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domingo, 28 de abril de 2019

tataVASCO




Cuando las personas hemos transitado por este mundo una montonera de años, las dimensiones de los sucesos a los que asistimos pueden adquirir cotas impensables. Un día de esta pasada semana he estado con un amigo en el que me atrevería afirmar es un casi desconocido pueblo de Madrigal de las Altas Torres, en la provincia de Ávila. Está fuera de los caminos normales por lo que hay que tener la intención formal de acercarse a él al estar distante de Arévalo, un sitio tradicional de paso, unos veinticinco kilómetros, lo que supone un desvío de cincuenta kilómetros si contamos la vuelta. La distancia a Madrid es de poco más de ciento cincuenta kilómetros.


Como buen zascandil —en el aspecto de inquieto de la primera acepción del diccionario— era la quinta vez que visitaba exprofeso esta localidad. Cuna de Isabel la Católica, lugar de residencia de sus primeros años de vida, se trata de un pueblo amurallado del tamaño de Ávila, aunque las murallas no están tan conservadas como las de la capital. Tiene un par de elementos de visita principales: el Palacio de Juan II —donde nació Isabel y donde se celebraron las primeras Cortes españolas— y la iglesia de San Nicolás de Bari, con un artesonado que asombra al visitante. Pero aparte de un agradable paseo hay más cosas que pueden llenar un día de visita de forma agradable y placentera a cualquier viajero que disfrute con este tipo de turismo cultural. La Oficina de Turismo local, regentada por Joana, informa y facilita las visitas de forma magistral. Hay otro asunto histórico conocido como «El pastelero de Madrigal» que solo menciono de pasada para aquellos que quieran investigar un poco.


A lo que vamos. En los últimos años de vida, muchas personas pensamos que es una buena tarea devolver a la sociedad lo que te ha dado, en forma de colaboraciones con otros, ayudas, formación u otras posibles actividades que pueden llenar de forma muy placentera las horas (teóricamente) disponibles de una persona libre de obligaciones laborales y suponiendo que no tenga otras.


Uno de los monumentos visitados en Madrigal es el Hospital fundado en 1443 por María de Aragón, primera esposa de Juan II y madre de Enrique IV, hermanastro de Isabel la Católica. Tras muchos avatares en siglos de historia, ha sido recuperado por el municipio para diferentes actividades. Una de las salas que alberga está dedicada a una exposición de diversos objetos de procedencia mexicana. ¿Qué sentido tiene esto?


«Tata» es el diminutivo cariñoso que los mexicanos utilizan para referirse a los padres y «Vasco» es el nombre de un insigne español llamado Vasco de Quiroga. Atento a estos personajes «escondidos» de la historia de España, últimamente y debe ser por tener las «antenas» activas, me voy encontrando con algunos de ellos que me llaman la atención. Como ejemplo, quedan comentados en este blog Pedro Sainz Rodríguez en este enlace o Blas de Lezo en este otro enlace. Ilustres españoles a mi entender que no son tan conocidos como creo que se merecen.



No es cuestión de reproducir aquí la biografía de Vasco de Quiroga que puede encontrarse en la red a poco que utilicemos el buscador, pero sí resaltar el aspecto que ha llamado mi atención. Nacido en 1470 en Madrigal, humanista y experto en leyes, desarrolló una intensa labor en la Real Chancillería vallisoletana. A los 65 años, una edad casi imposible de alcanzar para muchas personas en esa época, fue nombrado oidor de la segunda audiencia de México, en el recién descubierto continente americano donde todo estaba por hacer, con lo que tuvo ocasión de asistir en persona a «la espantosa miseria en que estaban sumidos los indios de la capital mexicana, vendidos, vejados y vagabundos por los mercados, recogiendo las arrebañaduras tiradas por los suelos» como él mismo escribió. Tras algunas actuaciones beneficiosas en favor de los indios en la capital, se trasladó a Michoacán.


Vasco de Quiroga quedó más impresionado todavía por el trato que se daba a los indios purépechas, objeto de inadmisibles tropelías por los conquistadores, entre las que figuraban el marcarlos con hierros candentes como a los animales. Con 67 años profesa como religioso y es nombrado Obispo de Michoacán. Hasta su muerte, ocurrida a la edad de 95 años, insisto en que era una edad impensable, desarrolló una labor humanitaria descomunal en favor de los nativos que le consideraron su «tata». Todavía hoy en día, casi cinco siglos después, se le recuerda con veneración, se la saca en procesión y los descendientes siguen agradecidos y prueba de ello son los regalos que siguen enviando a España cada año y que engrosan el pequeño museo mexicano de Madrigal, ciudad hermanada con Michoacán.


