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sábado, 30 de noviembre de 2013

COCINILLA


La primera vez que salí de España fue en diciembre de 1980, en el puente que se producía tras aprobar y celebrar la fiesta de la Constitución Española el día ocho tan cerca de la tradicional de La Inmaculada el día seis. A pesar de los años transcurridos, lo recuerdo perfecta y nítidamente como si fuera ayer, con muchos de los sucedidos entre los que es de destacar el asesinato de John Lenon, ocurrido en Nueva York. Pero lo que viene a cuento de este asunto no es
otra cosa que el tamaño del papel de los periódicos ingleses que nos dieron en el avión y que una vez desdoblados eran enormes, casi inmanejables para su lectura pero que a mi me vinieron bien para otra cosa. Hice todo el acopio que pude de ellos con lo que a mi vuelta parecía que fuera un chatarrero que se dedicaba al cartón y al papel.

He buscado la palabra cocinilla en el diccionario y reza así: «Hombre que se entromete en cosas, especialmente domésticas, que no son de su incumbencia». Ahora que estamos de revisiones y más concretamente entre ellas de los contenidos machistas que aún pueden detectarse entre líneas, este parece que va un poco de lo mismo aunque no queda claro cuáles son las cuestiones domésticas que no son incumbencia del varón, que no la mujer, y que gracias a Dios parece que van cambiando con los tiempos, pues se puede percibir que cada vez más las tareas hogareñas son cosa de dos, sin contabilidades, haciendo cada uno lo que pueda y sepa.

Yo ya hacía por aquel entonces mis pinitos en la cocina y una de las obsesiones, que todavía mantengo, era el tema de las manchas, sobre todo las de grasa que invariablemente se producen cada vez que se pone aceite a calentar en una sartén para freir algo. Por mucha tapa que se utilice, al final las salpicaduras son inevitables y hacen que al terminar el espectáculo sea dantesco y haya que emplearse a fondo con el estropajo y el jabón. Por ello, de siempre, yo he utilizado todo el papel de periódico que me ha sido posible por los alrededores, horizontales y verticales, de la sartén, de forma que al terminar gran parte de la grasa salpicada fuera directamente a la basura con solo arrugar las hojas de periódico.

Como se habrá podido deducir, el tamaño de aquellos periódicos ingleses era maravilloso, pues con una sola hoja, con el agujerito correspondiente al fuego, se solucionaba el tema. Hay que decir que había que estar pendiente y tener buen cuidado pues los fuegos de gas con llama eran peligrosos y requerían estar muy atento y pendiente para evitar que se incendiara el asunto y fuera peor el remedio que la enfermedad. El acopio de tabloides duró un tiempo y luego hubo que volver a los españoles, más reduciditos ellos pero todo era cuestión de poner varios.

Como se puede ver en las imágenes que acompañan a esta entrada, la información de buzoneo de los últimos días de una conocida cadena comercial cuyo nombre omito para no hacerles propaganda pero que todos conocen de sobra, es de un tamaño considerable que me ha recordado al de aquellos periódicos. Manos a la obra, un compás, una plantilla de cartón, unas tijeras y en un momento se fabrica un «come-grasas» que viene como anillo al dedo para las fritangas. En este caso ha sido una tortilla, pero ya tengo preparadas unas cuantas más para futuras incursiones en la cocina con una información que hace su servicio después de haberla echado un vistazo pàra enterarse de los precios y las cosas que se venden. Además, ahora los fuegos de gas se han sustituido por un placa vitrocerámica que hace casi inexistente la posibilidad de fuego, aunque no hay que descuidarse por si acaso.

En la imagen al final de esta entrada, se puede ver una descripción gráfica del proceso: el antes, con todo limpito y reluciente, el intermedio con el material en pleno proceso y el final, donde se aprecian las manchas de grasa que han quedado en el papel y que nos harán la limpieza mucho más liviana y llevadera. En mi caso, me merece muy mucho la pena el perder un poco de tiempo en montar el tinglado de forma previa por la satisfacción en la reducción de la limpieza final. Ahí queda la idea.


sábado, 23 de noviembre de 2013

RELIGIÓN


Ahora que se está poniendo de moda usar a todas horas el término «absolutamente» me voy a apuntar al carro al expresar algunas opiniones sobre este tema «absolutamente» tabú. Y para que la cosa quede clara desde un primer momento, dos premisas. La primera es que profeso la religión católica por convencimiento en estos momentos aunque en mi infancia y adolescencia lo fue por obligación, no solo paterna sino también colegial, pues misas o rosarios eran de un obligado cumplimiento con pase de lista y castigo en caso de detectarse ausencia. La segunda es que este es un tema que no conviene ni tocar, pues las discusiones o conversaciones sobre el mismo acaban, sí o sí, como el «rosario de la Aurora» y eso sin ánimo de malmeter.

