domingo, 14 de julio de 2019

ABALORIOS





«Para gustos hay colores» reza el dicho popular. Cada cual decora sus propiedades particulares en función de sus gustos y posibilidades económicas. La idea es rodearse de un confort que haga la vida diaria lo más agradable posible. En algunas ocasiones, también se trata de mostrar cosas a los demás, bien a los que nos visiten bien a los que puedan alcanzar con su vista elementos propios que no se hayan ocultado con vallas o setos, siendo este el caso de los jardines que pueden verse desde el exterior. Como digo, hay para todos los gustos. La imagen que encabeza esta entrada es de un jardín, muy cuidado hay que reconocer, lleno de archiperres: útiles y herramientas de huerto y jardinería, enanitos, burritos, gnomos, un brocal postizo de pozo… Hay que pasar un buen rato deteniéndose a contemplar cada uno de los elementos decorativos, como imagino se pasará un buen rato también el que cuide el jardín cada vez que haya que cortar el césped.

La siguiente fotografía muestra otro jardín, casi limpio de elementos como los referidos y que muestra tan solo un objeto decorativo: una batería de coche. ¿Decorativo?



A principios de los ochenta del siglo pasado dejé la casa en la que había nacido y vivido con mi familia para trasladarme a un «acosado». El jardín era muy pequeño y en la reforma que le hice construí un garaje utilizando un desnivel existente, con lo que se pudo recuperar parte de ese jardín situándolo de nuevo encima del techo del garaje. Quedo muy recogidito, entre los muros de cerramiento y suficiente para tener un poco de césped y algunos arbustos ya que los árboles no tenían cabida dada la poca altura de tierra al estar el garaje debajo. Nunca supe cómo llegó allí porque ya he manifestado el encajonamiento del jardín, con una cierta altura respecto del nivel de la calle por lo que había que acceder por una escalera que recuerdo bien tenía 10 escalones. Lo cierto es que, de buenas a primeras, en la pradera empezaron a aparecer montículos de tierra, cuyo número iba en aumento exponencial. Había llegado un molesto visitante: un topo. Reitero que era imposible que el animalito llegase allí andando o través de sus túneles, porque el jardincito estaba completamente aislado por muro y cemento. La única posibilidad es que algún vecino desalmado o algún paseante desaprensivo me obsequiara con este regalito lanzándolo por los aires.

El caso es que el bicho estaba allí como un señor. Un pequeño jardín, bien cuidado y regado, era un campo perfecto para una vida placentera y para campar a sus anchas construyendo galerías y más galerías que dejaban todo hecho un erial. Cansado de su molesta visita, traté por todos los medios de deshacerme de él, pero la cosa resultaba difícil. Probé con los mecanismos, prohibidos, de cebos envenenados, petardos y algunos similares sin ningún éxito. Compré varios emisores de zumbidos a pilas que situé por sus galerías y que cada diez segundos emitían un pitido estridente que en teoría haría que el simpático animalito buscase otros lares. Llegué a utilizar una manguera para inundar de agua todas sus galerías hasta encharcar todo el jardín. Conecté la manguera al tubo de escape de una moto e inundé durante horas las galerías con el humo tóxico, traté de darle directamente con el azadón en la cocorota, pero se ve que no atinaba. La cosa estaba clara: si no le hacía pasar a mejor vida, no se iba a marchar voluntariamente de la zona porque ya he dicho que no podía por el encajonamiento del jardincito.

Las semanas pasaban y el jardín estaba destrozado: no sólo el césped completamente levantado sino también varias plantas secas porque seguramente que sus raíces habían sido visitadas por el animalito. Recuerdo perfectamente un día del mes de julio, era sábado, en que había regresado a casa sobre las seis de la mañana tras una jornada especial de noche en mi trabajo. Estaba yo sorprendentemente despejado tras una noche de trabajo cuando me senté en el porche de la casa a mirar lánguidamente el (destrozado) jardín. ¿Suerte? Por unos momentos pude observar una pauta de actuación del topito, que iba a un extremo de una pared lateral y excavaba un rato para volver al otro extremo y excavar otro poco. Lo repitió un par de veces… Me fui a por el azadón y como ya es sabido que estos simpáticos bichitos tienen el sentido del oído muy desarrollado, me situé en el extremo contrario al que estaba actuando a la espera silenciosa de que volviera al que yo estaba. Volvió el condenado y cuando estaba en la faena… ¡zasssss!, azadonazo que te crió. Pero no intenté acertarle a él, sino que traté de cortar a unos cuarenta o cincuenta centímetros la teórica galería que estaba entre los dos montículos. Inmediatamente dejo de moverse el montículo y yo puse manos a la obra a ir levantando el terreno para descubrir la galería con la tremenda suerte de que allí estaba el condenado: pequeño, peludo, negro como el tizón, aparentemente inofensivo, pero con una capacidad de destrucción enorme. ¿No se le ha ocurrido a ningún científico loco amaestrar a estos animalitos para dedicarlos a trabajos de minería?

Guardé el animalito en una caja de plástico resistente con la tapa perforada por aquello de que no se asfixiara y me fui a dormir. Cuando me levanté al mediodía bromeé con la familia acerca del evento: aunque no se lo decía abiertamente sino con rodeos, no se creían que la pesadilla del jardín había terminado. Al final les mostré la caja con el demonio que nos había traído en jaque durante semanas. Me hice unas fotografías con él ─tengo que buscarlas─ y después… le llevé al campo bien lejos, cerca de un río para que el terreno estuviera húmedo, hice una pequeña zanja de iniciación y allí le solté. Enseguida se puso en marcha como una retroexcavadora y se marchó a las interioridades de la tierra. ¡Vaya pájaro! Evidentemente no volví nunca por allí ni supe que fue de él. A enemigo que huye, puente de plata.

Han pasado casi cuarenta años de aquello, pero ya sabemos que la historia se repite. Ahora se trata de un jardín amplio, sin muros que lo constriñan y por tanto con libre acceso desde las vecindades para que hagan acto de aparición estos simpáticos elementos de la fauna terrestre. En poco tiempo, el jardín de nuevo salpicado de montoncitos de tierra, galerías hundidas, calvas en la pradera… Sin ningún convencimiento me pasé por el vivero de la zona a preguntar y me dijeron lo que ya suponía: ajo (a joderse), agua (aguantarse) y resina (resignación). Me dieron unos sobres de veneno para roedores ─los topos están protegidos─ pero ya me avisaron que son muy listos y no suele funcionar. No funcionó.

Como en otras muchas cosas hoy en día, el recurso es acudir al buscador de internet y buscar remedios y soluciones aportadas por profesionales y profanos. Hay montones de ellas, pero hablando con mi cuñado Juan me dijo que había oído en una ocasión que una solución limpia y práctica  para alejar estos molestos visitantes de los jardines era situar como elemento decorativo una batería usada de coche, de las antiguas, de esas que rellenábamos con agua destilada en una labor de mantenimiento que ahora ha desaparecido: la última de mi coche me ha durado tres años y el mantenimiento ha sido pasar por el taller y adquirir una nueva con un precio de cerca de cuatrocientos euros: ¡es que son especiales! me dijo el del taller.

No costaba mucho probar. Una visita al taller amigo para hacerse con una batería de las antiguas, colocarla en el jardín y… esperar. ¡Mano de santo! El topo o los topos han desaparecido como por arte de magia. Ahora solo queda decidir si dejar la batería de forma permanente ─para que no vuelvan─ o guardarla en el trastero por si una vez retirada aparecen de nuevo y hay que volverla a utilizar. Remedios de la abuela que funcionan.