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domingo, 4 de julio de 2021

ALBAÑILES

 

Durante cuatro años de mi vida, cuando todavía era muy joven y compartiendo tiempo con mis estudios de bachillerato, laboré como ayudante administrativo en la oficina de una empresa de construcción. Cuando mis actividades escolares me lo permitían, acompañaba a mi jefe en su visita a las obras para revisar la marcha de las actividades o tomar fotografías, datos o mediciones. El padre de mi jefe, fundador de la empresa y ya retirado por contar con muchos años, nos acompañaba en el momento final especial: la última revisión de la obra antes de su entrega definitiva.

El sr. Miguel era temido por los operarios de la empresa por sus exquisitas revisiones y sus conceptos de perfección que traían en muchas ocasiones a mal traer a los obreros por encontrar cualquier defecto que existiera. Por dar a conocer un detalle suyo que me llamó la atención y teniendo en cuenta que estamos hablado de finales de los sesenta del siglo XX, llevaba en su bolsillo un espejo que adaptaba de forma ingeniosa a su bastón y le permitía cual palo selfi moderno asomarse y revisar cualquier rincón por alto que estuviera o cualquier hornacina sin necesidad de agacharse.

«Las cosas bien hechas bien parecen» repetía constantemente y no dejaba pasar ni una obligando a la remodelación o repetición de aquellos trabajos mal ejecutados con el consiguiente apercibimiento cuando era menester. Es justo reconocer que también se deshacía en elogios a los Maroto, Miguel, Rafa, Alejandro y demás oficiales en la mayoría de las ocasiones porque todo estaba en orden y concierto.

En esta semana me he topado con un libro titulado «Freedom, Inc. Cómo la libertad de los trabajadores desata el éxito de las empresas» de Henri Bergson, todo un premio Nobel de 1927. Cuando la dirección de una empresa tiene confianza en la profesionalidad de los trabajadores y les deja volar libremente y sin control, la dedicación a la tarea y el éxito están asegurados. Cometerán fallos, porque todo el que hace algo se puede equivocar, pero a buen seguro que el saldo final entre fallos y aciertos será positivo, muy positivo. Pero insisto en un punto: la profesionalidad.

Yo no sé si los albañiles que realizaron la obra del Monasterio del Escorial eran profesionales, pero el resultado hay está: 450 años contemplan esta magna concepción y realización del ser humano, llevada a cabo en tan solo 21 años a pesar de las voces maledicentes que han acuñado ese injusto dicho que reza «más lento que la obra del Escorial». Veintiún años es un tiempo record para el tamaño y la época; basta comparar con algunas catedrales u obras de similar tamaño y calado para darse cuenta, pero alimentar «leyendas negras» es sencillo.

Como es sabido, a las fachadas norte y oeste del monasterio les rodea un espacio abierto conocido como La Lonja. Bordeando este espacio existe un perímetro de unos quinientos metros que debería ser un paseo para el disfrute de la vista pero que, por las excepcionales condiciones del trazado urbano del pueblo, es una verdadera carretera de tránsito.

En 1963, con motivo del cuarto centenario del comienzo de las obras del Monasterio, este paseo fue remodelado. Yo era muy pequeño y no recuerdo su estado anterior, pero sí recuerdo las obras en las que sustituyó el pavimento por un adoquinado preciosamente irregular. Por encima de este nuevo pavimento pasaban a diario numerosos vehículos, camiones y autobuses incluidos. Ni un solo adoquín de movió un milímetro a lo largo de los años, lo que traslucía una profesionalidad de la empresa constructora y sus operarios en la ejecución. La carretera seguía adelante fuera del perímetro de la Lonja, y aún hoy en día se conservan unos 100 metros del original, que siguen soportando un tráfico incesante con el mismo aguante y sin moverse un ápice.

Por el tramo que bordea la Lonja del Monasterio ya no circulan autobuses y camiones, solo vehículos ligeros y furgonetas. Hace una decena o poco más de años, algún mandatario inteligente tuvo la ocurrente idea de remodelar este tramo, levantando todo el pavimento adoquinado original y sustituyéndolo por otro adoquinado más «moderno», de piedras talladas y planas, con juntas de cemento… Nunca, desde que se inauguró la obra, ha estado ni medianamente bien, con zonas hundidas, baches, roturas… «chapuza» es la palabra que define esta remodelación.

Han arreglado en numerosas ocasiones los desperfectos, pero por mucho que se esmeren surgen de nuevo una y otra vez. Yo creo que ya se ha asumido que la cosa no tiene arreglo y alguno se habrá pensado sacar a los operarios del siglo pasado de sus tumbas para dejar de nuevo las cosas como estaban. ¿Tan difícil es, hoy en día, hacer las cosas bien? Debe serlo, máxime si se tiene en cuenta que solo en contadas ocasiones se transmiten los conocimientos artesanos de oficial a aprendiz y tenemos la sensación de que cualquiera vale para cualquier cometido.