Un par de hechos ocurridos esta semana me impelen a meterme en este charco, del que sé que no voy a salir indemne, pero…quién dijo miedo. El primero ha sido la lectura de un buen libro recién publicado, «El médico hereje», de Jose Luis Corral, que trata sobre la vida y desventuras de Miguel Servet, que acabó sus días en la hoguera en 1553 no tanto por sus ideas reformistas sino porque estas no coincidieran con las de otros, pues no en vano todos nos creemos en posesión de la verdad y, lo que es peor, tratamos de imponersela a los demás recurriendo incluso al uso de la fuerza. Una frase rescatada de este libro dice que «Cuatro siglos y medio después de la muerte de Servet, algunos europeos no habían aprendido nada del extraordinario mensaje del médico aragonés. Y creo que seguimos sumidos, al menos en ese sentido, en una peligrosa ignorancia» (la negrita es mía). El segundo hecho ha sido una magistral clase de la asignatura «Historia de los Derechos Humanos» impartida por el profesor Javier Dorado Porras, de la Universidad Carlos III de Madrid, al que doy desde aquí las gracias por aportarme información que o bien me era desconocida o bien no había reflexionado nunca sobre ella con detenimiento.

Hasta los los albores del siglo XVI, las religiones han detentado un poder que en muchas ocasiones ha estado por encima de los estados y sus dirigentes, reyes, emires o como queramos llamarlos. En esa época se empezaron a cuestionar ciertos estatus y comenzaron en Europa las denominadas «guerras de religión» donde unos intentaban imponer a otros sus ideas en esa materia y que fueron más o menos violentas entre católicos y protestantes hasta mediados del siglo XVII, cuando en 1648 se dio por finalizada la denominada «Guerra de los 30 años», quedando millones de muertos por el camino. Y fuera de contiendas armadas, más de uno y más de dos fueron expulsados de sus hogares o quemados en la hoguera al intentar imponerles ideas religiosas contrarias a las suyas o simplemente utilizando eso como excusa para desahacerse de ellos, quitarles de en medio y apropiarse de sus bienes. Muchas zonas oscuras en lo tocante a «religión» en esas épocas donde muchos de sus representantes no se caracterizaban precisamente por su religiosidad y observancia de lo mismo que predicaban y forzaban a hacer a los demás.

La religión pertenece, debe pertenecer, a la esfera de lo privado de cada persona, de lo estrictamente privado. Es una cuestión personal a la que cada uno se adscribirá, de forma voluntaria, en función de lo que perciba como provechoso para su espíritu en la observancia de una determinada creencia. Imponer ideas por la fuerza no es de recibo en ningún estamento y mucho menos desde los poderes del Estado, que se deben a mejorar y cuidar la vida de sus CIUDADANOS en cuanto tales, para que estos en su faceta de CREYENTES pueden optar por la religión que deseen sin presiones ni discriminaciones de ningún tipo por ello. Tomás Moro, en una época eminentemente religiosa, abogaba por una neutralidad del estado y estaba convencido de que era en interés del propio Estado el fomentar la libertad de culto. Recomiendo el visionado de la película, ya antigua pero plenamente actual en su mensaje «Un hombre para la eternidad».

Y en este sentido, es muy conveniente distinguir claramente entre DELITO y PECADO, que muchas veces se confunden. El uso de la fuerza contra una persona por parte de los poderes legitimados para ello solo está justificada cuando esta ha producido daño a terceros. Y esto es independiente, absolutamente independiente, de si esa acción es, además, pecado. Matar a una persona es, probablemente, delito y pecado al mismo tiempo, pero solo por el primero intervendrán los poderes públicos de forma activa. Otro ejemplo, intercambiar fluidos de forma consentida, discreta y libre entre dos o más ciudadanos o ciudadanas, podrá ser o no pecado según la religión de cada uno, que no tiene por que ser la misma, pero en ningún caso constituirá un delito.

