domingo, 7 de octubre de 2018

ATMÓSFERA



Las personas tenemos una tendencia innata a ignorar, cuando no negar activamente, aquellos asuntos que no nos interesan. Las excusas son variopintas y otro día quizá dediquemos una entrada a hablar del negacionismo, un tema interesante y más hoy en día que tenemos que soportar un aluvión de noticias y decidir a cuáles prestar o no atención.

Vámonos al pasado. Estamos en la década de los sesenta en un pueblo agricultor de la provincia de Toledo, en España. Mi abuela se dispone a hacer una ensalada para la cena —la comida era día sí día también cocido madrileño—. Coge de la despensa una lechuga, unos tomates y unos espárragos que habían llegado al mediodía procedentes de la huerta del tío Rafa en un saco de arpillera, los lava a fondo en un barreño —no había agua corriente en la casa en aquella época— y los trocea en una fuente —no había boles entonces o no se llamaban así—. Aceite, vinagre y sal y para que la cosa no quede tan sosa decide añadirle huevos duros —de las gallinas del corral anexo a la casa—, y unas manzanas. Una ensalada estupenda, deliciosa y nutritiva con productos de la temporada directamente llegados a la mesa, sin intermediarios, envases o procesamientos industriales por medio y, más importante, sin residuos. Cuando los había, o eran alimento para gallinas o cerdos o servían de abono para la tierra.

Vayámonos al presente y hagamos una ensalada similar. Para empezar, la lechuga que utilizo viene ya limpia, lavada, cortada y envasada en una bolsa de plástico. Cuando llega a mis manos ha sufrido unos procesos industriales que suponen un gasto de agua y energía en su lavado y envasado. También un transporte hasta el punto de venta que supone un gasto energético. Y cuando la hemos usado, nos queda en las manos la bolsa de plástico como una basura a desechar.

Mejoro mi ensalada con unos tomates que, si serán naturales ya que por lo general se venden a granel, pero pudiera ser que, en ciertos supermercados, para facilitar su manipulado y venta, estuvieran envasados en algún envase de porexpán y plástico desechable.

Decido añadir a mi ensalada unos espárragos. Nuevamente accedo a la despensa y utilizo una lata de conservas que supone un proceso industrial añadido y que deriva en un nuevo recipiente desechable, en este caso metálico, que supondrá una agresión a la naturaleza tanto si se considera basura directamente como si se produce un proceso de reciclado que requiere nuevamente un gasto energético y económico: antes para fabricarlo y después para eliminarlo. Para no dejar esta ensalada muy poco apetecible, añado un poco de atún. También utilizaré una lata de conservas que tendrá la misma consideración anteriormente mencionada para la lata de espárragos.

La comparativa entre antaño y hogaño es desoladora. Las nuevas formas de vida, las ciudades, los supermercados, la industria alimentaria… generan unos consumos de materiales y energía que se han multiplicado exponencialmente en los últimos años y que según las previsiones seguirán creciendo a medida que más poblaciones se vayan incorporando a lo que consideramos una vida moderna del primer mundo. Procesos anteriores y posteriores al hecho de comerse una ensalada esquilman el planeta en materiales y contaminan la atmósfera con sus emisiones de gases.

Aunque no prestemos atención al tema, las catástrofes por elementos naturales se han incrementado en los últimos años, no solo en frecuencia sino también en intensidad. Zonas «calientes» del globo como la costa este de EE.UU. o la costa asiática están sufriendo en los últimos años huracanes, tormentas tropicales o terremotos seguidos de tsunamis de una intensidad nunca vista y casi con frecuencia que ya roza lo anual.

Los científicos advierten del calentamiento de la atmósfera, por encima de 1º en los últimos años, lo que deviene en hechos innegables como el derretimiento de la capa de hielo de los polos con el consiguiente aumento del nivel de los océanos. Otros hechos relacionados, aunque no lo queramos ver con este cambio climático acelerado provocado por la agresión humana al planeta, son estos fenómenos atmósfericos virulentos. Los gobiernos y los poderes económicos que los controlan hacen la vista gorda en un «la cosa no es para tanto». Resulta curioso que uno de los países más agresores al medio ambiente con sus emisiones como es EE.UU. sea uno de los que sufre las mayores devastaciones en sus carnes y no quiera ver el problema. ¿Cómo lo va a querer ver una tribu africana o brasileña que sigue alimentándose de productos naturales?

La atmósfera es global. El problema es global. No hay fronteras ni nacionalismos. De nada sirve que un país decida reconfigurar sus planteamientos y su industria y logre frenar e incluso eliminar sus emisiones contaminantes. Si el resto de países no lo hace, seguirá sufriendo la acción de la naturaleza, que lleva cuatro mil quinientos millones de años de existencia y sabrá tomar sus medidas para defenderse de estos sapiens que la pueblan desde anteayer siete millones de años y en las últimas décadas la están tocando las narices más de la cuenta.