domingo, 27 de mayo de 2018

eREGISTRARSE




A pesar de que la ley lleva publicada desde hace más de un año, el 27 de abril de 2016, ha entrado en vigor el pasado viernes 25 de mayo de 2018 y, como suele ocurrir, casi todas las empresas han dejado su aplicación para los últimos días. Esta semana los correos electrónicos del mundo mundial han debido echar humo porque todo aquel que tenga uno o varios habrá visto sus buzones llenos de mensajes con asuntos de lo más variopinto, todos ellos referidos a la aplicación de esta ley y la «actualización de las políticas de privacidad». Por cierto, GDPR son las siglas en inglés de General Data Protection Regulation, lo que traducido sería Reglamento General de Protección de Datos. Lo suyo sería leernos las 119 páginas de la ley accesible desde este enlace.

Ya desde hace varios años, los que andamos navegando por la red hemos tenido que soportar en muchas más ocasiones de las necesarias el tener que «registrarse» para poder obtener algo. El más mínimo regalo, la más mínima información, pasaba por facilitar como mínimo nuestro correo electrónico y como máximo hasta el tamaño de alguna prenda íntima. Por pedir datos que no quede. Ya es sabido que los datos son el oro virtual hoy en día y si no que se lo digan a Facebook, Microsoft, Google o algunas otras, que —al parecer— obtienen pingües beneficios con su uso cuando no con su comercialización o cesión a terceros.

Pero no nos engañemos: la red es solo una extensión de lo que ocurre en la vida diaria. Desde que los ordenadores personales son el centro neurálgico por el que pasa hasta la compra de medio kilo de plátanos, el afán por coleccionar información ha ido in crescendo. Recuerdo hace muchos años el haberme acercado a un centro médico para realizarme un análisis de sangre. La señorita que me recibió me pidió todos mis datos, los clásicos de nombre, domicilio, etc. pero también el DNI, el correo electrónico y el teléfono. No llegó a más, pero me negué a dárselos, pues yo pensaba recoger personalmente el resultado de los análisis y para ello ni siquiera hubiera sido necesario mi nombre; con un código de extracción y un resguardo hubiera bastado. Aclaro que no fue posible realizarme los análisis en ese centro.

Han pasado los años y en estas actividades presenciales seguimos igual. Por no ir más lejos, ayer me dirigí a donar sangre a una unidad de la Cruz Roja. A pesar de tener mi número de donante y todos mis datos, la señorita que me atendió me hizo rellenar completamente el formulario con TODOS los datos. Me dijo que era para verificar los que ya tenía. ¿No sería más fácil preguntar si alguno había cambiado? La fiebre del dato sigue vigente y atacando por todos los frentes.

El número de correos que he recibido esta semana, y sigo recibiendo, ha sido brutal. Debe que ser que tengo mucha actividad en la red. Como a muchos usuarios les habrá pasado, muchos correos procedían de remitentes que ni recordaba e incluso me atrevo a pensar que tienen mi correo electrónico sin que yo se le haya dado: SPAM se llama a esto y es una actividad creciente que inunda nuestros buzones de correo a diario, porque los remitentes cada vez utilizan más y mejores técnicas para saltarse los controles anti-spam.

El hecho es que, según la ley, tenemos que dar nuestro consentimiento expreso al almacenamiento y uso que de nuestros datos «pretendan» hacer las empresas ahora o el futuro. Sin embargo, pocos correos de los que he recibido, yo creo que no han llegado ni a la decena, me han llevado a conectarme a sus páginas web para leer —teóricamente—las nuevas condiciones y pulsar expresamente un botón de aceptación. La gran mayoría se han limitado a comunicar que han adaptado su normativa a la ley y que si quiero algo les dirija un correo electrónico usando mi derecho a la rectificación o cancelación.

En muchos casos, y si cumplen con lo que deben, este bombardeo hubiera sido un buen mecanismo para que se olviden de nosotros, no haciendo nada a la recepción del correo, con lo que según la ley nuestros datos deben ser borrados de sus ordenadores. Pero los que dicen que se «adaptan» seguirán teniendo nuestros datos sin nuestro consentimiento expreso, o sea, que seguimos con más de lo mismo. Hasta ahora, solo una empresa, en mi caso, sigue insistiendo con un correo diario desde el pasado martes manifestando que «queremos seguir en contacto contigo» Como yo no quiero seguir en contacto con ellos y deseo que me olviden, no pulso el enlace y siguen con la matraca.

