Se
estima que hace algo más de siete millones de años, las crías de unos
chimpancés presentaron rasgos ligeramente diferenciados a los de sus
progenitores, lo que supuso los inicios de una nueva especie que ha derivado en
lo que hoy somos los humanos. Los esqueletos más antiguos hallados de esta
larga etapa se cifran en una antigüedad superior a los tres millones de años,
siendo una genuina representante de los mismos la conocida como «LUCY» a la que
dedicamos una entrada en este blog en octubre de 2015. «Las palabras se las lleva el viento» y por ello no quedan registros
de la evolución del lenguaje desde los sonidos guturales que hoy en día exhiben
los chimpancés y afines hasta el habla humana. La transmisión oral de
pensamientos e ideas se pierde en la profundidad de los tiempos y se supone que
era suficiente en las pequeñas bandas de cazadores y recolectores que formaban
los grupos humanos.
En
algún momento hace cuarenta mil años, algunos homo neanderthalensis o sapiens sintieron la necesidad de plasmar
esas ideas en un soporte de forma que adquiriesen una materialización que
perdurase en el tiempo una vez ellos no estuvieran presentes y pudieran ser
contempladas o aprendidas por otros seres. Me estoy refiriendo a las primeras
pinturas denominadas rupestres en las que aparte del mayor o menor arte del
autor y de los materiales empleados, era necesario un soporte que en este caso
se trataba de la piedra de los techos o paredes de las cavernas o refugios en
los que moraban. Me he quedado sobrecogido al contemplar algunas de estas
expresiones en cuevas de Cantabria, por desgracia no en la original Altamira, o
en sitios especiales como el barranco de la Valltorta en Castellón.
Con
la transformación en sociedades agrícolas y el nacimiento de las ciudades, las
necesidades de registrar fehacientemente las cosas propiciaron uno de los
mayores inventos de la humanidad: la escritura, que apareció de forma
concurrente en varias zonas del planeta, siendo las más antiguas
manifestaciones las sumerias registradas sobre un soporte imperecedero y, muy
importante, transportable: las tablillas de arcilla, que una vez cocidas eran
muy perdurables, habiendo llegado algunas de ellas hasta nuestros días. Una vez
visto que la palabra y las ideas podían ser plasmadas dejando testimonios para
la posteridad, la elección de los soportes ha sufrido una continua evolución.
Dos
mil años antes de Cristo, la civilización egipcia optó por el papiro, fabricado
a partir de la planta del mismo nombre y que permitía fabricar rollos continuos
más o menos largos que se enrollaban en torno a varillas de madera.
Los
romanos utilizaron un soporte más volátil para sus transacciones diarias como
eran las tablillas enceradas, pero se cuidaron de dejar textos para la
posteridad en la piedra de muchos monumentos o piezas de bronce o metal.
También otras manifestaciones artísticas habían ido quedando en madera, hueso o
incluso telas como la seda u otras.
Es en
la ciudad griega de Pérgamo y alrededor de trescientos años antes de Cristo
cuando los griegos empezaron a utilizar el pergamino para dejar constancia de
hechos y opiniones. Realizado con piel de animales permitía una encuadernación
a base de coser sus lomos en una anticipación de lo que podríamos considerar un
libro. Durante mucho tiempo este soporte, el pergamino, fue utilizado como base
de escritos y códices, permitiendo el progreso del conocimiento y el avance de
la civilización.
Pero
se debe a la cultura china, doscientos años después de Cristo, el
descubrimiento del papel, que fue dado a conocer en la cultura occidental hacia
el año ochocientos de nuestra era al ser importado por los árabes. De menor
durabilidad y consistencia que el pergamino, su facilidad de fabricación y su
menor coste hizo de él un soporte por excelencia, que adquirió una profundidad
excepcional con la invención de la imprenta por Gutenberg al permitir la
generación de un número indeterminado de copias que podían llegar a cualquier
rincón del Globo.
El
papel sigue plenamente vigente hoy en día como soporte básico para todo tipo de
comunicaciones, pero no hace muchos años en esta línea del tiempo que venimos
comentado aparecieron otros soportes denominados magnéticos: con la ayuda de un
ordenador podíamos dejar constancia de nuestras ideas en discos duros o en
CD's, DVD's y ahora más recientemente en «pendrives», tarjetas de memoria o
incluso en el propio teléfono móvil. Pero una idea que conocimos hace años de
la mano de un libro de Enrique Dans titulado «Todo va a cambiar», referenciado en la entrada «VERTIGINOSOS» de
este blog, hablaba de la disociación entre el continente y el contenido,
entendiendo como continente la hoja de papel, el disco o el celuloide y como
contenido lo que realmente está escrito o grabado y las ideas que se nos
quieren transmitir. Hasta hace muy poco, ambos conceptos estaban
indisolublemente unidos siendo necesario disponer de forma física del soporte-continente
para poder acceder a su contenido.
La
digitalización ha permitido que los contenidos, esas series de ceros y unos
grabados en algún soporte magnético, sean consultados a través de dispositivos
desde cualquier parte por esa maravilla que es la red. Se habla de que los
contenidos están en la «nube» y solo hace falta un acceso y una prótesis para
consultarlos y disfrutar de ellos en cualquier parte del mundo, incluso
ponerlos en papel si lo deseamos y disponemos de una impresora. No hacen falta
copias físicas materiales para que una idea se difunda a los cinco continentes
en un santiamén. Las tablillas que los escribas sumerios confeccionaban
pacientemente eran únicas pero lo que escribe hoy cualquiera en el teclado de
un ordenador y pone a disposición general es repetible casi infinitamente de
forma instantánea. El último soporte por ahora es una pantalla donde podemos
visualizar enormes cantidades de información.
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