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domingo, 25 de noviembre de 2018

OPCIONES




¡Hasta ahí podíamos llegar! No alcanzo a imaginarme como se puede entrar en un comercio de los de toda la vida y sin abrir la boca sea el dependiente el que te llene la cesta de la compra. Pero al paso que vamos a todo podemos llegar. Y si no vean el anuncio de la imagen en el que nos aclaran, por si teníamos alguna duda, que podemos elegir lo que queremos comprar.

Que los tiempos han cambiado y mucho no se nos escapa a nadie. Recuerdo en mi infancia cuando lo de ir a la compra era una tarea diaria a la que muchas veces, cuando estaba libre de obligaciones escolares, me mandaba mi madre. Una cuestión fundamental es que en casa no había frigorífico, con lo que la conservación de los alimentos era un verdadero problema, especialmente en verano. Se compraba, en el mercado o en los comercios próximos, estrictamente lo que se iba a consumir en el día. En una ventana de una habitación que daba a un patio trasero en el que nunca llegaba el sol, había un cajón con paredes, suelo, techo y puerta hechos con valla metálica muy fina que llamábamos «la fresquera», donde se guardaban los alimentos fuera del alcance de bichos para que pudieran conservarse un poco más frescos, a temperatura ambiente. Las bolsitas de cubitos de hielo era un invento todavía por descubrir y lo único que se podía hacer, para circunstancias especiales, comprar un trozo de barra de hielo en una fábrica cercana.

Al disponer ahora de frigorífico y congeladores en las casas, este asunto de la compra se hace semanalmente e incluso quincenalmente pues las técnicas de conservación permiten que la caducidad de los alimentos sea a largo plazo. Algunas personas mantienen la costumbre de la compra directa en carnes, pescados o frutas, pero son las menos. Fijémonos, por ejemplo, en la leche, un producto que era llevado directamente a diario a casa por el lechero y que ahora podemos comprar con caducidad de meses en el tetrabrik y que ni siquiera hay que conservar en frío. Y como la leche otros muchos alimentos.

Y fuera ya de lo que es la alimentación y volviendo al tema de las compras, la fiebre y la importación de costumbres extranjeras nos ha llevado esta semana pasada a la locura denominada «black friday», es decir, «viernes negro», un concepto que ha puesto patas arriba ya de una forma arraigada estos últimos días de noviembre y que lo que antes era un día ahora es una semana e incluso más, pues ha aparecido el «ciber monday» establecido el lunes siguiente para los retrasados. Lo que en principio era algo relativo a la tecnología ha llegado a todo tipo de comercio, lo que genera verdaderos quebraderos de cabeza a los comerciantes que no quieren perder comba pues muchas personas aprovechan estas rebajas anticipadas para adelantar sus compras de Navidad.

Con la gran cantidad de datos personales que aportamos voluntaria o involuntariamente con nuestros teléfonos móviles o nuestras interacciones en redes sociales, nuestras búsquedas en internet, nuestros pagos con tarjetas de crédito y otras muchas fuentes, las empresas aplican sus algoritmos y «saben» casi mejor que nosotros lo que vamos a hacer y los que nos conviene. De hecho, muchas de ellas aprovechan todos los medios a su alcance mediante «App’s» en teléfonos móviles o correo electrónico para ofrecernos productos que andamos buscando. Haga Vd., la prueba de buscar en medio de una semana en cualquier plataforma un restaurante en Segovia y verá como le llueven ofertas de todos lados sobre el particular, por no menciona el buscar una aspiradora en alguno de los grandes comercios y observar como en los días siguientes nos llueven ofertas de aspiradoras.