Insistiendo, las CREENCIAS en si mismas no producen daños a terceros, por lo que podrán ser constitutivas de pecado pero en ningún caso de delito. El forzar las conciencias solo producirá ciudadanos fingidores que seguiran pensando para sus adentros lo que les dé la gana aunque actúen con disimulo de cara a la galería. Recordemos aquellos judíos conversos en la Edad Media que en realidad seguían siendo fieles a su religión en su intimidad. Lo que decimos, ciudadanos hipócritas.

Así pues, los Estados y sus Gobiernos deberían de perseguir, en aras del bien común, la tolerancia efectiva en materia religiosa, garantizando nuestros derechos como ciudadanos y evitando toda discriminación por este concepto. Si somos consecuentes con nuestras creencias, contribuiremos con nuestras acciones y nuestro ejemplo a su difusión, e incluso con nuestro dinero a su mantenimiento. Igual que por las tardes vamos o mandamos a nuestros hijos a clases de pintura, cocina, gimnasia rítmica o voleibol, podríamos mandarles a las de religión, que no deberían estar incluídas en la formación escolar determinada e impuesta por un Estado.

domingo, 17 de noviembre de 2013

RENTA


Después de la entrada de hace unos días titulada «Cuarenta» nada mejor que hacer lo que últimamente es la moda: recortar. Si le quitamos el prefijo "cua" nos quedamos en el título utilizado para esta entrada "RENTA". Una casualidad, pues llevaba un tiempo dándole vueltas a este asunto, un tanto delicado y que se ha vuelto un caballo de batalla nada agradable por la insistencia de nuestros descerebrados dirigentes en hacer un nefasto uso de los datos que todos los españoles estamos obligados a facilitar anualmente a la Agencia Tributaria para regularizarnos en lo que se llama el «Impuesto de la Renta».En estos días en que estamos, invernales, cobra fuerza un dicho que reza que «todo cerdo tiene su sanmartín» pero hay algunos a los que no les llega y a pesar de sus desmanes y tropelías eluden día tras día el contacto con el matarife. Aclaremos que el día de San Martín en el calendario es el once de noviembre.

Como toda historia sirve para explicar, aunque no justificar, hechos, me voy a retrotraer a una ocurrida hace ya más de veinte años, que se ha estado repitiendo hasta hace poco, y que ilustra el mal e inadecuado uso que puede hacerse de estos datos económicos si no se tiene claro su sentido, o aunque se tenga claro, se olvide el mismo. Mi mujer era funcionaria y ejercía de secretaria de un instituto de enseñanza media. El sr. secretario en aquellas fechas, profesor de matemáticas que no ejercía su función de profesor y se dedicaba a ejercitarse como podía en la administración de la secretaría, era un innovador y estaba enfrascado en mecanizar la reserva de plazas a base de hacer algunos programas de ordenador que le ayudaran en esa función. Me ofrecí a colaborar con él, de forma desinteresada y anduve inmerso en todo el proceso. A lo que vamos, una de las variables que se utilizaban al asignar los puntos para la obtención de plazas era, precisamente, el nivel de ingresos familiares derivados de la declaración de la Renta. Aquí estaba el truco perverso: hijos de obreros conseguían menos puntos que los hijos de su propio patrón. ¿Porqué ocurría esto? Es bien sencillo y todos lo sabemos: los emolumentos de los asalariados eran puntualmente declarados hasta el último céntimo y se daba la paradoja de que los «posibles» ingresos de su propio empleador eran inferiores a los suyos.

En un pueblo todos nos conocemos y se te caía el alma a los pies al tener en la mano la copia de la declaración de la renta de un patrono y ver los ingresos declarados, que no se correspondían con los signos externos y su modo de vida y además, insisto, eran inferiores a los de sus propios empleados. ¿Cúal es el truco? No declarar a Hacienda todo lo que se ganaba, así de sencillo. No hace tanto me tocó a mí sufrir el mismo desaguisado, en una época en la que los pillos hacían declaraciones erróneas, para presentarlas, y luego las complementarias para arreglarlo. Picaresca qe no falte.

