sábado, 13 de marzo de 2010

PROFESIONES

Ya lo hemos comentado muchas veces: el tiempo pasa actualmente a mucha velocidad. De un día para otro, sin darnos cuenta, los cambios en nuestra vida son tan drásticos y tan profundos que lo que ayer era importante e imprescindible, hoy ya no se considera como tal porque ha sido reemplazado por otras formas de ver o hacer las cosas.
Un cambio profundo, por aparición y desaparición, se está produciendo en las profesiones que desarrollamos. Hablando en el terreno de la educación, en los años sesenta del siglo pasado era impensable en nuestro país tomar como profesión la de profesor de inglés, siendo sin embargo mucho más recomendable la de profesor de religión e incluso la de profesor de “formación del espíritu nacional”. La lógica evolución de la sociedad nos ha traído nuevas profesiones y ha hecho desaparecer otras. Por mencionar alguna de las “modernas” traeríamos a colación la de “informático” aunque hemos de saber que desde mediados del siglo pasado esa profesión ya existía, aunque en un entorno muy reducido, ya que se popularizó a raiz de que IBM sacara al mercado de uso doméstico su famoso PC a principios de los años ochenta. ¿Cuántas profesiones existen hoy alrededor de los ordenadores?
Pero me quiero referir a las profesiones que yo he conocido y han desaparecido con motivo de los nuevos usos y tiempos. Resulta evidente que todas las que existían se han modificado por mor de la aplicación de la tecnología, y si no echemos un vistazo a la actividad de un labrador subido ahora en su moderno tractor o a un empleado de banca moviendo el ratón de su ordenador en lugar de utilizar el lápicero y la calculadora.
Los colchones de hoy en día no son como los de antes. Entre otras cosas ahora son de usar y tirar. Nos recomiendan mantenerlos diez años como máximo, por aquello de las deformaciones y los ácaros, pero no siempre hacemos caso. Antiguamente los colchones eran de lana, y duraban “toda la vida”, pero con un adecuado mantenimiento, mantenimiento que era realizado por el profesional colchonero. El que yo conocí tenía como apodo familiar “el jarero” porque su familia tenía algún tipo de actividad relacionada con las jaras y el carbón. Cuando era llamado, acudía a casa, bajaba el colchón a la calle, lo descosía, extraía la lana y la vareaba con unas varas con extremo en curva para “desapelmazarla” y quitarla todo el polvo acumulado. Posteriormente extendía y distribuía primorosamente la lana sobre la tela, la antigua o una nueva, y se sentaba lateralmente en el santo suelo a coserlo puntada a puntada. Lo realmente valioso del colchón era la lana y por eso se cuidaba y se mantenía. No hay punto de comparación entre dormir en un colchón actual y los de lana antiguos, pero era lo que había.
Del nombre del lechero si me acuerdo, Damián, y creo recordar que ha aparecido referenciado anteriormente en este blog. A diario aparecía por casa el buen Sr. Damián, con sus cántaros metálicos, a dejar la leche directamente en la cazuela que luego utilizaría mi madre para hervirla. Abajo en la calle había quedado el burro con sus alforjas que le acompañaba pacientemente casa por casa a distribuir la mercancía. Hoy la leche la compramos en los supermercados, envasada y tratada para que se conserve durante mucho tiempo. La leche fresca del día es un bien escaso, casi inexistente y creo que hasta prohibido y del que solo disfrutaran quienes tengan vacas propias y puedan seguir haciéndolo, eso sí, sin que les vean. Yo lo he intentado en Cantabria, en plan amiguete y se niegan en redondo al estar más que prohibida la distribución de leche fresca obtenida directamente de la vaca. “Hay que tratarla” dicen las leyes, cuando lo que yo precisamente quiero es que no la “traten” para poder disfrutar de su sabor original.
De vez en cuando aparecían con su desvencijada bicicleta emitiendo un sonido característico que no soy capaz de nombrar ni recordar. Eran los afiladores, que recababan por las casas los cuchillos, tijeras y utensilios susceptibles de ser afilados y se ponían en la puerta de la calle, con la bicicleta suspendida sobre su propio trasportín a dar pedales para mover la rueda de afilar en la que apoyar delicadamente el cuchillo o la tijera y sacar un reguero de chispas que era muy relajante de mirar y observar. Aunque siguen existiendo los afiladores a nivel industrial, el callejero se ha extinguido, por lo menos en pueblos de cierto tamaño y por lo que a mí respecta o no se afilan las cosas o lo de siempre, se compran nuevas.
Aunque supongo que habrá muchas más, por no extenderme haré mención de una última profesión desaparecida. La de cobrador. Se pagaban pocos recibos en las casas, tales como agua o luz básicamente y los más pudientes teléfono. Yo recuerdo uno muy especial que yo y mis hermanos llamábamos “el de los muertos”. Recuerdo perfectamente su figura, aunque no su nombre, cuando pasaba puntualmente a cobrar el recibo de Finisterre o Santa Lucía para tener asegurado todo lo relacionado con el posible deceso de algún miembro de la familia. Hoy todo se hace por banco, sí o sí, habiendo desaparecido estos visitantes mensuales que podían trabajar porque otra profesión, que se mantiene con muchos cambios, como era la de ama de casa, mantenía a las madres o abuelas siempre en casa.