sábado, 27 de septiembre de 2008

CALOSTROS


Resulta curioso como ciertas cosas que eran de uso corriente hace no muchos años han desaparecido de la faz de la tierra, en las sociedades teóricamente avanzadas, y no porque nadie lo haya quitado, sino que los usos y normativas han hecho que de forma indirecta sean archivados en el baúl de los recuerdos.

Antaño, unas pocas a veces al año, en las casas había calostros. El calostro es leche de vaca, la primera secreción del animal tras su parto y que suele tener a partir de las veinticuatro horas y durante tres días. Como quiera que no me cabe duda que las vacas siguen teniendo terneros, incluso hoy en día, me sobreviene la interrogante de que se hace con los calostros.

Los modernos sistemas de alimentación, las normas de Sanidad y porque no decirlo, el ritmo de vida moderno que llevamos ha relegado la figura del lechero a una anécdota del pasado. El lechero de casa se llamaba Damián, y pasaba puntualmente todos los días, incluso sábados, domingos y festivos, repartiendo la leche casa por casa entre todas sus parroquianas, que según la comida que se iba a preparar en el día y la cantidad de leche que necesitaban, así le solicitaban una u otra cantidad. Siempre pensé que era imposible que Damián fuera capaz de llevar tanta leche como sus clientas le iban a requerir, lo que alimentó mis pensamientos, infundados por supuesto, de que tendría que parar su borriquito en alguna de las muchas fuentes públicas que antes existían y, sin que nadie le viera, complementar con un poco de agua sus existencias de leche para poder ajustar la demanda de todas las casas que visitaba.

El producto, la leche, llegaba directamente de la vaca a los cántaros de metal que el burrito de Damián transportaba por las calles de casa en casa y desde estos a la cazuela, donde inmediatamente era puesta a cocer, bajo la atenta y permanente mirada del ama de casa, pues de todos es sabido, ahora menos con los modernos microondas, que la leche cuando cuece aumenta su volumen en un santiamén, poniendo la cocina perdida. Tras el proceso de enfriamiento posterior, se formaba una costra de nata que era asediada por los pequeños de la casa, bien para comérsela a cucharadas o bien para untarla en pan, cubrirla con abundante azúcar y preparar una deliciosa merienda.

Como se podrá deducir, tanto los cántaros de Damián como las cazuelas de las casas se lavaban con el correspondiente jabón “lagarto” y quedaban listas para su uso al día siguiente y todos los días siguientes durante muchos años. No cabía la posibilidad de reciclaje, pues la basura no recibía ningún “brik” ni ninguna botella de plástico, efectos perniciosos que permanecen hoy día tras el consumo y que causan verdaderos quebraderos de cabeza para su procesado, amén de su coste. Ya nos hemos acostumbrado y no nos paramos a pensar que estamos tirando a la basura un envase que nos ha costado un dinero, más lo que luego nos va a costar de manera indirecta por tener que reciclarlo.
Algún día del año, de forma sorpresiva, Damián aparecía con calostros, de regalo, por ser buenos clientes. Mi abuela los preparaba y recuerdo que al final quedaba como una especie de requesón entre dulce y amargo que estaba delicioso. Se pierde en mi memoria cuando comí calostros por última vez y mucho me temo que no los volveré a comer nunca, salvo que me haga amigo de algún ganadero en algún pueblecito que se avenga a facilitármelos. Otra cuestión sería hacerse con la receta para prepararlos pero eso tendría solución acudiendo a personas más mayores que lo recuerden o si no al gran centro de conocimiento que es internet