Desconozco las valoraciones que hacen los departamentos de marketing de las empresas respecto de la calidad de sus productos o campañas publicitarias. Aunque el trasfondo final siempre acaba teniendo tintes económicos, muchas veces el alcance de ciertas prácticas incide, por lo general (muy) negativamente, en los usuarios que andamos ya cansados cuando no hartos de ellas. Vencidos o aburridos por sus mañas y tejemanejes, hacemos cosas que no queremos o cuando menos no nos gustan lo más mínimo. ¿Tragar? ¿Plantarse?
Pongamos un ejemplo. Pago mi entrada de cine para ver una película y o bien llego más tarde o si acudo a la hora programada tengo que sufrir quince o veinte minutos de anuncios comerciales con algún tráiler de futuras proyecciones, que no dejan de ser anuncios también. El llegar tarde no es una opción adecuada, ya que te toca entrar a oscuras para buscar tu localidad, con una evidente molestia para los otros espectadores que «disfrutan» con la publicidad.
El concepto de calidad es completamente subjetivo, pues cada persona otorgará sus valores en función de sus expectativas. De un mismo producto o espectáculo, habrá diferentes opiniones y valoraciones a nivel personal.
Mi abuela y mi madre reutilizaban una y otra vez telas que parecían eternas para arreglar ropa que iba pasando de mayores a pequeños. Los cuellos de las camisas, cuando estaban desgastados por el roce eran dados la vuelta para seguir teniendo una segunda vida. Por no decir cuando las camisas de manga larga se convertían en camisas de verano de manga corta. Yo tengo un polo desde hace más de cuarenta años, con unas cuantas puestas y sus correspondientes lavados, que está como el primer día. Justo es decir la marca: Lacoste. Ahora las prendas, cuando no se desechan por pasarse de moda van a la basura tras unas pocas puestas.
Resulta más que evidente que la tecnología actual es capaz de mejorar la calidad y duración de los productos, pero lo cierto es que se afana más por buscar la mediocridad y conseguir unas deficiencias justas que cada vez son más admitidas. La cantidad de tecnología que se emplea en lo que se ha dado en llamar obsolescencia programada es de matrícula de honor. Muchos electrodomésticos, incluso coches, podían durar toda la vida con un mantenimiento programado y la sustitución de las piezas que por desgaste lo requieran. Pero no, es mejor desecharlo y cambiarlo por uno nuevo. Ya decía mi admirado profesor Antonio Rodríguez de las Heras ─cinco años ha que nos dejó por el maldito COVID─ que los arqueólogos del futuro se asombrarán cuando hurguen en los basureros y encuentren multitud de aparatos completamente nuevos y en perfecto estado de funcionamiento que han sido desechados por la aparición de uno nuevo.
Mi primer vuelo en avión ocurrió a principios de los años setenta del pasado siglo XX. Por motivos de trabajo tuve que utilizar en varias ocasiones durante algunos meses el puente aéreo Madrid-Barcelona. No sé lo que costarían los billetes ─pagaba la empresa─ pero lo cierto es que ibas como un señor, atendido, con un piscolabis (ligera refacción que se toma, no tanto por necesidad como por ocasión o por regalo), en asientos cómodos. Ahora se han abaratado los precios, pero también las distancia entre asientos y si quieres refrigerio en vuelos cortos y no tan cortos te lo pagas aparte. Y ya están hablando de asientos en los que iríamos semi de pie para aumentar el número de pasajeros. La gente tragamos con todo…
A finales de los años ochenta del siglo pasado, la entidad bancaria en la que trabajaba implantó en España los primeros cajeros automáticos. Los clientes no estaban acostumbrados y para ello lanzó una campaña regalando casi dos millones de tarjetas de plástico para animar el mercado. Completamente gratis. Cuando la gente se acostumbró a su uso, la gratuidad desapareció.
La disonancia entre quienes somos y quienes fuimos se retroalimenta con el contraste —quizá más importante— entre quienes somos y quienes queremos ser. Aunque es un impulso lógico culpar a las multinacionales que maximizan sus márgenes de beneficio a costa de los consumidores, y a los gobiernos cuyos recortes asfixian unos servicios públicos ya de por sí depauperados, la lógica mercantil es irrefutable: las cosas no son peores; en gran medida, son tal como las queremos o como nos las han hecho querer. Dicho de otro modo: quienes somos de peor calidad somos nosotros.
Y el asunto tiene toda la pinta en adquirir tintes exponenciales. Las empresas están por la labor de entregar sus servicios de atención al cliente y sus campañas a algoritmos y robots, esos que disponen de Inteligencia Artificial y que son o parecen capaces de ocuparse de todo.
No quiero entrar en el deterioro de los servicios públicos, como, por ejemplo, la Sanidad, porque no hay alternativa salvo contratar ─además de tener la pública─ una sanidad privada. Pero es que, tragamos con todo y si no veamos lo que ha ocurrido con servicios opcionales, de coste. Mal de muchos… epidemia.
Hace años, el gigante de las ventas por internet que empieza por «A» anunció a un coste por encima de los 20 euros la posibilidad de contratar anualmente la posibilidad de envíos sin coste de sus pedidos. Algunos, yo entre ellos, debido al uso, lo valoré y lo contraté por resultarme rentable. Al cabo del tiempo, el precio se duplicó porque se incorporaban a ese mismo concepto de los envíos la disponibilidad de multimedias ─películas, series, documentales, música, libros…─. Pero claro, la posibilidad de tener SOLO ENVÍOS se acabó, quisieras o no, aunque solo siguieras con los envíos y no utilizaras multimedias, el coste se te había duplicado. Y, recientemente, una vuelta de tuerca más: a tragar con anuncios en medio de las películas o series.
Hace años los televidentes nos quejábamos amargamente de que nos cosían a anuncios publicitarios que eran la manera de soportar la gratuidad de las emisiones de las cadenas en abierto. Con el tiempo surgieron las plataformas a través de internet ─Movistar+, Netflix, HBO, Disney, Atresmedia…─ con un coste mensual. Bueno, era una manera de seleccionar lo que querías ver en cualquier momento y no tener que sufrir anuncios, porque se entendía que pagabas por el servicio. Ahora… anuncios en casi todas ellas, aunque algunas son magnánimas y te permiten obviar los anuncios si suscribes una cuota mensual más alta.
La calidad está en franco deterioro: cuesta abajo y sin frenos. Las empresas lo saben y cuentan con que los sufridos usuarios, acostumbrados ya, vamos a tragar más y más, aunque nos zurzan con más y más publicidad. Y, además, como todas lo hacen…