Por cierto, MUCHO OJO a estos enlaces que pueden apuntar a páginas web clandestinas que obtengan nuestros datos de forma fraudulenta. Hay que recordar que desde un correo electrónico NO se pueden pedir datos NI SE DEBE HACER CLIC en un enlace. Y en caso de que se haga, tener mucho cuidado con el sitio al que seamos dirigidos. Los amigos digitales de lo ajeno han tenido aquí un gran potencial que sin duda habrán intentado y conseguido aprovechar.

En este blog he hablado de estas cosas en entradas anteriores como «CLAVES» y «CONTRASEÑAS» o «IDENTIDAD» que no está mal recordar. En la relación que mantengo de mis registros, me he molestado en actualizar con una marca aquellas empresas con las que he renovado mi conexión a raíz de esta ley. No hay mal que por bien no venga. Con otra marca diferente he anotado las que no he contestado, de forma que dentro de unas semanas podré hacer una revisión para detectar estos cambios y obrar en consecuencia, si es que los mortales tenemos alguna capacidad de maniobra en estos temas y a pesar de las leyes. Hay que mencionar que las denuncias ahora tienen que ser interpuestas a nivel Europeo. Vayamos aprendiendo buen inglés…

En demasiadas ocasiones en este mundo de la red, el refrán «Ojos que no ven corazón que no siente» es la mejor manera de acometer estos asuntos. Sin embargo, la versión actualizada del refrán, «Ojos que no ven, tortazo que te pegas» seguro que le es de aplicación a más de uno. Hartos de estos y otros temas «modernos», podemos dejarnos llevar por la indiferencia y la apatía y no hacer nada. Me viene a la memoria aquel eterno poema atribuido a Bertol Brech pero que otros señalan a al pastor alemán Martin Niemöller como su autor:
Cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a buscar a los judíos,
no pronuncié palabra,
porque yo no era judío,
Cuando finalmente vinieron a buscarme a mí,
no había nadie más que pudiera protestar



domingo, 20 de mayo de 2018

CONFERENCIANTES




Hay ciertas asignaturas que parecen estar siempre pendientes si hablamos del común de los españoles. Bien es cierto que las nuevas oleadas de jóvenes parecen más concienciadas de una de ellas, el idioma inglés, pues se han dado cuenta de que hoy en día es imprescindible en el mundo laboral, tanto si tienen la suerte de encontrar empleo en España como si quieren, o se ven forzados, salir al extranjero en busca de una ocupación. Otra asignatura pendiente, y es a la que me quiero referir hoy, es la de hablar en público.

Últimamente asisto a multitud de conferencias, charlas, presentaciones de libros y actividades similares, y me doy cuenta de las dificultades que tienen gran parte de los conferenciantes a la hora de comunicar sus experiencias. A poco que uno se haya preocupado de ciertos aspectos de la comunicación, es fácil detectar ciertas señales en los oradores que denotan su falta de preparación, cuando no un nerviosismo y unas formas que hacen de la charla un verdadero suplicio, tanto para el que habla como para el que escucha.

Curiosamente y hablando en general, los americanos no tienen este problema. ¿Por qué? Muy sencillo: desde la escuela en sus primeros años cultivan este arte de hablar en público. En la muy recomendable película «Siempre a tu lado (Hachiko)», en su versión moderna de 2009 dirigida por Lasse Hallström e interpretada por Richard Gere, podemos ver al inicio de la misma un alumno en un colegio ejecutando el programa escolar americano denominado «Show and tell». En la entrada «SHOW&TELL» de marzo de 2013 ya hacía comentarios sobre este asunto y cómo intenté convencer a una tutora de mi hija en su colegio que tuvo una cierta acogida inicial para diluirse de forma paulatina.

Hablar en público es todo un arte. Y difícil por lo demás. Yo he tenido alguna necesidad en mi vida laboral y alguna oportunidad fuera de ella de dirigirme a una audiencia. Pero como digo he asistido y sigo asistiendo a muchas conferencias y clases en la actualidad y de todo se aprende. No solo se trata de lo que se está comunicando, sino otras muchas cuestiones que rodean al acto y que los conferenciantes, y muchas veces los organizadores del acto, no tienen en cuenta ni sienten la mínima preocupación por ello.

Hay conciencia del problema, pero no parece que los programas tengan eco entre el público. En las últimas semanas he leído un libro y he seguido dos programas sobre el asunto, gratuitos, que me han parecido muy interesantes y de los que haré un breve comentario a continuación por si son de interés. Hago la advertencia de que tener conocimiento de estos programas cuando uno es oyente puede ser contraproducente, pues se está más sensible a lo que rodea al acto y a la actitud del orador, permitiendo detectar defectos, pequeños o grandes, en la comunicación. Con ello también se aprende; hay que ser como los búhos, «fijarse» mucho en los demás, que es la base del aprendizaje vicario.