Estamos a un paso de que esas recogidas de datos se alimenten, además, con datos biométricos que permitan ir un paso más allá a los fisgadores. El llevar una pulsera que monitoriza nuestra actividad física, nuestras pulsaciones o nuestra tensión arterial, permitirá a los algoritmos saber mucho más acerca de nosotros y recomendarnos incluso hasta la toma de medicamentos en el futuro. Con esto, cuando entremos en la carnicería, el algoritmo nos preparará directamente nuestra compra del día sin que podamos abrir la boca. Si nos apetecen unos callos pero nuestro colesterol está alto, ese día nos quedaremos con las ganas y a cambio nos servirá unas lonchas jamón de york light o filetes de pechuga de pollo.


domingo, 18 de noviembre de 2018

ELÉCTRICOS




Los que tengan ya unos años recordarán sin duda la profunda crisis que tuvo lugar en los años setenta del siglo pasado, concretamente en 1973, que ocurrió a nivel mundial y acabó siendo denominada «Crisis del Petróleo». La dependencia del parque automovilístico  y de la industria de los combustibles derivados del petróleo puso todo patas arriba y parecía que a largo plazo había que remplazar la energía que moviera los vehículos.


Pasó el tiempo y no parecía que ninguna empresa estuviera interesada en abordar investigaciones, serias y profundas, que permitieran un plazo razonable sustituir gasolinas y gasóleos y dotar a los vehículos de un sistema de propulsión diferente. Se hicieron algunas incursiones en el mundo del gas, pero fueron pocos los vehículos que pasaron a este nuevo combustible que por cierto ahora vuelve a la carga. Se habló también de inventos como el famoso motor de agua, pero todo indicaba que el poderío económico de las grandes petroleras hacían olvidar estas investigaciones.


Hace relativamente pocos años, la «locura» de una nueva empresa de fabricación de automóviles que anunciaba una propulsión cien por cien eléctrica parece que puso en guardia al resto de empresas que empezaron una alocada carrera de investigación. Ya había bastantes coches híbridos, esto es, propulsados por baterías eléctricas y alternativamente por gasolina o gasóleo, pero la cosa no acababa de cuajar. El anuncio de Tesla y sus coches cien por cien eléctricos removió los cimientos del mercado.


En mi opinión, no sé si modesta pero desde luego atrevida, el coche eléctrico es un tremendo error, un error descomunal. Lean la siguiente cita recogida de este excelente artículo en Eldiario.es:



Los datos científicos apuntan a que, en las próximas décadas, el continuo crecimiento del consumo de energía que hemos disfrutado desde mediados del siglo XVIII se va a acabar. Vamos a tener que realizar una gran transición hacia una sociedad que no dependa de los combustibles fósiles y cada vez más científicos/as estamos alertando de que ésta no va a poder basarse únicamente en cambios tecnológicos. En esta misma década, para poder reaccionar frente al pico del petróleo, vamos a tener que emplear herramientas de todo tipo: sociales, económicas, políticas, etc., medidas que casan muy mal con nuestra economía de mercado y que van a requerir importantes niveles de conciencia ciudadana y voluntad política.



En estos últimos días, las noticias nos inundan en una loca apuesta de los Gobiernos por los coches eléctricos y anuncian el Armagedón a largo plazo, años 40 o 50 de este siglo, prohibiendo los motores de combustión de forma radical. Desde luego de cara a la contaminación del planeta y de las grandes ciudades esto será un paso tan grande casi como el que dio Neil Armstrong en la luna hace casi 50 años. Pero el sector se lleva las manos a la cabeza: las empresas automovilísticas no están preparadas para fabricar en serie y en grandes tiradas coches eléctricos, las gasolineras han puesto el grito en el cielo por los costes y la poca rentabilidad actual de convertirse en «electrolineras» —palabra que no ha llegado todavía al diccionario— y mucho me temo que la economía de los países, basada en unos impuestos estratosféricos sobre los carburantes, pueda resistir renunciar a estos ingresos. De hecho, parece que cuando las arcas del Estado están bajas suben los precios de los carburantes, especialmente en días como puentes y vacaciones, sin una razón que parezca más plausible que recaudar más.


