domingo, 5 de mayo de 2024

ÁNGEL

Un día de esta semana pasada, al bajarme del autobús interurbano a su llegada a la terminal, no pude por menos que dirigirme al conductor y decirle: Es Vd. un ángel, muchas gracias, a lo me contestó con una sonrisa y un movimiento con la mano que entendí como «no es nada, qué menos».

Hay momentos en la vida que se fijan en la memoria y se recuerdan siempre. Corría 1996 cuando un desconocido Daniel Goleman publicaba un libro que alcanzó enseguida notoriedad titulado «Inteligencia emocional». Cursando en aquellos años mi carrera de psicología en la UNED alternativamente con mis desempeños laborales y familiares, le devoré y se me quedó grabado el comienzo del mismo. Voy a reproducir aquí ese comienzo en la esperanza de no infringir ninguna disposición o copyright, si bien no las tengo todas conmigo. Este texto a continuación está reproducido en la red en mil sitios y podría haber puesto un enlace, pero me gustaría conservarlo en el blog porque me parece magnífico.

Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y, apenas subí al vehículo, me impresionó la cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa entusiasta, que me obsequió con un amistoso «¡Hola! ¿Cómo está?», un saludo con el que recibía a todos los viajeros que subían al autobús mientras éste iba serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con idéntica amabilidad, el sofocante clima del día parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le devolvían el saludo.

No obstante, a medida que el autobús reptaba pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo lugar una lenta y mágica transformación. El conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos: rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición en aquel museo y qué decir de la película recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La evidente satisfacción que le producía hablarnos de las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su trayecto y descendía del vehículo, parecía haberse sacudido de encima el halo de irritación con el que subiera y, cuando el conductor le despedía con un «¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen día!», todos respondían con una abierta sonrisa.

Como digo, el recuerdo de esta escena sigue vivo en mi memoria y lo recordé por diversos hechos acaecidos en el autobús durante su trayecto. Con el autobús en marcha reza la prohibición, recordada por un enorme cartel, de dirigirse y hablar al conductor. Yo iba sentado en la primera fila de asientos y pude presenciar los hechos en vivo y en directo. Un hombre mayor, mientras el autobús serpenteaba por una carretera plagada de curvas, se dirigió al conductor para preguntarle por la parada relativa a un restaurante en el siguiente pueblo. El conductor no conocía —tampoco yo— ese restaurante y así se lo hizo ver con suma amabilidad al viajero, al que rogó se sentara porque ir de pie en un autobús en marcha es peligroso.

Al llegar a la primera parada del pueblo y con el autobús detenido, el conductor sacó su teléfono móvil y buscó el mencionado restaurante: estaba, sí, en el pueblo, pero en una urbanización alejada y la ruta del autobús no pasaba por allí. Las nomenclaturas de las líneas que han diseñado los bienpensantes no siempre son claras. Resulta que en este caso hay dos líneas muy similares, pongamos por ejemplo la 777 y la 777A. Ambas tienen un 90% de recorrido común, pero en un momento se dividen en una especie de «Y»: la 777A se dirige a esa urbanización y precisamente termina en ese restaurante buscado por el pasajero mientras que la 777, en la que estábamos, termina en el centro del pueblo. El conductor se levantó y fue a informar al pasajero al tiempo que le facilitaba una alternativa —no muy buena pero la única en transporte público— para alcanzar su destino.

El conductor volvió a su trabajo y el pasajero continuó, pero, más adelante, se bajó del autobús en una parada en medio de la nada. Nuevamente el conductor, al verlo, se dirigió a él para hacerle ver que allí no tenía escapatoria. El viajero le contestó, blandiendo un teléfono móvil, que iba a hacer una llamada para facilitar su ubicación y que le vinieran a buscar en coche.

El autobús siguió su camino. En la siguiente parada, una señora muy mayor intentó subirse al autobús con un carro de la compra que se le cayó, desparramándose todos los paquetes por las escaleras del autobús y el suelo. Incluso una bolsa de patatas fritas se abrió y quedaron todas esparcidas. Antes de que alguno pudiéramos reaccionar, el conductor ayudó a la anciana a meter las cosas en el carrito y colocó el carrito en el maletero del autobús. Ni que decir tiene que, al llegar a su parada, el conductor se bajó de nuevo para ayudar a la anciana y sacar del maletero el carrito de la compra.

Actos como estos denotan que somos humanos y que queda algo de humanidad en algunas personas. Al primer viajero podría haberle contestado el conductor señalando el cartel de «No hablar con el conductor» y a la anciana con el carrito…

Me quedé con la cara del conductor, al que no había visto nunca, pero ya se sabe que hoy en día los puestos de trabajo son extremadamente volátiles y a saber si seguirá trabajando en esa misma empresa en un tiempo. Pero a buen seguro que allá donde le lleve la vida seguirá manteniendo ese enorme corazón.

«Ángel» es una criatura con connotaciones religiosas cristianas, pero por extensión y según aclara el diccionario, es una «persona en quien se suponen las cualidades propias de los espíritus angélicos, es decir, bondad, belleza e inocencia». En este caso no se suponen, las demostró y por partida doble, por si había alguna duda.