les obligan a devolverlo al remitente. La solución que han tomado es… dejarlo a mi nombre en la oficina de Correos. Lo que yo quería evitar vuelve contra mí: nuevo desplazamiento, nueva cola y nueva espera en la oficina.

Estamos a miércoles de esta semana, casi dos ya desde el envío original. Cuando tras la espera llego a la ventanilla, el funcionario que la atiende me pone cara de haba con aquello de «que me está Vd. contando». Los hechos son que los códigos de envío, el original y el nuevo generado, que le facilito están cerrados y que no puede hacer nada, que lo siente mucho. Insisto con la mejor educación que me permite el cabreo que voy acumulando y se aviene a preguntar a otros compañeros e incluso al responsable de la oficina y sí, el paquete «anda por allí» con un papelito «de los de antes encima», para que lo firme y me lo entreguen. Es que «no tienen procesos habilitados para ese procedimiento “anormal” de entrega».

Mis buenas intenciones de no engrosar más la cuenta del gigante «A» me han salido caras: casi dos semanas, incidentes, consultas, llamadas, desplazamiento, cola… No conozco los procesos de Correos en relación con sus armarios CityPaq, pero por contraposición, cuando yo intento el envío en «A» a uno de sus lockers (armarios de recogida), si hay sitio mi cajetín queda reservado y no puede producirse aquello de que «está lleno y la gente no retira sus paquetes». Está claro que hay procedimientos y sus diseñadores que tienen en cuenta los diferentes abanicos de posibilidades. Espero que, tras esto, Correos rediseñe sus procesos y no permita que un envío se quede en el limbo, entregado para el remitente y para el destinatario y dejado en una estantería de una oficina de Correos con un papelito «de los de antes» y sin ningún control ni conocimiento generalizado de todos los empleados de la oficina para cuando llegue el ya más que harto destinatario; ¡Qué mala suerte! Era yo.