En cuanto al libro, se titula «Convence y vencerás» y está escrito por cinco autores liderados por Antonio Fabregat, orador que participa y ha gana campeonatos mundiales de debate en 2015 y 2016. Se trata de un libro estructurado y muy práctico, que relata cómo construir el mensaje y como ejecutarlo, amén de algunos pasos más allá para perfeccionar nuestra técnica como oradores. Muy interesante la disección que ya hacían los clásicos sobre este asunto en Exordium, Narratio, Divisio, Confirmatio, Refutatio y Peroratio.

Uno de los programas está patrocinado por BBVA, en colaboración con Grupo Santillana y El País, y dirigido a los chavales o jóvenes y encuadrado dentro del programa «Aprendamos juntos». Se titula «Mucho más que hablar» y puede accederse en este enlace. Se trata de «una metodología eficaz, sencilla y divertida para ayudar a niños y adolescentes a conseguirlo. Un proyecto para impulsar que todos los niños encuentren al orador que llevan dentro». Yo, que ya no soy ni un niño ni un adolescente, lo estoy siguiendo con interés y, salvando las distancias de las formas y los lenguajes dirigidos a un público infantil, siempre se aprenden cosas. Muy recomendable.

El otro programa es un curso MOOC (Masive open online course) titulado «Cómo hablar bien en público». Ya me he referido en otras entradas de este blog a este tipo de cursos, como por ejemplo en la entrada titulada «MOOC» de junio de 2014 y accesible desde este enlace. En este caso está disponible en la plataforma COURSERA, auspiciado por la Universidad Autónoma de Barcelona y dirigido por Manuel Pimentel Salas. Es un curso de cinco semanas de duración, gratuito sin certificado y con un pequeño coste si se quiere certificado y se superan las pruebas. Toda la información del mismo puede consultarse en este enlace. Me ha resultado extremadamente interesante y práctico, con algo más de cuatro horas de vídeos y con documentación y ejercicios prácticos que sin duda repasaré en el futuro.

Además de ello, para gente interesada, hay numerosos tutoriales en plataformas como Youtube, Vimeo o similares, aunque como siempre ocurre en la red podamos encontrarnos de todo: bueno, regular y malo. Muchos de los conferenciantes que incluso se ganan la vida con ello harían bien en preocuparse de adquirir formación en este asunto para mejorar sus comunicaciones y todo lo que las rodea. Ganarse la atención del público es fundamental para que cale el mensaje.




domingo, 13 de mayo de 2018

PERTENENCIAS



Parece que son muchos años, pero en la historia de la Tierra, la presencia humana es apenas un suspiro. Hay muchas comparaciones, pero quizá la más acertada es que si la historia de la Tierra fuera un año, los humanos hubiéramos aparecido cuando faltaran diez segundos para finalizar el mismo. Si nos retrotraemos antes de unos doce mil años a la actualidad, cuando éramos cazadores recolectores, las pertenencias quedaban reducidas a lo imprescindible para la subsistencia, pues la vida era un constante movimiento y no se podía ir de un sitio para otro con cargas pesadas.

Cuando hace unos doce mil años empezamos a asentarnos y nos convertimos en agricultores, pudimos empezar a desarrollar levemente nuestro afán de poseer cosas, ya que disponíamos de sitio donde almacenarlas, aunque eso conllevó la preocupación de defenderlas de los enemigos que podían venir a apropiárselas.

Con el tiempo, ya en nuestros días y en las sociedades occidentales, se nos caen las casas encima de trastos y cachivaches que muchas veces hasta ni nos acordamos que tenemos. Sería una buena cuestión el ponerse como rutina el vaciar cajones y armarios cada cierto tiempo, no tanto para tirar lo que ya no nos sirve sino incluso para saber lo que tenemos y no recordábamos. Y no digamos ya si tenemos trastero: estará lleno hasta los topes, tanto que casi ni podremos entrar.

Desde mediados del siglo pasado, la posibilidad de acumular cosas se ha disparado. Entre otras cosas, las casas se llenan de libros, discos, vídeos, ropa, herramientas, archiperres deportivos… un sinfín de cosas que nos agobian. Y está claro, por norma general, que cuanto más grande sea nuestra casa, cuantos más armarios tengamos, más almacenaremos. Cuando decidamos que no queremos más algo, podemos utilizar los nuevos canales de venta de segunda mano para deshacernos de ello sin tener que tirarlo, aunque el precio que pidamos. Pongo un ejemplo: tengo en mi trastero un laboratorio completo de fotografía de los tiempos en que las fotos se revelaban en papel y que hoy en día no sirve para nada, salvo para un museo o alguna asociación nostálgica que siga impartiendo cursillos de cómo era la fotografía no hace tanto tiempo. Pero me da pena tirarlo, con lo que ahí sigue año tras año. Y como este, cada cual puede tener múltiples ejemplos.

