domingo, 5 de noviembre de 2023

NYCmarathon 3de3

Coincidiendo con la celebración en el día de hoy, 5 de noviembre de 2023, de la 52ª edición de la maratón de Nueva York, continúa y finaliza el relato iniciado en las dos entradas anteriores  acerca de mi participación en la maratón de Nueva York de 1997. Una carrera que se lleva celebrando desde 1970 y alcanza cifras estratósfericas: el año pasado, 2022, finalizaron la carrera 47.839 corredores de 131 países. El coste de participación en la carrera para 2023, general, es de 295 dólares. Más información en la página web.

Enlace a las dos entradas anteriores: Parte-1 y Parte-2

 

Por fin, el alcalde de Nueva York disparó el ya clásico cañonazo que daba la salida. No llovía todavía pero el día amenazaba lluvia. Nos lanzamos todos, los treinta y pico mil corredores, a inundar el puente, por tres carriles diferentes, los dos superiores y el inferior, por el que discurrieron los primeros kilómetros. Había bastante niebla, lo que dificultaba la labor de los helicópteros que intentaban tomar las mejores imágenes de la salida de la prueba. No nos dábamos cuenta, pero como era lógico no había público animando: la entrada en el puente estaba prohibida a vehículos y peatones. Se experimentaba el silencio y la soledad en medio de aquella multitud de corredores, cada cual con sus pensamientos, intentando coger un buen ritmo de carrera.

A la salida del puente, todavía la carrera con tres circuitos separados, el silencio se transformó en algarabía. El público se agolpaba en puentes y aceras, animando sin cesar a los corredores. Por momentos costaba correr ya que no había sitio físico para hacerlo.

Casi sin darme cuenta fueron pasando los kilómetros, que digo, las millas que estamos en Nueva York. Este primer discurrir de la carrera era un paseo por la historia de las razas, de las etnias: italianos, escandinavos, irlandeses, hispanos… Solo con ver los barrios, la gente que animaba, niños, mayores, hombres, mujeres, de toda raza, clase y condición, el espectáculo te llevaba adelante. La carrera estaba empezando y la distracción absorbía tus pensamientos. Eran continuos los avituallamientos de líquido, agua y Gatorade y el público, especialmente los niños, te ofrecían la mano e incluso plátanos, caramelos, chicles, etc. Toda una fiesta. Guardo un especial recuerdo al atravesar el barrio judío, donde hombres y niños asistían a la carrera. Todos parecían empleados de la misma empresa, sus gorros, sus gafas y sus tirabuzones, todos igualitos …

Hacia la hora y media de carrera, el primer diluvio. Llovió con tanta fuerza, que como han dicho luego, fue estúpido. Qué manera de llover, que cantidad, la calle era un charco puro y casi ni se veía, pero el público seguía animando y los corredores se lo tomaban casi a broma. Menuda broma.

De pronto me encontré con la pancarta que denotaba la media maratón, casi en la rampa de subida al puente Pulanski, segundo de la ruta. No ponía eso de 21 y pico kilómetros sino 13,1 millas, claro está. Miré al reloj y comprobé con estupor, y a continuación preocupación que habían transcurrido, 1 hora y 50 minutos. ¡Solo una hora y 50 minutos! Iba demasiado deprisa, más bien, muy demasiado deprisa; me quedó claro que luego lo iba a pagar. Ralenticé mi marcha y seguí con mis pensamientos, ya en el tercer barrio de los cinco que cubre la carrera, el barrio de Queens. Bajo la lluvia íbamos al encuentro del tercer puente y siguiente punto clave, el puente de Queensboro, que suponía un desnivel, el kilómetro 25 y la entrada en Manhattan.

Ataqué despacio la rampa del puente, tremenda, con un pequeño beneficio al correr por la pasarela inferior, lo que evitaba casi la lluvia, salvo goterones. Paso corto, ojos fijos en el suelo, cuando me quise dar cuenta estaba empezando la rampa de bajada, saliendo del puente, en una curva cerrada, rebosante de público que animaba sin cesar. El no tener que buscar a nadie entre los espectadores te liberaba de fijarte con detenimiento en las caras del público. Casi sin darme cuenta… había alcanzado Manhattan.

Estaba en la tremenda, a lo ancho y a lo largo, primera Avenida, que me conduciría, con una suave pendiente ascendente al famoso barrio del Bronx, pero todavía quedaba lejos. La tremenda anchura de la calle alejaba el público de los corredores, que seguían siendo muchos todavía. Hacia el kilómetro 28 me sobrevino el temido «muro», esas tremendas ganas de parar, de ya está bien, de andar un rato y luego seguir corriendo de nuevo … Seguía lloviendo, aunque no con intensidad.

