domingo, 7 de julio de 2019

RECICLAR



Tras más de diez años escribiendo una entrada semanal en este blog, uno corre el riesgo de repetirse en sus ideas. Lo bueno es que siempre están los buscadores para repasar electrónicamente lo escrito y verificar si ya se ha hablado de un determinado asunto. Este ha sido el caso. Reproduzco parte de lo que escribía hace años en otra entrada:

Pudiera ser que uno de los índices de progreso de un país se estableciera en función de la cantidad de desechos que genera cada habitante. En mi infancia tuve la oportunidad de vivir en dos ambientes por aquello de ir a pasar una parte amplia de las vacaciones de verano al pueblo de mi madre, un pueblo eminentemente agrícola por aquellas fechas de la provincia de Toledo. Si en aquel pueblo el índice de progreso hubiera estado en función de la basura que cada familia generaba, el progreso estaría por venir. Nada iba a la basura en el sentido en que lo entendemos hoy. Envoltorios, envases y «bricks» no existían, de las mondas y residuos orgánicos daban buena cuenta los marranos y las gallinas, del aceite usado se hacía jabón y el resto era buen abono para que en la huerta crecieran las hortalizas sin los abonos y pesticidas que poco a poco nos están matando a todos. Residuos cero.

En la otra vivencia, un pueblo más o menos adelantado, sí que se producía basura, pero en una cantidad mínima, fundamentalmente por lo ya comentado de que los envoltorios y envases brillaban por su ausencia. El lechero vertía directamente la leche en la cazuela casera, el aceite se compraba a granel en la tienda de ultramarinos y los yogures y bebidas tenían su preceptivo cambio de casco en la venta. La fruta se despachaba envuelta en papel de periódico que luego servía para forrar el cubo de la basura y que no se manchara mucho. ¿Qué era eso de las bolsas de plástico, y de colores, en los cubos de basura? Mejor dicho, ¿Qué era eso de las bolsas de plástico?

Los humanos somos especialistas, cada vez más, en generar entropía para luego tener que revertir los procesos con un esfuerzo descomunal. Como en alguna ocasión menciono, el tráfico es un índice explicativo de esto. Durante años insistimos en hacer caso omiso de las señales de tráfico y con el tiempo asistimos a fuertes multas ─caso radares─ o a llenar las ciudades de barreras ─bolardos en las aceras─ para hacernos entrar en razón. Otro ejemplo: en lugar de desplazarnos andando a muchos sitios, utilizamos el coche, para luego tres veces por semana ir al gimnasio.

Lo que puede verse en la imagen de esta entrada bien pudiera ser una comida tipo de una persona hoy en día, que llega a casa tras el trabajo y no gusta de cocinar. Una ensalada abundante de lechuga con espárragos, atún y huevo duro regada con una cerveza sin alcohol y de postre un yogurt. Todo muy sano y casi natural, pero envasado en plásticos y latas que irán a parar a la basura o al contenedor de reciclado si somos cuidadosos. Como se suele decir, para no tener que limpiar, lo mejor es no ensuciar, es decir, para no reciclar lo mejor sería no desechar.

Yo creo que todo esto empezó con los cambios drásticos en los modos de hacer la compra. Cuando se abandonó la compra diaria, que era básica en aquellos tiempos no tan lejanos en los que no había frigoríficos en las casas, florecieron las grandes superficies, con pocos empleados, donde era fundamental tener todo envasado de forma que fuera el propio cliente el que directamente tomara los productos. 

En los primeros momentos, recuerdo ir a una gran superficie con los cascos de cristal de las bebidas y cambiarlos por tickets canjeables antes de entrar. Pero claro, esto implicaba la reserva de un gran espacio para el supermercado para almacenar los vidrios vacíos, una retirada de los mismos por la casa envasadora y una posterior limpieza y reetiquetado para ponerlos en circulación de nuevo. Poco práctico y costoso. Lo mejor era endosar el coste a «otros», consumidores u organismos públicos, y dejarnos de zarandajas. Así nacieron los plásticos y las latas para las bebidas que luego se extendieron a otras muchas más cosas.

Somos del género tonto, pero es muy difícil resistirse. Hace años un amigo que trabajaba en una fábrica de latas de bebidas, me dijo que el coste de una lata era de 13 céntimos de euro. Puede seguir igual, haber subido o bajado, pero en todo caso somos los consumidores los que tiramos esos 13 céntimos o lo que sea a la basura, generando unos residuos que ocasionan nuevos costes bien para el medio ambiente, bien para organismos públicos que se encargan de su reciclado. En países como Alemania y Noruega han revertido esta situación, volviendo a los envases retornables, reduciendo unos costes para el consumidor y sobre todo evitando llenar la naturaleza de plásticos, bricks y latas.

Aquí hay una primera toma de conciencia con las bolsas de plástico, pero es muy común, demasiado común, ver como el precio de cinco céntimos que cobran por cada bolsa no exime a los compradores de seguir con el tema. Sería buena una propuesta de cada bolsa costara 1 euro para ver si así entramos en razón y tenemos la precaución de llevarnos la bolsa de casa, como se hacía antaño. Parece que solo atendemos al jarabe de palo, pero el jarabe y el palo tienen que ser lo suficientemente contundentes para que costumbres arraigadas sean erradicadas de golpe. Los 5 céntimos de coste de cada bolsa no erradican nada por lo que se puede constatar con frecuencia.

Cuando entramos en zonas de comodidad personal, aunque sea a coste alto para «otros» es muy difícil revertir la situación de forma voluntaria. Tenemos conciencia de que estamos destrozando el planeta, pero resulta difícil tomar posturas personales cuando nos vemos envueltos en una dinámica en que los otros actores no quieren saber nada del asunto.