No pensaba escribir sobre este asunto hoy, pero creo que es
el momento adecuado, pues esta mañana nos hemos levantado muchos ciudadanos del
mundo con el paso cambiado, perdón, con la hora cambiada. Alguno nos habíamos
hecho ciertas ilusiones de que esta vez iba a ser la última, pero tendremos que
esperar todavía varios años más, porque los que toman las decisiones no se
ponen de acuerdo: necesitan más tiempo. Desde hace más de un siglo, esto de
cambiar la hora afecta y mucho. En los años setenta ya se generalizó en muchos
de los países del mundo y sigue. Hay una enorme controversia sobre el
particular y ni los «expertos» se ponen de acuerdo.
Todo parece indicar que tiene un trasfondo económico y esa
justificación se dio hace como digo unos cien años. Pero las condiciones han
cambiado profundamente desde entonces y la teoría que se aplicó en su día ya no
se sostiene. En mi modesta opinión, los beneficios que teóricamente produce esta medida son más que discutibles y los
perjuicios que efectivamente provoca
en las personas no dejan ningún lugar a la duda: muchos ciudadanos estamos no
solo en contra de estos cambios artificiales sino hasta las mismísimas narices
de ellos.
Las cosas han cambiado mucho, pero como informático de
profesión recuerdo como dos veces al año entrábamos en modo pánico cuando
llegaban estos dos eventos del año. Los ordenadores —mainframes— corporativos tenían la necesidad de estar en una hora
exacta y coordinados entre ellos, de forma que este cambio de primavera era
relativamente sencillo dado que la hora se adelantaba, pero el de otoño era un
verdadero caos al tener que parar las máquinas durante una hora y arrancarlas
de nuevo transcurrida la hora. Ahora todo ha cambiado y se ha automatizado,
pero entonces había más de uno y más de dos dolores de cabeza.
Hace
años, en abril de 2008, dediqué la entrada «DST» —Daylight Saving Time—de este blog a pormenorizar sobre la historia
de este asunto y expresar mi oposición a las opiniones de un tal Willet. Nos
creíamos los ciudadanos, al menos los europeos, que tras la encuesta realizada
hace un tiempo en que una abrumadora mayoría expresamos nuestro su rechazo
frontal a estos cambios, el tema se iba a terminar, pero, quía, seguiremos un
tiempo con esta patochada.
Los
humanos, una vez satisfechas al menos teóricamente nuestras necesidades básicas
de vivienda, ropa y alimento, dedicamos nuestros esfuerzos a las cuestiones más
peregrinas. Una de ellas es este absurdo cambio de hora. No me imagino lo que
opinarían nuestros antepasados cazadores y recolectores que tenían por todo
reloj la luz y la oscuridad o los sabios de los siglos XVI y XVII si se les plantease
esta cuestión, pero entiendo que la carcajada sería sonora. Cada uno llevaba su
hora e incluso podía ser diferente en cada ciudad. Todo esto de los relojes y
su sincronización mundial vino por mor de la necesidad de las comunicaciones de
disponer de una hora concreta y establecida para facilitar su regulación y la
buena marcha del negocio. No me imagino a un piloto de avión ir cambiando la
hora a medida que va sobrevolando cada ciudad para estar en hora».
Nosotros
lo tenemos relativamente fácil, pues sabemos que el último domingo de marzo y
el último de octubre —hace unos pocos años era septiembre— toca cambio de hora.
Pero no en todos los sitios el cambio es así. Hace unos años, con motivo de
estar mi hija en Estados Unidos, pude advertir que en el estado de Texas el
cambio se produce unos días determinados que no coinciden con los nuestros;
para este año de 2019 son el 10 de marzo y el 3 de noviembre.
En
mi opinión, lo mejor es lo natural. Ya es un pequeño galimatías que cada huso
tenga su propia hora como para que cada país decida otra por su cuenta. En
países enormes como EE.UU. o Rusia, los horarios son diferentes en según qué
zona: es muy curioso hacer un viaje transversal por EE.UU. e ir viendo cómo
cambian las horas al cruzar los estados, cuestión que vamos percibiendo de
forma automática por los relojes modernos o los navegadores conectados a los
GPS que nos informan cuando se produce el cambio.
Aparte
de otras cuestiones físicas y somáticas, hay que cambiar
de hora los relojes de la casa y el del coche, que todavía no se cambia solo. Esta
mañana he procedido con ello. Los de cachivaches más o menos modernos se
ajustan solos, como por ejemplo teléfonos, tabletas, ordenadores o televisores. Algún otro
ya tiene la función incorporada como uno de los de pulsera que, si le indicas la
ciudad en la que estás y tiene bien la fecha, él solito, mientras estás dormido
se pone en hora.
En
el salón de mi casa hay seis relojes: cuatro mecánicos y dos a pilas, termostato de la
calefacción y estación meteorológica, que es la única que se
conecta al satélite y se ajusta sola. Hablando de los mecánicos, los de antes,
dos de pared, un cuco y otro de sobremesa. A todos ellos hay que darles cuerda
diaria o semanalmente, y ponerlos en hora de vez en cuando, con lo que esto del
cambio de hora dos veces al año tiene su toque de gracia especial añadido a los
encuentros frecuentes con ellos. El que puede verse en la fotografía tiene al
menos que sepamos 130 años y dicho sea empleando la frase al uso «marcha como un reloj». Ajustando el
péndulo he conseguido que se adelante unos 10 segundos por semana. Es mejor que
se adelante, porque se pone fácilmente en hora parándole. Hoy, al adelantarle
manualmente una hora y un minuto, ha habido que tenerle parado un minuto y
siete segundos para ajustarle, tiempo bien empleado para pararse un poco y
meditar sobre estos asuntos de los horarios.
En
la cocina dos, el de pared y el microondas, en mi escritorio uno a pilas, y en
los dormitorios los despertadores de cada uno de los integrantes de la familia.
Solo uno de ellos, moderno, que proyecta la hora en el techo y tiene conexión
al satélite se ha puesto en hora de forma automática. Pero aún quedan en el
fondo de algún cajón de la mesilla dos de pulsera a pilas que habrá que ajustar
manualmente el día que salgan de allí para llevarse en algún evento familiar o
social especial.