Recuerdo que siendo pequeño no veía a mi padre, que trabajaba de sol a sol, excepto a la hora de la comida. La comida se hacía en casa al mediodía con asistencia de toda la familia. La cena ya era harina de otro costal, porque mi padre regresaba tarde de su segundo trabajo y nos encontraba a los niños cenados y acostados. La compra y la elaboración de las comidas eran un punto clave en el devenir diario del hogar. Por un lado no existían todavía los frigoríficos y en muchas casas nos teníamos que contentar con la fresquera, una caja con paredes de tela de malla metálica finita para que no pasaran los bichos y que estaba ubicada en la ventana más sombría de la casa, al objeto de preservar lo más posible los alimentos. Con esto, se deduce que la compra era diaria pues no se podían conservar con garantía la gran mayoría de las cosas de un día para otro.
Igualito que ahora. Mi madre o mi abuela, que vivían con nosotros dedicaban gran parte de la mañana a la elaboración de la comida. Por poner ejemplos sencillos, si se necesitaba mahonesa o tomate frito en la comida, no era tan sencillo como abrir un tarro y meter la cuchara: había que hacerlos. El golpeo de una paleta sobre una sartén vieja, tac. tac. tac. mientras el tomate se freía a fuego lento me retrotrae a sabores que ya han desaparecido para siempre… ¿quién hace a mano el tomate frito hoy en día? ¿y la mahonesa?
Muchos no comemos en casa y casi ni desayunamos. Cada uno por su lado, los padres en el trabajo y los hijos en el colegio, comemos lo que nos dan y nada intervenimos en hacerlo nosotros mismos. La industria de la alimentación apresa cada vez nuevos espacios en la fabricación de alimentos premanufacturados que llenan los estantes de los supermercados y grandes superficies. Las marcas, unas más conocidas y otras menos, entran en nuestros domicilios, en nuestros frigoríficos y a la postre en nuestros estómagos. Nos fiamos. Suponemos que quién tenga competencias cumplirá con su trabajo y velará por nuestra salud y nuestra seguridad. Al menos a corto plazo. A largo plazo ya se verá, pero será díficil sacar conclusiones y relaciones directas entre lo que comemos hoy y lo que nuestro cuerpo nos dirá mañana. No nos acordamos de los episodios de la colza, las vacas locas o la gripe aviar.
Y aquí viene el tema de los ingredientes. Pasaremos por alto la gran cantidad de conservantes y acidulantes autorizados, los famosos E-XXX que ya en algunos casos son E-XXXX porque con tres números no hay suficientes para describir la enorme cantidad de ellos que hay. El que la leche dure meses en su “brik” o las conservas años en sus latas o tarros de cristal no es un asunto trivial. Nos viene muy bien abarrotar de latas y productos con larga fecha de caducidad nuestra despensa, por aquello de tirar de ellos en un momento de apretón. Lo que ocurre es que cada vez más abrimos una lata o ponemos un poco de fiambre en nuestras cenas, con un yoghurt de postre para salir del paso. Y los fines de semana si podemos y tenemos posibles, una escapadita turística con restaurante en familia no está nada mal. No digo que esto sea lo normal, pero es cada vez más frecuente.
El hecho de ser padres con una hija celíaca, que no puede comer nada que contenga gluten, harinas de trigo y otros, nos ha llevado a la familia a una vuelta a costumbres antiguas, elaborando mucho más la comida en casa a partir de productos naturales y teniendo que tener mucho cuidado en los restaurantes a los que podemos ir. Hasta no hace mucho, no era obligatorio declarar el contenido de harina entre los ingredientes de los productos manufacturados, aunque la contuviera. Por eso debemos de tener mucho cuidado con los productos que se compran, como por ejemplo el tomate frito y la mahonesa, que deben ser de marcas especiales, garantizadas por la Federación de Asociación de Celíacos, como que no contienen gluten entre sus ingredientes.
Por esto me entretengo en leer con bastante frecuencia los ingredientes que figuran en los productos. En muchos de ellos parece que quieren ocultar algo. Algunos no se pueden leer claramente por estar escritos en letra muy pequeña, en caracteres claros sobre fondo oscuro con límites no muy definidos y otros muchos trucos para hacer desistir al más pintado que no tenga mucha necesidad de conocer las materias primas. Y además está el asunto no muy claro todavía de que puedan contener harina sin declararlo en sus ingredientes. Con esto de la Comunidad Económica Europea y la Globalización, es frecuente que los ingredientes figuren en varios idiomas, y esto también llama la atención. Normalmente cada cual leerá los ingredientes en su idioma y no se molestará en leerlos en los otros idiomas. Pero si lo hace a lo mejor se lleva una sorpresa, como me ocurrió a mí hace unos días, encontrándome que no figura la misma descripción de un ingrediente en castellano o en portugués.
Un ejemplo es la mejor descripción. Los yogures ACTIVIA de una determinada marca acaban la relación sus ingredientes en castellano indicando “Puede contener trazas de cereales y avellanas”, mientras que en la traducción portuguesa figura “Poder conter cereais com glúten e avela”. Los cereales castellanos son simplemente cereales pero los cereales portugueses pueden contener gluten. Cuando menos, curioso. A lo mejor es que las leyes del pais vecino son algo más estrictas que las nuestras o aún siendo iguales se hacen cumplir de forma más eficiente.