Pero desde hace algunos años la tendencia puede invertirse, al menos en algunas cosas. Ya en 2010 y en el libro de Enrique Dans «Todo va a cambiar» del que me hice eco en la entrada «VERTIGINOSOS» de este blog, nos introducía en la separación entre continente y contenido. Esto nos ha permitido el disponer de, por ejemplo, películas, música, fotografías o libros en formato digital almacenados en discos duros que caben en la palma de la mano, aunque necesitemos un dispositivo para disfrutar de ellas. Yo hace años que no tengo CD’s musicales o DVD’s. Queda algún álbum de fotos antiguas, porque están pendientes todavía de digitalizar, y libros hay unos cuántos, pero ya van entrando con cuentagotas; solo cuando el continente merece la pena o no están disponibles todavía en versión digital.

Hay un asunto que se escapa a nuestro control: nuestras pertenencias virtuales, lo que tengamos almacenado en la red, que muchas veces como vamos sabiendo y comprobando nos parece que es nuestro, aunque no tengamos ningún control sobre ello. Las pertenencias tangibles serán repartidas entre nuestros herederos que o bien se harán cargo de ellas, las regalarán a una ONG o las llevarán directamente al punto limpio. Tarde o temprano alguien las dará boleta, como se suele decir en el argot popular.

No sé cómo reaccionaría un notario si le hablamos a la hora de hacer nuestro testamento de nuestras pertenencias digitales en la nube o ubicaciones similares. Supongo que le sonarán a chino, además de que serán muy difíciles de inventariar y/o controlar por estar sometidas a un continuo cambio. Tampoco le vamos a facilitar al notario nuestras contraseñas de acceso, que quedarían reflejadas de forma pública en el testamento y que además podrían ser inválidas al día siguiente si las cambiamos. Sería necesario un testamento virtual donde iríamos inventariando nuestras pertenencias digitales, Quizá con el tiempo.

Mi padre era del mundo analógico, todas estas cosas de la «internés» y los ordenadores le llegó tarde. Cuando murió, hace ya una decena de años, había dejado un sobre cerrado con el título de «Abrir cuando yo falte» donde contaba una serie de cuestiones acerca de la casa, de cómo hacer determinadas cosas o donde tenía guardadas las escrituras, su testamento y algunas cosas que para él eran interesantes, aunque para nosotros no lo fueran tanto. Sería la versión escrita de un testamento virtual. Con el tiempo todo se andará, pero por ahora parce que la «memoria» de la red es infinita y eterna, por lo que muchas cosas nuestras se quedarán por años cuando nosotros hayamos abandonado este mundo.


domingo, 6 de mayo de 2018

PERSISTENCIA



Ángel Jiménez de Luis es un periodista especializado en tecnología que lleva desde 2001 colaborando de forma habitual con el diario «El Mundo». Procuro leer sus artículos de forma regular como una forma de mantener activo mi espíritu «GEEK» y mantenerme un poco al tanto de estos asuntos tecnológicos que avanzan hoy en día a velocidad de vértigo y que a los que ya vamos siendo un poco mayores nos cuesta asimilar. Una frase del mencionado artículo...

 Incluso los usuarios que se hartaron hace tiempo de Facebook saben que tienen que permanecer si quieren participar en ciertas dinámicas sociales de amigos y familiares. Facebook es un agujero negro, un ente tan masivo que ejerce una atracción desmedida y atrapa incluso a muchos de los que quieren escapar.


Me he tomado la licencia de modificar el titular del artículo aparecido en el diario citado el pasado 26 de abril de 2018, sustituyendo el original Facebook por XXXX, en el sentido de que lo que se comenta es válido para otras empresas que gestionan lo que se denomina en la actualidad Redes Sociales o proveedores de servicios de Internet.

De entrada, no soy un usuario activo de Facebook, ni espero serlo, aunque tengo que confesar que he tenido la necesidad en el pasado. Hace años me di de alta para consultar el muro de un amigo que publicaba convocatorias de un tema que me interesaba. Con el tiempo conseguí, tras ímprobos esfuerzos darme de baja, aunque ya se sabe que nunca se olvidan de tus datos. El año pasado, durante el curso escolar y por motivos de la sección deportiva en la que participaba mi hija, tuve que volver a darme de alta, pero esta vez fui más precavido y me doté de un usuario fantasma especial para ello. Sigo en esa red con ese usuario fantasma, porque no quiero pasar por el esfuerzo de darme de baja, pero ni lo uso, ni me conecto, ni nada de nada. No lo necesito, además de no tener tiempo para ello.

