domingo, 18 de agosto de 2019

FOTOGRAFÍA




Los que ya contamos nuestros lustros de vida con números de dos cifras hemos asistido a unos cambios tan profundos que muchas veces nos cuesta asimilarlos. Somos testigos privilegiados, aunque no siempre partícipes, de formas nuevas de hacer y de pensar que si volvemos la vista atrás nos parecen imposibles en tan corto espacio de tiempo. Hay muchos ejemplos y uno de ellos podrían ser las simples viviendas de hace cincuenta años en las que el agua corriente y no digamos el teléfono o la televisión eran conceptos ausentes a los que muchos no tenían acceso en esta España de nuestras entretelas.

Cuando las «cosas» se han digitalizado y han podido ser manejadas por los ordenadores y transmitidas a través de la red, han perdido su corporeidad y, como bien transmite en sus enseñanzas mi admirado profesor y maestro Antonio Rodríguez de las Heras, se han desubicado, pudiendo estar presentes en multitud de lugares en un mismo instante. Un ejemplo de estos cambios vertiginosos es la fotografía.

Hogaño

En un viaje reciente de mi hija con amigas por Europa utilizando InterRail, su primer destino era Bruselas. El primer monumento que visitaron fue el emblemático Atomium. En un instante, multitud de fotografías inundaron los teléfonos de sus familiares y amigos a través de WhatsApp, Instagram u otras. Prácticamente en directo todos estábamos viendo lo mismo que ella y lo teníamos disponible, ya para siempre si sabemos conservarlo, en nuestros dispositivos. Desubicación y momentaneidad multitudinaria en una operación que es común para gran parte de la humanidad en estos días de 2019 pero que era ciencia ficción hace una decena de años tan solo.

Antaño

Mientras recibía las fotografías del Atomium de mi hija, recordaba un viaje en coche que hice en 1981 en el que uno de mis destinos fue también Bruselas. También se hacían fotografías en aquella época, pero de manera dramáticamente diferente. Los entrados en edad recordarán las máquinas fotográficas y sus carretes. ¿Instantaneidad en ver los resultados? ¿Multitud de fotografías? Quía. Conservo más o menos ordenado el archivo de diapositivas de mis viajes y me dio por buscar las fotos que yo tenía del Atomium: dos fotografías, una exterior y otra interior. Únicamente DOS. Los jóvenes se preguntarán el porqué de esa exigua cantidad.

Gran aficionado a la fotografía por aquella época, cargaba en mis viajes una enorme bolsa fotográfica en la que llevaba dos cuerpos de cámara con varios objetivos intercambiables. Lo de los dos cuerpos era para tener la posibilidad de tomar fotos en blanco y negro en uno de ellos y en diapositivas en otro. Las cámaras se alimentaban con carretes de película que por lo común eran de 36 fotografías y que necesitaban un posterior revelado en el caso de las diapositivas y positivado a papel en el caso del blanco y negro o color. En la parte del color, utilizaba como ya he comentado diapositivas y solía hacer bastantes a lo largo del viaje, aunque (muy) pocas de cada lugar, ¿Por qué? Las fotografías hoy en día son (casi) gratuitas y podemos darle al obturador de nuestras cámaras o teléfonos sin preocuparnos del coste.

En aquel viaje que duró casi un mes por diversos países de Europa utilicé 24 carretes de diapositivas, unas 960 fotografías, ya que mis carretes no eran convencionales y los apuraba un poco hasta llegar a las 40 instantáneas. Había que tener en cuenta no solo el precio del carrete sino también el coste de su posterior revelado, aunque los había de algunas marcas como Perutz o Agfa que se adquirían con el revelado ya incluido en el coste. La memoria me puede traicionar y quizá alguien se acuerde con más precisión, pero entre el precio del carrete y su revelado podrían ser unas quinientas pesetas de la época, lo que en este viaje suponía un total de 12.000 pesetas, unos 72 euros al cambio hoy en día. 72 euros en fotos de un viaje hoy en día es incluso mucho, pero 12.000 pesetas en 1980 eran una barbaridad.

Para ahorrar, yo compraba la película en bruto: latas profesionales de 30 metros que había que manejar en el cuarto oscuro para cargar los carretes. Para ello yo me fabriqué con la ayuda de un amigo herrero el artilugio que puede verse en la imagen que acompaña a esta entrada. Una «máquina cargadora» de carretes. Situaba la bobina con los 30 metros utilizando como eje el clásico bolígrafo BIC de la época, exactamente igual en la actualidad, enganchaba con esparadrapo la película en el carrete y con 29 vueltas a la manivela ─según puede verse en la leyenda escrita en la propia máquina, tenía preparado mi carrete de 36. En el caso de las diapositivas para viaje le daba un par de vueltas más, con lo que llegaba a 40, lo que me valía la reprimenda del laboratorio que me amenazaba con cobrarme una cantidad extra por esas tres o cuatro diapositivas de más que tenía cada carrete. Por otras actividades, yo era un buen cliente del laboratorio, PIX se llamaba, y de un año para otro se olvidaban de este pequeño tejemaneje en el número de fotos por carrete.

Hogaño

Una tarea pendiente, eternamente pendiente, es digitalizar mi archivo fotográfico. Miles y miles de diapositivas y negativos en blanco y negro y color esperan pacientemente en sus archivadores en el fondo de un armario a que algún día les llegue la hora de «modernizarse» y ser trasladados a los discos duros y entrar a forma parte de esa globalidad que impera hoy en día. Pero es una tarea ingente que requiere una gran cantidad de tiempo y que voy posponiendo día tras día, pues la selección y escaneo hay que hacerlos con gran disponibilidad de tiempo y recursos.

Por de pronto, envidioso sano, las únicas dos instantáneas del Atomium que yo tomé en 1981 están puestas en modernidad y han conocido las mieles de su puesta de largo en las redes como una respuesta modesta a la inundación actual de mi hija.