Por experiencias en otros sectores a no tan gran escala, el asunto de las baterías está todavía un poco verde. ¿No andamos todos a vueltas con los teléfonos día tras día por culpa de la batería? Hay anuncios de que no solo será difícil tener materiales básicos para fabricar tantas baterías, sino que serán un problema a la hora de su desecho, por su alto poder contaminante.


Las que sí se frotan las manos con este asunto con las compañías de electricidad. Ya apuestan por esto del coche eléctrico y dicen que se van a lanzar en una carrera desenfrenada a instalar puntos de recarga de vehículos por toda la geografía nacional para sumarse al carro. Es una forma añadida de vendernos más electricidad y a unos precios que están por ver. Ya tenemos en nuestras casas una factura desorbitada de la luz como para añadir nuevos consumos bien en nuestras viviendas para recargar los vehículos bien en «electrolineras» o puntos de recarga que no serán precisamente gratuitos. Y añado, tampoco serán rápidos, pues se anuncian tiempos de al menos veinte minutos para recargar parcialmente los vehículos. Si ahora muchas veces nos desesperamos en las gasolineras por el tiempo que se tarda en repostar… ¿estamos dispuestos a sumir el tiempo, muy superior, en todo caso, de recarga de nuestro coche eléctrico?


Paralelamente a todo esto, el Gobierno español anuncia que quiere cerrar todas las centrales nucleares. Yo ya no sé cómo entender todo este galimatías. ¿Cómo va el país a producir la ingente cantidad de electricidad añadida que supondría un parque de vehículos cien por cien eléctrico?


En la entrada de este blog titulada «RECARGA», de la que por cierto he reutilizado la fotografía, se hablaba también de estos asuntos. Era septiembre de 2017, hace un año, pero el mercado no se había disparado con anuncios demonizantes de los vehículos de combustión. Los diésel, poco menos que han quedado proscritos, a pesar del esfuerzo en investigación que las empresas, algunas de ellas que no han optado por hacer trampa— para reducir las emisiones de este carburante. ¿Recuperarán toda esta inversión si siguen las ventas de vehículos diésel cayendo en picado como en estos últimos meses?


Las cosas no se pueden arreglar a martillazos, decretos apocalípticos y bandazos en uno u otro sentido que dejan a empresas y particulares con el paso cambiado. No hemos hecho los deberes durante muchos años y ahora los queremos hacer la noche antes del examen. Pues lo más normal es que nos equivoquemos y fracasemos.


Toda la investigación que se está dedicando al vehículo eléctrico debería enfocarse según la voz autorizada de algunos expertos, hacia la alimentación por pila de hidrógeno, elemento muy abundante en la naturaleza, que necesitaría una pequeña pila para activarse y que «contaminaría» la atmósfera con vapor de agua. Como ya recomendaba en la entrada antes aludida, una lectura muy esclarecedora sobre el asunto puede encontrarse en el libro de Jeremy Rifkin titulado «La economía del hidrógeno» del cual puede leerse una reseña en el blog amigo de A leer que son dos días haciendo clic en este enlace


La energía eléctrica es limpia, pero su producción no y menos ahora que España ha abandonado una investigación puntera en energías renovables como la eólica o la solar dejándonos en manos de las empresas hidroeléctricas que nos sangran como sanguijuelas.


Las calles de pueblos y ciudades están atestadas de coches aparcados. ¿Cómo se recargarían estos coches si fueran eléctricos? En resumen, energía limpia para los vehículos desde luego que sí. El medio ambiente lo necesita. Pero con electricidad y baterías puede que sea el camino adecuado.

Van saliendo noticias esperanzadoras...




domingo, 11 de noviembre de 2018

¿DESFASADO?