A lo que vamos, en mi opinión NO ES DE RECIBO que se utilicen datos económicos de la declaración de la Renta parta distinguir entre «ricos» y «pobres» y mucho menos que se esgriman a la hora de fijar otros impuestos. Para ello, tendríamos que ser todos honrados al declarar nuestros ingresos y nuestra Agencia Tributaria debería ser ejemplar a la hora de localizar a los olvidadizos, pero todos sabemos que ni una cosa ni otra ocurre. Los empleados se ven obligados a declarar todos sus ingresos porque ya lo hacen sus patronos y no hay escapatoria, aunque últimamente se han descubierto empresarios sin escrúpulos, incluso dirigentes de organizaciones empresariales que deberían de servir de ejemplo, que pagan parte del salario en «negro» a sus empleados y ahí siguen tan campantes. No hacen falta nombres.

Por ello, una vez que cada españolito ha pagado los impuestos fijados para su nivel económico, insisto, a partir de ese momento, es igual a los demás a la hora de transitar por el Estado utilizando los servicios públicos que estén disponibles para todos por igual. Pero esto es una utopía, porque aún así ya se sabe que quién tiene padrinos se bautiza, y no podemos esperar la misma atención en un hospital público para nosotros o nuestros familiares que para el rey o cualquier político de nombre.

En estos días se ha nombrado una comisión de «expertos» que van a «remodelar» el sistema de impuestos en España. No dudo de su «expertía» pero me gustaría ver en esas comisiones gente normal, que sin ser «doctores en …» aporten sus puntos de vista acerca de como se deben enfocar las cosas. No todo es ciencia en este mundo sino que un poquito de experiencia también viene bien junto con aquella.

Todo esto se ha disparado por la última vuelta de tuerca de nuestros políticos en el tema del precio de los medicamentos. Cada uno de nosotros estamos etiquetados en un nivel de capacidad económica por los datos de nuestra renta del año pasado. Pero se puede dar la circunstancia de que el año pasado estabamos tabajando con un salario alto y ahora, ahora mismo, estamos en el paro. Así que en la actualidad, que no tenemos un duro, pagamos nuestros medicamentos a un precio alto porque hace un año teníamos una renta alta. Pero los medicamentos los estamos comprando ahora, con nuestro nivel de ahora, no con el que teníamos antes.

La cosa no tiene ni pies ni cabeza, como otras tantas muchas a las que asistimos esperando que el «sanmartín» que no alcanza a quienes tiene que alcanzar nos alcance a nosotros. Estamos apañados.


martes, 12 de noviembre de 2013

CUARENTA


He procrastinado deliberadamente mi voluntario encuentro semanal con el blog para hacer coincidir la fecha de esta entrada con el día concreto de hoy, doce de noviembre de dos mil trece, en el que se cumplen cuarenta años desde que comencé a desempeñar tareas de programador informático en lo que en aquellos años se conocía como el Equipo Electrónico de una Entidad modelo y puntera en el panorama nacional: la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, convertida ahora en no sé qué «cosa» con otro nombre. En la imagen pueden verse las «herramientas» que me asignaron a mi llegada y la ficha perforada en la que empecé a desarrollar mis primeros programas. Yo ya había aprobado mi oposición, en aquella época existían las oposiciones libres y legales, a auxiliar administrativo de esa empresa y prestaba mis servicios de cara al público en una oficina de pueblo desde hacía algo más de un año cuando se convocaron plazas internas de programador a las que me presenté. Un primer test-criba realizado a más de setecientos inscritos dejó en treinta y seis los aspirantes a las nueve plazas de programador, comenzando una oposición formativa que constaba de varios exámenes intermedios, eliminatorios, hasta concretar las personas seleccionadas, entre las que tuve la fortuna de encontrarme como premio a mi esfuerzo.

¿Qué era eso de la informática? La informática no era conocida en aquella época salvo en universidades o grandes empresas que, ayudadas por IBM, recurrían a un concepto muy bello y que hoy prácticamente y por desgracia se ha olvidado: la formación interna, la transmisión de conocimiento de unos empleados a otros, de verdaderos compañeros, para crecer todos, sin trampas, sin tapujos, de una forma noble y constructiva. Mis profesores más directos, pozos de ciencia, fueron un chileno empleado de IBM cuyo nombre no rememoro y Antonio, al que recuerdo perfectamente y con el que sigo teniendo contacto de forma esporádica.

Antes de meterme en estos derroteros laborales, yo ya había intentado contactar con la informática intentando asistir a clases en el Instituto Americano, que me rechazó en un examen de ingreso por «no reunir las condiciones que debe reunir un informático», condiciones que nunca me dijeron y que hoy, cuarenta años después, sigo sin conocer aunque presumo que podían estar algo equivocados si nos remitimos a los hechos.