Me vinieron a la mente todos los ánimos recibidos de amigos y compañeros, todas las horas y kilómetros de preparación, esas ganas de terminar corriendo completamente la maratón y muchos miles de pensamientos más en unos instantes. Procedí, siguiendo las instrucciones que había leído en un libro de Higdon sobre corredores de Maratón, a efectuarme un auto chequeo completo antes de parar. Iba muy bien de respiración, no me dolían las piernas, no me dolía nada... ¿que me pasaba? Era el temido muro, que había llegado. Psicológicamente le bordeé, porque no podía saltarlo y como dice el refrán «ajo y agua» y lo de agua sin segundas intenciones: a seguir corriendo que para eso estaba allí.

Animado de nuevo, por fin se acabó, dolorosamente, la primera avenida, en el puente Willis que comunica con el Bronx. Lo de dolorosamente era debido a la rejilla metálica de que estaba hecha la base del puente, y a pesar de las alfombrillas que habían colocado, los remaches de los clavos se hundían como puñales en las doloridas y castigadas plantas de los pies. Las suelas de las zapatillas parecían de papel.

El paso por el Bronx fue muy rápido, pues era de un kilómetro más o menos, lo que dio poco tiempo a observar la gente que aplaudía, todavía bajo la lluvia, pero se notaba diferencia de clase y condición. El kilómetro 30 había quedado ya atrás y mentalmente comenzábamos a «bajar» de nuevo hacía Manhattan, a través de Harlem. A la puerta de alguna Iglesia los coros de «spirituals» nos obsequiaban con sus cánticos, siempre bajo una lluvia que no cesaba. En la vuelta para rodear el Marcus Garvey Park el diluvio llegó de nuevo. Ni siquiera subiéndose a la acera se podía evitar el correr sobre un inmenso charco de agua, pues toda la calle lo era. Hubo un corredor que, en la desesperación, se tumbó en el suelo e hizo como si fuera nadando.

Central Park estaba al alcance, aunque la entrada en el mismo era una subidita terrible. Eran alrededor de cuatro horas de carrera, empapados y fríos por el agua, pero casi estaba conseguido. Seguíamos corriendo en masa, lo que parecía increíble en esos tiempos de carrera. La alegría del parque, del público que seguía animando a los corredores bajo la lluvia y las subidas y bajadas de las colinas eran a la vez castigo y alivio para los corredores, que ya apreciaban cerca el final de la aventura.

Hacia el kilómetro 39 me sobrevinieron unos tremendos calambres en las piernas, especialmente en la derecha en la que había padecido la tendinitis de la fascia. Casi se apodera de mí el pánico, solo faltaban un par de kilómetros, pero no podría llegar corriendo. Me abrí paso entre el público que se agolpaba a ambos lados en busca de una farola, para realizar unos estiramientos. Noté que la gente me miraba entre asombrada y estupefacta. Me vinieron bien y me reincorporé de nuevo a la carrera con la determinación rotunda de llegar corriendo como fuera. Al salir de nuevo, una persona del público me dio una cariñosa palmada en la espalda y me animó con el consabido ¡go, go, go!

Los calambres se redujeron un poco pero siguieron molestando ya casi hasta el final, que se veía cerca, pues por encima de los árboles se adivinaban los altos rascacielos que marcaban el final del parque. Esto fue un pequeño error, ya que la carrera salía del parque a la calle 67 para volver a entrar de nuevo por la esquina de Colón. Fui adelantando bastante gente pues veía viable llegar en el tiempo que me había propuesto, esto es, por debajo de las 4 horas y 30 minutos.

De nuevo entrada en el parque para recorrer entre vallas los pocos cientos de metros que conducían a la apoteosis final. En ese momento de acordé de Arturo, echando de menos aquel ánimo en la entrada del estadio Vallehermoso «disfruta de la vuelta, te lo has ganado» y me dispuse a disfrutar aquellos metros. Los paladeé con gran satisfacción, elevé una oración, una más dando las gracias y me dispuse, como dicen que hay que hacer, a «arreglarme» para mi entrada. Seguía lloviendo, aunque eso ya no importaba nada. Me quité la cinta del pelo, para la foto, pensé en no mirar a mi reloj para no tapar el dorsal y en el mismo segundo que otros seis ¡SEIS! corredores crucé la línea de meta en 4:27:22, cumpliendo el objetivo propuesto. Mark Robillard (40 años), Donal Paine (48), Leslie Hiller(31), Toshikiyo Hirahara(56), Kimm Richardson(51), Tish Weidman(31), y el que esto escribe(42) coincidieron en un mismo segundo bajo la pancarta de llegada, un dos de noviembre de 1997 en la maratón de Nueva York.

Para darse una idea de la masificación de corredores, solo mencionar que en el minuto 27 de las 4 horas alcanzamos la meta 209 corredores.

Un voluntario se hacía cargo de cada corredor en la meta, conduciéndole entre las cintas a la llegada definitiva. Una medalla en el cuello, una manta de aluminio primorosamente fijada con un con papel celo para que no se abriera y un «congratulations» pusieron fin a esta aventura, que acabó bien.

Lo que ocurrió después ya es parte de la historia siguiente…