Cuando hoy en día muchos de nosotros estamos anhelando la retirada laboral para tener tiempo de «no hacer nada», un español, quinientos años atrás, empezó una nueva vida dedicada a los demás en una tierra lejana e ignota. Un ejemplo sobre el que meditar.





domingo, 21 de abril de 2019

MUSEOdelCINE




En un ya lejano febrero de 2011 escribía en este blog la entrada «CINE» en la que contaba algunas experiencias y reflexiones personales sobre este arte. Muy aficionado en el pasado a asistir a las salas de cine, últimamente, por unas razones u otras, acudo poco, quizá sea por el desplazamiento necesario en coche debido a la desaparición de las salas de cine en los pueblos y la concentración en grandes espacios. Trato de acudir cuando alguna película es de esas que «hay que ver en pantalla grande».


En un curso de mayores realizado hace algún tiempo en la Universidad Carlos III de Madrid tuvimos una asignatura dedicada al cine. Tengo por ahí los apuntes que incluyen una relación de las películas comentadas y recomendadas por el profesor desde los inicios hasta el año 2000: empezaba la lista por El regador regado (L'arroseur arrosé, año 1895, un minuto de duración) de Louis Lumiére y finalizaba con Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark, año 2000, dos horas y veinte minutos) de Lars von Trier. Una relación de cerca de ochenta películas que reflejan la historia del cine en los siglos XIX y XX a juicio de este profesor —Daniel A. Verdú Schumann— y que me sirvió para un acercamiento a este mundo y a coleccionar las películas en un disco duro y (volver a) ver muchas de ellas. Años más tarde, un estupendo monográfico en esa misma universidad impartido por tres profesores —Carlos Manuel, Agustín Gamir y Víctor Aertesen—tuvo por título «La ciudad y el cine» y resultó un espléndido recorrido por el tratamiento que las ciudades, reales o ficticias, habían tenido a lo largo de la historia del cine.


En la imagen que acompaña a esta entrada podemos ver dos personajes que catalogaría de importantes en la historia del cine. El de la izquierda, en su representación en estatua de cera, es Louis Lumiére, el inventor de este llamado séptimo arte, aunque habría mucho que discutir sobre el asunto y este no es lugar para ello; detrás de grandes nombres hay siempre otros personajes que no salen a la luz y que tuvieron una importancia capital.


El de la derecha quizá sea más desconocido para el público en general. Su nombre es Juan Carlos Jiménez Ruiz y ha estado desde su niñez enganchado al mundillo, pues su padre regentaba un cine de pueblo y él, desde sus ocho años, colaboraba en tareas de venta de entradas, vigilancia de la sala y manejo de los proyectores. Todo esto lo cuenta en un delicioso libro titulado «Sentados en la butaca de un cine, o la aventura de tener un cine» que para las personas que cuenten con un elevado número de años desatará sin duda hermosos recuerdos de aquella época de los sesenta y setenta en que ir al cine era casi la actividad principal y única de los fines de semana en los pueblos. Llevo la lectura por la mitad del libro y cada página rememora recuerdos del cine de mi pueblo, un edificio majestuoso, cerrado y decrépito en la actualidad, que se está cayendo a pedazos y que unos por otros dejaremos perder hasta verlo convertido en un centro comercial o bloques de pisos.


No lo conocía hasta hace un par de meses, pero el Museo del Cine ubicado en la Sala de un antiguo cine, el París, en Villarejo de Salvanés, Madrid, es de visita obligada. Acudir de forma personal solo es posible el primer domingo de cada mes, concertando la visita previamente; al coste de cinco euros por persona, el recorrido de cerca de dos horas por la historia del cine con los comentarios del propio Juan Carlos es una delicia. Aparatos de todas las épocas, proyectores, afiches, carteles, fotografías de actores, uniformes de acomodadores… todo lo relacionado con el mundo del cine en cantidades industriales que alegran los sentidos y los recuerdos. Las anécdotas, que Juan Carlos cuenta con cuentagotas para promocionar su libro «Anecdotario del cine», hacen las delicias de los mayores evocando experiencias personales que sin duda todos hemos tenido en relación con este mundo de los cines en aquellos años.


Juan Carlos Jiménez, toda una vida dedicada al cine, pertenece a la Academia y recientemente ha sido distinguido en este año de 2019 por la Comunidad Autónoma de Madrid por su trayectoria cinematográfica. La colección es magnífica, me atrevería a calificar que única en el mundo y muchas de sus piezas viajan todavía a escenarios actuales para ambientar películas cuando no a exposiciones en otras localidades. Cuando pase algún tiempo volveré para disfrutar de nuevo de los comentarios de Juan Carlos y de la contemplación de los magníficos objetos expuestos en su museo.