domingo, 31 de marzo de 2019

RELOJ




No pensaba escribir sobre este asunto hoy, pero creo que es el momento adecuado, pues esta mañana nos hemos levantado muchos ciudadanos del mundo con el paso cambiado, perdón, con la hora cambiada. Alguno nos habíamos hecho ciertas ilusiones de que esta vez iba a ser la última, pero tendremos que esperar todavía varios años más, porque los que toman las decisiones no se ponen de acuerdo: necesitan más tiempo. Desde hace más de un siglo, esto de cambiar la hora afecta y mucho. En los años setenta ya se generalizó en muchos de los países del mundo y sigue. Hay una enorme controversia sobre el particular y ni los «expertos» se ponen de acuerdo.

Todo parece indicar que tiene un trasfondo económico y esa justificación se dio hace como digo unos cien años. Pero las condiciones han cambiado profundamente desde entonces y la teoría que se aplicó en su día ya no se sostiene. En mi modesta opinión, los beneficios que teóricamente produce esta medida son más que discutibles y los perjuicios que efectivamente provoca en las personas no dejan ningún lugar a la duda: muchos ciudadanos estamos no solo en contra de estos cambios artificiales sino hasta las mismísimas narices de ellos.

Las cosas han cambiado mucho, pero como informático de profesión recuerdo como dos veces al año entrábamos en modo pánico cuando llegaban estos dos eventos del año. Los ordenadores —mainframes— corporativos tenían la necesidad de estar en una hora exacta y coordinados entre ellos, de forma que este cambio de primavera era relativamente sencillo dado que la hora se adelantaba, pero el de otoño era un verdadero caos al tener que parar las máquinas durante una hora y arrancarlas de nuevo transcurrida la hora. Ahora todo ha cambiado y se ha automatizado, pero entonces había más de uno y más de dos dolores de cabeza.

Hace años, en abril de 2008, dediqué la entrada «DST» —Daylight Saving Time—de este blog a pormenorizar sobre la historia de este asunto y expresar mi oposición a las opiniones de un tal Willet. Nos creíamos los ciudadanos, al menos los europeos, que tras la encuesta realizada hace un tiempo en que una abrumadora mayoría expresamos nuestro su rechazo frontal a estos cambios, el tema se iba a terminar, pero, quía, seguiremos un tiempo con esta  patochada.

Los humanos, una vez satisfechas al menos teóricamente nuestras necesidades básicas de vivienda, ropa y alimento, dedicamos nuestros esfuerzos a las cuestiones más peregrinas. Una de ellas es este absurdo cambio de hora. No me imagino lo que opinarían nuestros antepasados cazadores y recolectores que tenían por todo reloj la luz y la oscuridad o los sabios de los siglos XVI y XVII si se les plantease esta cuestión, pero entiendo que la carcajada sería sonora. Cada uno llevaba su hora e incluso podía ser diferente en cada ciudad. Todo esto de los relojes y su sincronización mundial vino por mor de la necesidad de las comunicaciones de disponer de una hora concreta y establecida para facilitar su regulación y la buena marcha del negocio. No me imagino a un piloto de avión ir cambiando la hora a medida que va sobrevolando cada ciudad para estar en hora».

Nosotros lo tenemos relativamente fácil, pues sabemos que el último domingo de marzo y el último de octubre —hace unos pocos años era septiembre— toca cambio de hora. Pero no en todos los sitios el cambio es así. Hace unos años, con motivo de estar mi hija en Estados Unidos, pude advertir que en el estado de Texas el cambio se produce unos días determinados que no coinciden con los nuestros; para este año de 2019 son el 10 de marzo y el 3 de noviembre.

En mi opinión, lo mejor es lo natural. Ya es un pequeño galimatías que cada huso tenga su propia hora como para que cada país decida otra por su cuenta. En países enormes como EE.UU. o Rusia, los horarios son diferentes en según qué zona: es muy curioso hacer un viaje transversal por EE.UU. e ir viendo cómo cambian las horas al cruzar los estados, cuestión que vamos percibiendo de forma automática por los relojes modernos o los navegadores conectados a los GPS que nos informan cuando se produce el cambio.

Aparte de otras cuestiones físicas y somáticas, hay que cambiar de hora los relojes de la casa y el del coche, que todavía no se cambia solo. Esta mañana he procedido con ello. Los de cachivaches más o menos modernos se ajustan solos, como por ejemplo teléfonos, tabletas, ordenadores o televisores. Algún otro ya tiene la función incorporada como uno de los de pulsera que, si le indicas la ciudad en la que estás y tiene bien la fecha, él solito, mientras estás dormido se pone en hora.

En el salón de mi casa hay seis relojes: cuatro mecánicos y dos a pilas, termostato de la calefacción y estación meteorológica, que es la única que se conecta al satélite y se ajusta sola. Hablando de los mecánicos, los de antes, dos de pared, un cuco y otro de sobremesa. A todos ellos hay que darles cuerda diaria o semanalmente, y ponerlos en hora de vez en cuando, con lo que esto del cambio de hora dos veces al año tiene su toque de gracia especial añadido a los encuentros frecuentes con ellos. El que puede verse en la fotografía tiene al menos que sepamos 130 años y dicho sea empleando la frase al uso «marcha como un reloj». Ajustando el péndulo he conseguido que se adelante unos 10 segundos por semana. Es mejor que se adelante, porque se pone fácilmente en hora parándole. Hoy, al adelantarle manualmente una hora y un minuto, ha habido que tenerle parado un minuto y siete segundos para ajustarle, tiempo bien empleado para pararse un poco y meditar sobre estos asuntos de los horarios.

En la cocina dos, el de pared y el microondas, en mi escritorio uno a pilas, y en los dormitorios los despertadores de cada uno de los integrantes de la familia. Solo uno de ellos, moderno, que proyecta la hora en el techo y tiene conexión al satélite se ha puesto en hora de forma automática. Pero aún quedan en el fondo de algún cajón de la mesilla dos de pulsera a pilas que habrá que ajustar manualmente el día que salgan de allí para llevarse en algún evento familiar o social especial.