Hace ya casi ocho años, en enero de 2011, escribía en este blog la entrada «OBSOLESCENCIA». Era un concepto algo novedoso en aquella época pero que se ha puesto muy de actualidad poco a poco, tanto que ya hasta organismos oficiales europeos se preocupan incluso de intentar regular por ley esas prácticas que algunas empresas tienen muy en cuenta para propiciar que la rueda de la economía no se detenga. Como bien dice mi estimado profesor Antonio Rodríguez de las Heras, los arqueólogos del futuro, cuando hurguen en nuestros basureros, se sorprenderán de la cantidad de aparatos casi nuevos y en perfecto estado de funcionamiento que encontrarán y se harán cruces de cómo han podido ser desechados por sus propietarios. Por cierto, el documental al que se hacía referencia en aquella entrada sigue disponible y sigue siendo recomendable su visionado que puede acceder desde este enlace.

La grapadora que puede verse en la imagen es, al menos, de los años sesenta del siglo pasado. Era propiedad de mi padre y la usaba en la oficina de una empresa de construcción donde trabajaba por las tardes para complementar el exiguo sueldo de cartero de la época. Cuando se jubiló me la regaló, con lo que ahora la tengo yo. Es de la marca «El Casco», una empresa vasca fundada en 1920 que sigue ofreciendo sus productos casi un siglo después. La grapadora en cuestión sigue a la venta hoy en día y he podido encontrarla en un precio algo superior a los 70 euros en unos grandes almacenes de esos de venta por internet, por lo que supongo estará disponible en comercios y papelerías. La propia casa fabricante la ofrece en su página web en modelos incluso chapados en oro de 23 quilates para escritorios más prestigiosos en un precio en estos días de noviembre de 2018 de 270 euros.

En aquella oficina, en la que laboré yo mismo durante cuatro años a caballo entre los años sesenta y setenta del siglo pasado, había más utensilios de El Casco. Aparte de la taladradora o perforadora de papel, recuerdo una especial sensación de placer al utilizar el afilalápices, un aparto voluminoso fijado mediante una palomilla en una esquina de la mesa del jefe y que había que accionar mediante una manivela. Los lápices se usaban en aquella época, si, los clásicos, los de madera, y había que afilarlos, sacarlos punta, con regularidad. Luego ya vinieron los portaminas y los sacapuntas. Supongo que al igual que la grapadora, la perforadora y el afilalápices seguirán funcionando allá donde estén, si es que los herederos de los dueños de aquella oficina los conservan.


Con el paso del tiempo hay algunas cosas que siguen igual. Hay multitud de grapadoras con nuevos diseños, manuales o motorizadas, pero las grapas que utilizan son las mismas de toda la vida. La grapa, «pieza metálica pequeña que se usa para coser y sujetar papeles» tampoco ha cambiado en su diseño y poco margen tiene para hacerlo. El tamaño 23 es el recomendado para la grapadora antediluviana de la imagen. Algo parecido ocurre con el clip, «utensilio hecho con un trozo de alambre, u otro material, doblado sobre sí mismo, que sirve para sujetar papeles». Los hay de colores, de metal o de plástico, grandes, pequeños… pero en esencia su diseño sigue siendo el mismo de todos los tiempos y se siguen utilizando como antaño.

Una grapadora no deja de ser un frío objeto de metal. Pero cuando uno sabe su historia siente una especial sensación al usarla de vez en cuando. Y el hecho de siga en perfecto estado casi hace presuponer que sea eterna, pues no sufre un gran desgaste, aunque el hecho de haya piezas de repuesto sugiere un posible deterioro, que supongo llegará con un uso diario e intensivo, que no es mi caso. Espero que no conozca la obsolescencia y que mis hijos puedan seguir disfrutando de ella en el futuro.

Y ya que me he puesto nostálgico con «ACHIPERRES» viejos, me he dado una sesión de cálculo en mi vieja «FACIT», también con su manivela igual que el afilalápices, solo que adelante para sumar y atrás para restar. Sensaciones, ciertas, del pasado, recobradas en la actualidad. Por cierto, ahora «achiperres» es incorrecto, hay que decirlo con una «r» añadida, archiperres, para cumplir con el diccionario actual.