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domingo, 17 de mayo de 2009

ZAPATOS


A medida que los seres humanos vamos alcanzando una cierta edad, las manías anidan en nuestras formar de hacer y de pensar. Es lógico. Después de repetir unas cuantas veces una determinada acción, vamos adquiriendo preferencias por realizarla de una forma determinada. Estas preferencias, según en qué manías, pueden adquirir características patológicas y nos impiden pensar siquiera que hay otras formas de hacer, de sentir y de pensar.
Me repatea sobremanera el tener que comprarme unos zapatos. No es que tenga los pies delicados, pero el período de adaptación inicial se me antoja largo y pesado. Hasta que los zapatos se han adaptado a mis pies, procuro ponérmelos solo cuando estoy cerca de casa, o llevar unos usados y gastados a mano, para evitar sufrimientos y rozaduras.
Hace años, mientras paseaba un fin de semana por una capital de provincia del centro de España, pequeña y agradable ciudad, vi una tienda donde se vendían zapatos procedentes de exposiciones y muestras. Entré, y allí un amable tendero, señor mayor con gafas de culo de botella y bata gris al que le conté mis problemas con la elección de calzado, me aconsejó un par en los que las características de la suela y de la piel, las costuras, los remates y los refuerzos me iban a ir bien. Tuvo razón y esos zapatos me sentaron como un guante desde el primer momento que me los puse para ir a trabajar el lunes siguiente. Tan impresionado me quedé, que hice un viaje exprofeso el miércoles por la tarde de esa misma semana a comprar más, adquiriendo otros cuatro pares del mismo número y modelo, todos los que tenía. Durante años fui usando aquellos cinco pares de zapatos hasta que llegó el momento en que “murió” el último par. Fue una excusa para volver por allí, pero la tienda ya no existía y en su lugar había un supermercado, donde por supuesto no vendían zapatos. Realmente el hombre era muy mayor y estaría cuando menos jubilado.
Hace un par de meses, un amigo al que le indiqué estas cuitas que tenía con el calzado, me indicó que él compraba unos que llamaban de “veinticuatro horas” en la zapatería del pueblo, que no eran caros, que eran muy cómodos y que estaban recomendados para personas que por su profesión debían de pasar mucho tiempo de pié o caminando, tales como camareros, profesores, etc. etc. Vi el cielo abierto y me compré un par de ellos. Realmente eran cómodos y en cuanto al precio estaban dentro de lo normal.
Tras utilizarlos algunos días me sentí contento porque no me había costado nada la adaptación a mis pies y eran cómodos. Pero tras unos cuantos días de uso, el derecho empezó a deformarse sobremanera, desplazándose el tacón hacia un lado de forma exagerada y haciéndolo asimismo la plantilla. Tanto que al final no se podía andar con él. El izquierdo estaba bien.
Como habían tenido poco tiempo de uso, me dirigí a la zapatería a preguntar, como profesionales que se suponen que deben de ser, sobre que podía haber ocurrido por si la deformación pudiera ser debida a un fallo de fabricación y a comprarme un par nuevo. En qué hora. Todas las explicaciones que intentó darme el tendero fueron alusivas a mi peso y a mi forma de pisar, descartando de todo punto un problema en la fabricación. Le hice ver que no tenía conciencia en todos los años de mi vida de que los zapatos tuvieran una condición acerca del peso de la persona que los fuera usar, como así ocurre por ejemplo en zapatillas de deporte especializadas para corredores, donde el peso y la pisada, pronadora, supinadora o neutra, son fundamentales a la hora de elegir unas zapatillas. Por otro lado, aludí a que el zapato izquierdo estaba intacto y el peso y los posibles defectos en la pisada eran iguales para los dos pies.
Tras una discusión, en algún momento subida de tono por su parte, se avino a “hacerme un favor”, que no era otro que consultarlo con el representante que le visitaría la semana siguiente, y que volviera a ver que le había dicho. Por supuesto no compré un nuevo par y cuando salí de la tienda iba convencido de haber perdido el tiempo y de no volver por allí.
Sin embargo, a la semana siguiente decidí pasar a ver qué había ocurrido, pues necesitaba comprarme unos zapatos nuevos. En qué hora. Con una actitud prepotente, volvió a repetirme lo que ya me había manifestado la semana anterior acerca de mi peso y las condiciones de mi pisada, para acabar diciéndome que me iba a hacer un favor al dejarme escoger un nuevo par, por la mistad que le une al viajante de la casa al que había conseguido convencer para obsequiarme con un par nuevo. Con toda tranquilidad le dije que no me tenía que hacer ningún favor y evidentemente no quería un par nuevo porque no estaba seguro de que no me fuera a ocurrir lo mismo debido a que no era un problema de fabricación y “mis condiciones de peso y pisada seguían manteniéndose”. La cosa fue subiendo de tono y me dijo que cogiera otro par, el que yo quisiera. Me despedí amablemente con un “buenos días” y cuando salía por la puerta podía oírle seguir llamándome desde detrás del mostrador para que eligiera un par nuevo….
Esto es todo lo que se llama tener “vista comercial” y más en un pueblo, donde la gente comenta las cosas, poco las buenas y mucho las malas. Supongo que tendrá un negocio floreciente y se podrá permitir el lujo de perder unos cuantos clientes.