domingo, 6 de junio de 2021

CATERVA


 

En 1981 realicé, en reducido grupo, un extraordinario viaje en coche a contemplar una de las maravillas de la Naturaleza: el Sol de Medianoche. Para poder disfrutar de ese espectáculo sin tener que subir muy arriba y acercarse al Polo, es necesario sobrepasar el Círculo Polar Ártico en los primeros días del mes de junio. La fotografía que acompaña esta entrada muestra la señal en la carretera que dejaba constancia. El reducido grupo aludido era de cuatro personas —dos matrimonios aclaro— metidos en un coche —Renault 18— con dos tiendas de campaña para realizar un viaje que duró un mes y supuso un recorrido de cerca de quince mil kilómetros.

Como he comentado el grupo lo formábamos cuatro personas. Las cenas en los campings era el momento elegido de preparar las vicisitudes del día siguiente y las ciudades a visitar y kilómetros a recorrer. Así lo hicimos los primeros días, pero al octavo día por la mañana a la hora de emprender camino surgió la discordia: una de las parejas decidió no seguir las pautas acordadas en la cena anterior. Se lo habían pensado y querían cambiar lo acordado. Todavía no sé cómo aguantamos juntos todo el mes, pero he de decir que desde entonces no he vuelto a ver a esa pareja.

Dicen algunas teorías psicológicas que los grupos de más de ocho ya son un poco incontrolables, porque se pierde la relación directa y franca y aparecen los subgrupos. En ese viaje, el grupo era de cuatro, pero había dos subgrupos de dos: cada pareja. Si en la cena los cuatro habíamos acordado un plan, no era de recibo que al retirarnos cada pareja a su tienda para dormir siguiéramos dando vueltas y vueltas al asunto. Estaba acordado, cerrado… pero no. Lo que no se ha dicho cuando estaba todo el grupo se empieza a decir en subgrupo.

La vida de más de uno en convivencia requiere unas reglas. Cuando hace más de doce mil años los homo sapiens eran cazadores recolectores, vivían en grupos de dos o tres decenas y con una única preocupación: la subsistencia. Había que buscar alimento, acarrear las exiguas pertenencias de un lado para otro según las estaciones y poco había que discutir y sí mucho que trabajar y aportar al grupo.

Hace doce mil años nos convertimos en agricultores, lo que supuso el asentamiento de los grupos en lugares concretos, por el desarrollo de la agricultura y la ganadería. El alimento empezaba a estar medianamente asegurado, no había que vagar de un lado para otro con las pertenencias a cuestas, lo que facilitaba la acumulación de las mismas. También permitió que los grupos se hicieran más numerosos y con ello surgió la necesidad de establecer unas normas de convivencia y asegurar su respeto por parte de todos.

Sociedades como la Babilonia, cuatro mil años antes de Cristo nos dejaron ejemplos escritos de este tema como pudiéramos considerar el Código de Hammurabi. Otras sociedades llegaron varios siglos después como la egipcia, persa, griega, romana, china, azteca…que se dieron a sí mismas unas reglas y con una característica primordial: bajo un mando único, llámese faraón, emperador, sultán, califa o similares. Sociedades que llegaron a ser prominentes y prósperas en las que todos sus ciudadanos —todavía no se les podía denominar así— debían seguir unas normas únicas y generales para todos.

Pero cuando entramos en el segundo milenio las sociedades, los grupos, empezaron a atomizarse. En Hispania, reinos, condados, taifas… que se separaban y se juntaban de un año para otro. Normas creadas y derogadas al aire del que mandase en cada momento, que eran observadas o no en función de la sociedad estamental a la que se pertenecía.

Vivir en sociedad requiere un entendimiento entre todos, requiere unas normas, consensuadas si es posible o impuestas, que faciliten la vida de los ciudadanos sabiendo a qué atenerse en cada momento. Pero lo fundamental es que esas normas se respeten, en cualquiera de los ámbitos en que se producen interacciones entre las personas. Y es obligación de la autoridad —que mal suena— hacerlas respetar porque de no hacerlo, unos ciudadanos tendrán prominencia sobre otros. De que me sirve una señal de prohibido aparcar si debajo de ella siempre hay algún coche. Como hemos fracasado socialmente en este aspecto del respeto a las normas, las aceras de nuestras ciudades están llenas de bolardos antiestéticos y peligrosos. No sigamos con asuntos de tráfico porque es un claro ejemplo del fracaso en el respeto —escrupuloso— de las normas.

En esta semana ha saltado el asunto de las normas «impuestas» tras una supuesta reunión de consenso por el Ministerio de Sanidad sobre aspectos relativos a la pandemia que sufrimos. En España no hay un mando único sino diecinueve mini-manditos, de los que algunos han anunciado que no las van a cumplir. Si no hay normas centrales resulta que el Gobierno hace dejación de funciones y si las hay, resulta que son impositivas y no las quiero cumplir.

¿Cuándo alguien, de verdad, se va a cuestionar la existencia de las Autonomías Españolas? Unos reinos de Taifas con sus «reyezuelos» y sus cortes particulares que hacen que el ciudadano no sepa a qué atenerse. Así, nos convertimos en una caterva, «una multitud de personas o cosas consideradas como conjunto desordenado o de poco valor e importancia» en el que cada uno va a lo suyo.