Entre las muchas vivencias que se agolpan en mi mente tras unos cuantos años de vida, están los recuerdos de mi niñez acerca de las “vacaciones” pasadas los veranos en el pueblo de mi madre, un pueblo de la provincia de Toledo cuya principal actividad por aquellos años era la agricultura. Íbamos un hermano y yo con mi abuela a pasar los días de las fiestas y algunos más. Mi tío Rafa se dedicaba a la agricultura. Tenía una huerta que era su medio de vida. Aparte de sembrar un poco de todo para el consumo familiar y un pequeño puesto de venta, montado a diario a la puerta de su casa y atendido por mi tía Palmira, su principal objetivo era la producción de unos tomates en forma de pera que iban destinados a ser embotados como conservas.
Mi tío Rafa se ocupaba de todo, ponía la tierra, la preparaba, la semillaba, la abonaba, la cuidaba, la regaba, la limpiaba, hacía la recolección y la cargaba en un camión, alquilado por él, para llevarla a un almacén. Todo esto con permiso de la climatología y las plagas que podían hacer que un determinado año la cosecha fuera buena, regular o mala. En todo caso, lo que contaba al final eran los kilos de tomates entregados al almacén, por lo cuales le pagaban un precio muy exiguo.
Recuerdo sus comentarios acerca del papel del intermediario. Solo se ocupaba de recoger en el almacén los productos de diversos agricultores de la zona para transportarlos a su vez a las fábricas, donde el precio obtenido por cada kilo de producto era muy superior a lo pagado al agricultor. Resumiendo, mi tío ponía todo su trabajo y su riesgo a lo largo de muchos días y el intermediario iba a tiro hecho, trabajaba con el producto final, pagando un poco por él y cobrando un mucho. Por lo que se puede oír hoy en día en las noticias, estos hechos se siguen repitiendo, corregidos y aumentados, y tenemos que ver como los consumidores finales pagamos en el mercado una cantidad por un kilo de patatas que contrasta en gran manera por lo abonado por ese mismo kilo al agricultor que las ha sacado de la tierra.
Este tipo de actividad, llamémosla de “intermediario” se ha extendido por la sociedad como un río de lava sin control, quemando y arrasando todo a su paso. La denominación más socorrida es la de “empresas de servicios” o “empresas de gestión”. Una buena red de conocidos y un teléfono es todo lo que se necesita para poner en contacto quién produce con quién necesite ese producto, sean bienes o servicios. Y por ese “poner en contacto” los beneficios son pingües, y lo que es mejor, casi sin riesgo.
Seguro que todos conocemos muchos casos para ilustrar este pensamiento, pero voy a referir uno que me ha ocurrido en primera persona. No lo digo como queja sino como exposición de cómo son las cosas hoy en día.
Tras una vida laboral como empleado, he pasado en estos últimos tiempos a trabajar como autónomo haciendo trabajos de consultoría a empresas. El pasado año, concretamente en el mes de Julio, una empresa de las más grandes de este país me llamó para encargarme un trabajo. Tras unos contactos directos con la persona y departamento que requería mis servicios, llegamos a un acuerdo sobre los honorarios que se devengarían. La parte técnica y de trabajo efectivo estaba clara, pero quedaba por aclarar la parte económica. Un verdadero calvario. Esta gran empresa tiene un departamento especializado para las relaciones con los “proveedores”. Resulta que soy un “proveedor” de servicios para la misma. Y además, este departamento tiene una serie de empresas homologadas que son las únicas con las que puede tratar a la hora de efectuar pagos. Estas empresas son de un cierto tamaño y se requieren una serie de condiciones para poder ser homologado, condiciones que un autónomo no cumple ni de lejos.
La solución es la de la empresa intermediaria. Para los efectos económicos hay que hablar con la empresa intermediaria, llamémosla “I” que se encargará de los cobros y los pagos. Como resulta evidente, “I” no va a hacer todo esto sin añadir una “pequeña” cantidad por sus “servicios”. Yo ya no pienso en estas cosas y valoro mi trabajo por lo que creo que vale y así lo demando. Lo que ponga el intermediario de más es problema de la empresa que paga al final una cantidad muy superior a la que podría haber pagado si el contrato fuera directo conmigo, pero supongo que ese es el peaje por tener más “control” sobre su propio personal y sus “proveedores” para evitar que se les cuelen facturas falsas o con cantidades en demasía.
A lo que vamos. La empresa “I” realizó todos sus trámites de solicitud y cuál es mi sorpresa cuando me entero que en el mes de noviembre del pasado año ha cobrado la totalidad del importe por un trabajo que estaba desarrollando yo y que todavía no había sido entregado al cliente, entrega que tuvo lugar a finales de diciembre.
Con motivo de esta entrega y con la total satisfacción por el trabajo realizado, procedo a cumplir mi parte de contrato emitiendo con fecha dos de enero una factura por la MITAD del importe total, dado que la otra mitad no se cobrará hasta la implantación en real, prevista, por ahora, para mediados del próximo mes de abril. Es anecdótico, pero además los trámites administrativos internos de la empresa “X” hacen que a estas alturas de febrero todavía no haya cobrado “mi” factura por la mitad del importe, cuando “I” tiene la totalidad en sus cuentas desde el pasado mes de noviembre.
Cada cual que saque sus reflexiones. Un trabajo realizado a lo largo de los meses de octubre y noviembre del pasado año será cobrado en su mitad en marzo y en su otra mitad en ya veremos cuando, pero por lo menos mayo como muy pronto. Y la empresa que no ha hecho nada del trabajo, solo la parte de intermediación, ya lo tiene en su poder desde hace meses. Interesante sistema de funcionamiento.
Desconozco el importe total que por mi trabajo haya abonado la empresa que me lo encargó. Procuraré enterarme con tranquilidad para mi propio conocimiento. Pero lo que sí es cierto que en un caso anterior a este, la empresa intermediaria cobró 2,8 veces el importe que cobré yo. Si bien es verdad que en este caso hicieron algo más en la preparación del proyecto, es como el chiste del chatarrero. “Yo compro la chatarra a dos pesetas kilo y la vendo a cuatro. Con ese dos por ciento voy tirando”.
Así que, cuando llamemos a un pintor para que pinte en casa, tengamos cuidado de hablar con el que realmente va a aparecer con los cubos y las brochas, no vayamos a hablar con un intermediario y luego pretendamos que el nivel del trabajo este acorde con lo que pagamos.