Facebook no solo ha reconocido una metedura de pata monumental en los últimos días al ceder sus datos, los datos de los usuarios, a una empresa privada, por lo que su director ha tenido incluso que comparecer ante el Senado de los Estados Unidos y pedir perdón. Pero no ha pasado ni un mes cuando ya se anuncia que su política de captura y almacenamiento de datos de los usuarios no solo va a continuar, sino que se intensificará con datos de actividades sexuales, médicos y quién sabe cuáles más. El ansia es infinita y todo lo que pueda capturarse, e incluso deducirse, se incorporará a sus —que no nuestras— bases de datos que incluso no borrarán incluso aunque lo solicitemos y nos demos de baja.

Sabemos todo esto, sospechamos mucho más y aun así seguimos utilizando este y otros servicios supuestamente «gratuitos» que nos hacen la vida más cómoda y nos permiten estar en contacto casi permanente con la información que nos interesa, aunque sea a cambio de un alto precio: nuestra intimidad y nuestra vida. 

El mes pasado, abril de 2018, escribía la entrada «RASTREADOS» en este blog donde se referían prácticas similares por otra empresa, Google, si bien en el apartado de correos electrónicos, agendas y calendarios entre otros. Google sabe que el próximo fin de semana me voy a ir de excursión con unos amigos y a poco que sincronice mi agenda con la de ellos, mis correos electrónicos con los suyos, conoce perfectamente donde hemos quedado para hacer una visita y también en el restaurante que vamos a comer e incluso la hora. ¡Maravilloso! Llegará el día en que mande un comercial a la puerta del restaurante a recibirnos para ofrecernos toda clase de productos. Y el comercial dispondrá, además de nuestras fotos, de un detallado informe sobre nuestros gustos, nuestras preferencias, nuestras inclinaciones y nuestra vida familiar, laboral y social. Vamos, que lo tendrá a huevo; como dice el refrán, así se las ponían a Felipe II.

Y es que los humanos somos así. Cuando algo nos interesa buscamos toda clase de excusas para seguir en ello, aunque la realidad nos intente convencer de lo contrario. Y al mismo tiempo buscamos y encontramos numerosas razones para descalificar lo que no queremos hacer. «Los usuarios parecemos dispuestos a perdonarlo todo» según reza en el citado artículo. El conocimiento de los hechos y las suposiciones más que fundadas sobre más y más de lo mismo deberían llevar a los usuarios a abandonar Facebook…y todos los demás. ¿Pero podemos hacerlo?

Yo me estoy pensando seriamente en intentarlo. Al menos en lo que concierne a todo lo que rodea el teléfono inteligente que nos atenaza sobremanera hasta dominar nuestras vidas. Lo primero sería contratar un número nuevo y abandonar el nuestro... jajaja. Pero poco a poco ese nuevo número de teléfono entraría a formar parte, relacionado con nuestro nombre, foto, dirección y demás datos, de las agenas de contactos de nuestras amistades: pillados de nuevo. Los que transitamos por el mundo Android sabemos que es necesaria una cuenta de Gmail. Podemos crearnos una duplicada, solo destinada a dar soporte al teléfono. Bien. Pero… ¿Ponemos nuestros contactos en esta cuenta? ¿Ponemos nuestra agenda en esta cuenta? Cosas tan básicas son necesarias, imprescindibles diría yo, para un normal desenvolvimiento. Si lo hacemos, ya estamos pillados. Y luego en el siguiente paso habría que contar a las amistades que no tenemos WhatsApp ni similares, que los correos electrónicos ya no los veremos de forma inmediata en el teléfono y otro montón de «inmediateces» que no podremos utilizar si llevamos hasta las últimas consecuencias aquello de… que paren este mundo (tecnológico) que me bajo.

Y ya para finalizar, no me resisto a expandir esta actitud de los humanos a otras áreas. ¿Seguimos con el mismo banco a pesar de las trastadas que nos hacen? ¿Con la misma compañía de seguros? Y no quiero entrar en temas políticos… ¿seguimos votando a los mismos que una y otra vez nos toman el pelo? Cada uno tendrá su respuesta que apoyará o matizará con mil y una razones. Pero yo me quedo con la frase anteriormente referida: «Los usuarios parecemos dispuestos a perdonarlo todo». Así nos va.