Allá por los inicios de los años 80 del siglo pasado una de mis aficiones favoritas era la fotografía, en blanco y negro aclaro. Disponía en casa de un pequeño laboratorio propio donde pasaba horas y horas revelando carretes y positivando fotografías. Dentro del mundillo, varios amigos teníamos contactos y nos reuníamos para enseñarnos nuestras fotos y hablar de fotografía.
Una de las actividades era reunirnos en la casa que Juan Antonio Sáez tenía en Collado Villalba. A estas reuniones acudía un buen amigo suyo, casi desconocido por entonces, Rafael Sanz Lobato, que luego tuvo un nombre en el mundo de la fotografía llegando a ser Premio Nacional de Fotografía del Ministerio de Cultura en 2011. Lamentablemente, Juan Antonio falleció en un accidente mientras practicaba piragüismo en el pantano de Valmayor y con ello se acabaron aquellas reuniones y el contacto con Rafael.
Rafael Sanz Lobato nos contaba historias de su constante deambular por España a la caza de imágenes. Entre otros asuntos, siempre demostró una gran pasión por su primera visita —en 1970— a Bercianos de Aliste, un pueblo perdido en las profundidades de Zamora a algo más de 50 kilómetros de la capital. Él hizo internacional la Semana Santa alistana: «Bercianos cambió mi vida», repetía con frecuencia, mientras nos mostraba impactantes fotografías de la Semana Santa del pueblo, especialmente de la procesión del Viernes Santo. Una procesión especial en la que, a una hora determinada, los habitantes salían de sus casas vestidos con las túnicas blancas que llegada la hora de su muerte les servirán de mortaja. Como un río humano, iban a la Iglesia para representar en procesión el entierro de Cristo camino del Calvario. De hecho y como prueba del amor correspondido de Rafa por esta localidad, sus cenizas descansan en el museo de la Pasión de esta localidad
Había estado en los eventos de la Semana Santa en muchos lugares de España: Sevilla, Murcia, Valladolid… Bercianos de Aliste estaba a casi 300 kilómetros de mi domicilio, lo que suponía un viaje de casi cuatro horas en aquellos tiempos de coches y carreteras muy distintas a las de hogaño. Pero… no hay nada cómo tener un aliciente para echarse hacia adelante. Madrugamos un Viernes Santo de aquellos años de principios de los 80 y nos dirigimos a Bercianos de Aliste, planteando un viaje de ida y vuelta en el día solo para ver la procesión. Si mis recuerdos no me traicionan y algunas fotografías estarán en mi archivo, la procesión tuvo lugar por la mañana. Tras ella regresamos a Zamora capital con la intención de comer en el Parador Nacional antes de seguir viaje de vuelta a casa.
Un suceso curioso nos ocurrió en el Parador ubicado en lo que en otros tiempos fue el palacio de los condes de Alba y Aliste, construido en el siglo XV. Antes de entrar al comedor y sabiendo de antemano la respuesta, me acerqué a la recepción a preguntar si por algún casual o renuncia de última hora disponían de alguna habitación libre para esa noche. La recepcionista, con una enorme sonrisa, me respondió que no, que estaba todo lleno desde varios meses antes de que llegara la Semana Santa. Mencioné que íbamos a comer en el restaurante.
Mientras degustábamos una espléndida comida con tintes locales, se acercó a nuestra mesa la recepcionista con la que habíamos hablado y nos dijo que al finalizar pasáramos un momento por la recepción para hablar con nosotros. La intriga estaba en el aire ¿habría alguna sugerencia sobre el tema del alojamiento? Nuestra intención inicial era volver a casa, pero la Semana Santa de Zamora, castellana, también tenía su aliciente.
Personados en la recepción, nos dijo que disponían y podían ofrecernos una habitación especial, tipo «suite». Pensando que el precio sería elevadísimo para mi economía, rechacé la oferta aludiendo a este extremo a lo que me comentó que el precio por «esa suite» sería el de una habitación normal. Por supuesto que nos quedamos alojados disfrutando de una habitación de ensueño, enorme, con todo tipo de comodidades entre las que se contaba una muy especial: estaba situada en un ala del palacio con un enorme balcón a una de las calles principales de Zamora por la que transcurría la procesión de esa tarde.
Pudimos deleitarnos con la procesión zamorana de la tarde del Viernes Santo desde nuestra atalaya, sentados cómodamente. Si yo hubiera estado abajo hubiera pensado quién sería aquella pareja instalada en una de las mejores habitaciones del Parador Nacional. Al final pudimos visitar Zamora el sábado por la mañana y tras comer de nuevo en el Parador regresamos a casa.
Ese suceso referido no ha sido único, aunque estas cosas no se deben contar por aquello de que no se prodiguen. En 2001 íbamos a pasar unos días, fin de semana alargado, en Mérida, Badajoz. No pudimos reservar habitación en el parador por estar completo y lo hicimos en un hotel algo alejado del centro. Antes de personarnos en nuestro hotel, pasamos a comer al Parador y… ¿mira tú que si funciona? Repetimos la operación de pasar por la recepción y preguntar.
Como si fuera una repetición de la jugada sucedió lo mismo que veinte años antes en Zamora. Nos ofrecieron la «suite» a precio normal. Antes de aceptar la oferta, dije que teníamos una reserva en otro hotel de la ciudad. El recepcionista cogió el teléfono y, de memoria, marcó el número del hotel mencionado para que pudiéramos anular nuestra reserva. Dice el refrán que «no hay dos sin tres»...