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domingo, 21 de abril de 2024

«INMUNDICIA»

 

Esta semana nos desplazábamos un grupo de amigos a degustar un espléndido cocido madrileño en un pueblecito perdido de la provincia de Guadalajara. Sí, el cocido madrileño es como los de Bilbao, que nacen donde les apetece según el momento. Se puede comer un buen cocido madrileño en cualquier sitio, aunque no sea Madrid y su provincia

En la clase de historia moderna de esta semana, el profesor nos relataba los avatares del villorrio de Madrid cuando en 1561 se convirtió en la capital del reino por designios del rey Felipe II. Contaba por aquel entonces con 10.000 habitantes que se convirtieron en 34.000 en diez años y alcanzaba la cifra de 85.000 al finalizar el siglo, en 1600. Estamos en lo que los Historiadores denominan la Época Moderna, pero las villas y pueblos habían evolucionado poco en cuanto a lo que hoy denominamos urbanismo. Concretamente las calles eran un tremendo barrizal, especialmente en días de lluvia por lo que transitar por ellas era una verdadera aventura. Y además estaba aquello del «agua va», grito que precedía —o acompañaba— al arrojo desde cualquier ventana de agua por lo general no muy limpia.

Aunque supongo que en esta España de nuestras entretelas quedarán pueblos con las calles sin urbanizar, la mayoría de ellos disfrutan en la actualidad de un sistema de saneamiento y de unas calles ausentes de barro y lodazal. Asfaltadas, soladas con adoquines, hormigón u otros materiales, uno puede caminar por ellas incluso en días de lluvia sin temor quedarse enfangado en el barrizal. Al menos este es el caso del pueblecito que visitamos donde el paseo por sus calles limpias y saneadas fue un placer.

Con mayor o menor limpieza, las calles de nuestras ciudades y pueblos son transitables. Siempre encontraremos al grafitero dejando huella de su «arte» en cualquier muro o al desalmado que acaba su paquete de tabaco y lo arroja al suelo sin el menor recato, así como la colilla una vez consumido el cigarrillo. Por no hablar de otros desperdicios que son todavía más desagradables y molestos, como las cacas de perro, pues, aunque hay muchos dueños concienciados que las recogen, las seguimos viendo en cantidades no despreciables en nuestras calles. Pero, bueno, son transitables mirando donde se pisa.

Con todo este progreso en las cuestiones materiales, hay un tipo de inmundicia que ha ido a peor, especialmente en los últimos tiempos, y es aquella que se instala y anida en el corazón de las personas. En este caso no hay autoridad que pueda limpiarla si la persona no se deja. Los hechos que se producen en el mundo a diario en estos últimos tiempos denotan una cochambre en nuestros corazones que nos hace comportarnos de una manera agresiva con los demás. No es cuestión aquí de relatar los numerosos hechos que a todos los niveles —locales, regionales, nacionales y mundiales— nos afectan y que llevan a pensar a aquello de que «paren este Mundo que me bajo».

La espiral de violencia en todos los temas ya no se queda en los comentarios de los cuñados en las cenas de Navidad y trasciende a todos los ámbitos, donde uno permanece callado sin dar su opinión viendo el encono y la falta de tolerancia y empatía que domina las relaciones entre las personas. Y para muestra un botón, un sucedido en la clase de mayores de la universidad. A veces un suceso que nunca imaginas que podría suceder en un determinado contexto te rompe todos los esquemas.

Acaba de terminar la clase de Historia Moderna de España, impartida por el profesor Enrique Villalba en los Cursos para Mayores de la Universidad Carlos III de Madrid. Un centenar de personas mayores, casi todos superando los setenta años, atiende estas clases durante un curso completo, algo reducido, dos días por semana.

En los minutos de receso entre clase y clase, un alumno se dirige a la última mesa de la clase donde se encuentra la hoja de firmas de asistencia. Al llegar hay una persona firmando y otra esperando. Se sitúa tras ella, haciendo la cola correspondiente. Cuando termina el que estaba firmando, otra persona, sin esperar la cola, coje las hojas de firmas y se dedica de una manera nerviosa a consultar las páginas, con ademanes bruscos, visiblemente malhumorado. No llevaba un bolígrafo en sus manos. Como no parecía que tuviera intención de firmar, el alumno que estaba en la segunda posición de la cola se dirige a él, con toda la educación del mundo, y le pide por favor que respete la cola y les deje firmar.

La respuesta es lanzar las hojas a la mesa con desdén, encararse, hacer el ademán de dar un cabezazo a su interlocutor y le sigue un puñetazo (real, aunque muy leve) en el estómago. Al tiempo le dice:

—Dame un motivo para partirte la cara, hijo de puta.

Menos mal que no le dio por responder a esta provocación fuera de todo lugar, pues imagino que el numerito que se hubiera montado seria impropio del lugar, una clase de una universidad y encima con personas talluditas en las que la testosterona debería estar controlada. El asunto se quedó ahí y no fue a mayores.

La palabra inmundicia tiene una primera acepción en el diccionario de «suciedad» pero una segunda muy reveladora de «impureza, deshonestidad». Las emociones están a flor de piel y sacan de quicio con enorme facilidad al ser humano, restándole hasta límites insospechados esa condición de humanidad. Como de todos es sabido, una de las curas más alegadas contra esto es la educación, pero parece que ahora eso no se lleva. Y no solo entre los jóvenes —algunos jóvenes— sino en la sociedad en general. Apañados estamos