sábado, 29 de abril de 2017

MICRORRELATOS



Hay mundillos que revolotean a tu alrededor sin prestarlos atención hasta que alguna circunstancia te incita a entrar en contacto y enterarte de qué va la cosa. Aficionado en gran medida a la lectura y algo a la escritura de forma modesta como pudiera deducirse de las entradas de este blog, nunca me había dado por asomarme al mundo de los concursos literarios. Las disciplinas que no son medibles me han procurado algunas insatisfacciones a lo largo de la vida y huyo de ellas como el gato escaldado del agua. Por medibles me refiero a que en los concursos, el establecimiento de los premios queda supeditado a los gustos de un jurado y por ello la objetividad y la subjetividad se entremezclan. Una disciplina medible sería una carrera donde todos los participantes salen a la vez y hay un juez, el cronómetro, que determina de forma fehaciente el orden de llegada. Pero en un concurso de pintura, por ejemplo, el ganador dependerá de circunstancias como la composición del jurado y las inclinaciones o gustos artísticos de sus miembros −y «miembras… jajaja»− que lo integren.

El domingo pasado, sin tener ni idea previa de qué iba la cosa, me acerqué a un concurso presencial de microrrelatos, palabra cuya definición extremadamente breve podemos encontrar en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: «Relato muy breve». Pero, ¿Cuánto de breve? ¿Sobre qué tema? Estas preguntas y otras serían desveladas en los prolegómenos del concurso, por lo que un poco intrigado me decidí a participar. Como digo nunca me había acercado a este asunto y tras hacerlo supongo que la variedad de formatos será tan grande como las ocurrencias de las entidades que los convoquen.

En este caso concreto, la extensión del texto estaría comprendida entre un mínimo de setenta y cinco vocablos y un máximo de ciento cincuenta, incluido el título si existiera, ya que no era obligatorio. Los signos de puntuación no sumaban en el conteo. Te entregaban un sobre con un número, una ficha, un folio sellado con el mismo número que el sobre y un folio en blanco para borrador. En la ficha se rellenarían los datos personales y se introduciría en el sobre para garantizar el anonimato y no condicionar el fallo del jurado, compuesto por tres miembros que valorarían y puntuarían los trabajos presentados para establecer un ganador y dos accésits. El premio era de cien euros para el ganador y dos lotes de libros para los concursantes que obtuvieran los accésits.

Además de todas estas características, faltaba lo principal. ¿Tema libre? Pues no. En estos tiempos modernos en los que parece que el teléfono móvil es imprescindible para todo, una aplicación elegiría cuatro palabras al azar y esas cuatro palabras tenían que figurar al menos una vez en el texto entregado o en el título si se optaba por ponerlo, eso sí, con posibilidad de variación de género y de plural o singular. El organizador del concurso dijo aquello de preparados, apretó el botón del móvil y pronunció las palabras mágicas: «payaso, carta, manzana, pistola».

La veintena de concursantes que nos habíamos presentado nos lanzamos a desarrollar nuestros escritos en el papel borrador, contar, arreglar, corregir… en una carrera frenética para poder tener listo en esos 30 minutos nuestro relato y entregarlo en la mesa de organización, boca abajo para que en ningún momento se pudiera identificar. Parece que 30 minutos son muchos minutos, aunque tras las experiencia puedo asegurar que no, y eso que en mi caso me sobraron cinco tras pasar a limpio el texto que además tuve que modificar ligeramente para no sobrepasar y quedarme en los ciento cincuenta vocablos que como máximo se permitían.

En fin, toda una experiencia novedosa para mí, y muy enriquecedora, que arrojó como resultado el texto que reproduzco a continuación.

La entrevista

Una comunicación intrigante a través de un mensaje de wasap, nada de cartas clásicas por correo ordinario. John tendría que acercarse a una dirección para la entrevista, a una hora intempestiva por su nocturnidad. Ante él, un palacete mal conservado, con siglos y telarañas. Sus nervios le hacían voltear su fetiche, una manzana que guardaba en su bolsillo. Subió a la entreplanta indicada y golpeó la aldaba sin mucha convicción. Pasaron los minutos sin recibir contestación. Cuando ya se marchaba, los goznes dejaron escapar un chirrido y la puerta comenzó a abrirse invitándole a entrar. Sin mucho convencimiento, penetró en una estancia mayúscula, en una cierta penumbra. Por toda decoración un cuadro mostraba un payaso fluorescente y en una mesita baja había una pistola. No había nadie y la puerta se cerró como por arte de magia. Una voz de ultratumba le indicó: ¡Tome la pistola y siga!

No sé si a toro pasado es bueno volver a repasar mentalmente las cosas, pero es una cuestión que no puedo evitar hacer. Uno de los momentos más inútiles del concurso, en mi opinión, es el conteo de los vocablos empleados. Bien es verdad que es un tema que afecta a todos los concursantes, pero quita un tiempo y un error puede invalidar la participación. Supongo que cuando uno ya es veterano en este tipo de pruebas consigue saber más o menos la extensión por la ocupación en la página, pero eso no inhibe el proceso de conteo del borrador y el mismo proceso en la prueba definitiva. Por ello, se me ocurre que el uso de una plantilla facilitaría a los concursantes cumplir las bases en cuanto al mínimo y máximo de palabras y posteriormente al jurado verificar este extremo. He preparado una posible plantilla que puede verse en la imagen a continuación. Ahí queda la idea.