Cada
vez con más frecuencia estamos asistiendo a una digitalización galopante de
todo lo que nos rodea, lo que implica hacer todo lo posible por convertirlo en
una secuencia de ceros y unos, los llamados «bits», que permiten su almacenamiento
en dispositivos electrónicos, léase «pendrives» o discos duros de nuestros
ordenadores o más últimamente en la llamada «nube», donde estarán disponibles
para nosotros en cualquier momento y lugar con la condición de tener disponible
un aparato y disponibilidad de acceso a la RED para recuperarlos.
No
hace mucho tiempo, la fotografía era analógica y en su decurso no había llegado
al mundo digital, con lo que era necesario hacer las tomas con el
correspondiente carrete o rollo fotográfico, llevarlo a revelar y obtener los
negativos y sus copias en papel o en su caso las diapositivas que permitían su
proyección. En interés de lo que estamos tratando en este tema, decir que era complicadillo
obtener duplicados de los negativos y diapositivas aunque si se podían obtener
en papel. Digamos con esto que los laboratorios fotográficos o alguno de sus
operarios siempre podían copiar de alguna forma esa foto especial que les
gustase por las razones que fueran.
Hoy
en día, lo analógico en el mundo de la fotografía y la imagen en general es
bastante residual. Todavía quedan personas que siguen con sus carretes pero
cada vez es más difícil encontrar laboratorios industriales que te los revelen
y te hagan las copias a papel e incluso el obtener los líquidos y aparatos para
el hágaselo Vd. mismo en casa es bastante complicado, pues pocas tiendas
comercializan lo necesario al ser una actividad prácticamente inexistente.
Queda la posibilidad, que yo utilicé muchas veces en mis tiempos, de comprar
los productos químicos en la droguería y con báscula y paciencia fabricárselos
artesanalmente.
El
hecho de que acudamos con nuestro «pendrive» a la tienda o incluso enviemos vía
«ftp» a través de la RED nuestras fotografías al laboratorio implica que no son
en su formato base más que unos archivos digitales que, para el tema que nos
ocupa, permiten su copiado varias veces sin dejar rastro. Por ello, no tenemos
ninguna garantía de que la tienda o laboratorio, ellos o algún empleado
desalmado, se quede con copias de nuestras fotos, repito que sin dejar rastro; unas
copias que por ser digitales son exactamente iguales, idénticas, sin ninguna
diferencia entre original y copia. Hay medios de encriptar en las fotos marcas
de copyright pero salvo que lo hagamos de una forma particular, también hay
formas de quitarlas, está todo inventado.
Este
ejemplo comentado con el mundo de la fotografía o la imagen, se hace extensible
a otros muchos aspectos que han pasado a la digitalización, como la música, el
cine, los libros, etc. etc., lo que implica un cierto descontrol en su
circulación y distribución. Mientras tengamos nuestros archivos en el disco
duro interno de nuestro ordenador o en un disco externo debidamente controlado,
incluso cifrado, no hay peligro de que caigan en manos ajenas salvo que un
espía o agente capacitado asalte nuestro domicilio y haga eso que no es tan
sencillo pero parece fácil tal y como todos habremos visto alguna película o
serie en las que alguien se cuela en el ordenador de otro y copia sus datos.
Cada
vez más los datos están en la «nube», que es tanto como decir alojados en algún
sitio desconocido y fuera de nuestro control. Cuando ponemos algún archivo
nuestro en la «nube» estamos aceptando que puede ser copiado sin que nos
enteremos y aparecer en donde menos se espere. Los llamados «hackers» están a
la orden del día y si no que se lo digan, es un ejemplo, a los de Mossack
Fonseca que deben estar pensando como más de once millones de sus archivos han
sido puestos esta semana a consulta pública.
Para
ilustrar un poco el tema, relato un hecho que me ha sucedido personalmente con
un archivo que tengo alojado en la «nube» y mucho me temo que si ha ocurrido
con ese será una práctica generalizada. Se trata de una nube de esas de
empresas grandes como Microsoft, Dropbox, Google, SugarSync, Box… Hay muchas y
aunque el hecho me ha ocurrido en una de ellas, que no concreto, lo más
probable es que sea generalizado y si no lo es bien pudiera serlo. Todos los
archivos en la nube tienen una especie de matrícula, una clave de
identificación como por ejemplo «6eb482f5f898.6EA712F9EC8!10244» que permite a los
ordenadores referirse a él de forma más precisa que utilizando su nombre. Pues
bien, hace unas semanas borré un fichero, incluso de la papelera asumiendo y
mostrando expresamente mi conformidad con la imposibilidad de su recuperación.
Si intento acceder al fichero por el nombre me dice con toda lógica que no
existe pero, ¡oh maravilla!, si intento acceder por su matrícula me lo recupera
perfectamente, y eso que se supone que ya no existía.
Por
seguir indagando en este tema, procedo a borrar el fichero por su nombre, a lo
cual obtengo la respuesta, lógica, de que el fichero no existe, pero, ¡otra vez
oh maravilla!, cuando lo intento borrar por su matrícula me dice, toma castaña,
que ese fichero no es mío y que no tengo autoridad para borrarlo. La deducción
es lógica y meridiana: el fichero realmente no ha sido borrado, sigue
existiendo en algún lugar pero ya fuera de mi control, con lo que aunque yo
crea que no existe esto no es cierto, una copia o más del mismo siguen estando
«por ahí». El fallo gordo está en que el propietario de la «nube» siga dejando
acceder por la matrícula a un archivo teóricamente borrado pero que sigue
vivito y coleando con sus ceros y unos en algún lugar fuera de mi control.
De
esto se deduce que mucho ojo con los ceros y unos que ponemos fuera de nuestro
ordenador, subiéndolos a una «nube» o enviándolos por correo, «ftp» o cualquier
otro medio electrónico. Es como el dicho aquel, que reza que «serás dueño de tus silencios y esclavo de
tus palabras». Una vez que la piedra ha salido de nuestra mano hemos
perdido el control sobre ella y la RED, cada vez más últimamente, nos está
demostrando que su memoria es casi infinita y sus tentáculos muy largos.
.