Desde los primeros momentos participé en la confección de programas dirigidos a mejorar y mecanizar los diferentes departamentos de la Caja: oficinas, personal, préstamos y al cabo de dos años, valores, donde me encaminaba irremediablemente a perder el contacto con la máquina y ser promovido a tareas de gestión, que no me gustaban, por lo que en un nueva oposición interna me hice con un hueco en el departamento de sistemas donde he transitado hasta la actualidad, si bien no en esa empresa sino en otras varias de parecido calado bancario.

En los años ochenta, con la aparición del PC de IBM y los ordenadores caseros como el «Spectrum», «Commodore» o «Amstrad» entre otros todo cambió, y la informática que estaba reservada a unos pocos fue abriéndose camino en los entornos de las pequeñas empresas y domiciliarios, hasta lo que conocemos hoy, donde en un teléfono que llevamos en el bolsillo disponemos de más potencia de cálculo y más almacenamiento que ordenadores que en los años setenta ocupaban una sala no precisamente pequeña.

Suelo decir a mis amigos cuando me preguntan por mis conocimientos informáticos que «informáticas hay muchas» y que yo soy «mecánico de aviones» y por tanto incapaz de arreglar «bicicletas», entendiendo por estas los ordenadores que casi todos tenemos en casa y por aquellos los grandes sistemas informáticos que siguen siendo vitales y dando servicio a grandes empresas que necesitan enormes capacidades de proceso.

Un jefe mío de no muy grato recuerdo, Vicente, al que perdí de vista voluntariamente cambiándome de empresa, me dijo que me había equivocado al rechazar dejar la programación y el contacto con la máquina, pues en pocos años me iba a «quemar» y tendría que cambiar de profesión. Parece que el tiempo, que da y quita razones, no le ha dado la razón a este hombre y aquí seguimos, cuarenta años después, trabajando y feliz en lo que me ha gustado siempre y me sigue gustando. Los tiempos han cambiado mucho y hoy las empresas no quieren especialistas, por no depender de ellos dicen, y prefieren los generalistas que son más de «quita y pon» y «prescindibles», lo que prima por encima de un trabajo bien hecho y profesional.

Ayer por la mañana y dentro de la Semana de la Ciencia giré una visita al Museo de Informática de la universidad Complutense. Bueno, llamar «museo» a unas cuantas piezas, algunas pocas valiosas y entrañables, expuestas en unos pasillos es algo pretencioso. Pero cuando he visto la IBM 029, perforadora de tarjetas como la que puede verse en la imagen, que usábamos en los setenta cuando eso de las pantallas era cosa de ciencia ficción, me ha removido las entrañas y me ha traído recuerdos muy agradables, así como las unidades de disco IBM 3350, las últimas que podían apagarse y encenderse a voluntad y que tantos quebraderos de cabeza nos trajeron cuando desaparecieron y fueron sustituidas por otras, las 3375 y/o 3380 que no podían apagarse y tenían que estar siempre accesibles. Pero de aquella adversidad surgió uno de los más entrañables logros que recuerdo en mi carrera: el des-ensamblaje del núcleo del sistema y su modificación para nuestros intereses. Creía que era imposible, pero me puse a ello y con alguna ayuda de compañeros como un par de Miguel Ángeles lo conseguimos. Eso sí, no se enteraron nuestros jefes porque aunque era un logro nos lo hubieran prohibido llevar a cabo…

Parece mentira y en todo caso el mérito hay que atribuírselo a IBM: varios programas realizados por mí en aquellos años siguen funcionando hoy en día sin modificación. Uno de los más antiguos, llamado «MDPOACC» fue creado en 1978, hace 35 años, y sigue activo en varias instalaciones, entre ellas en la subsidiaria de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Madrid, Bankia en la actualidad, en la que un jefecillo de tres al cuarto, desalmado y sin escrúpulos, Luis Miguel, tuvo poco tiempo tras mi marcha para cambiarlo de nombre y eliminar el nombre del autor y toda referencia a mi persona. Mezquinos y mezquindades hay en todas partes, aunque a lo mejor, como hacían los nazis, sólo ejecutaba «órdenes de más arriba».



sábado, 2 de noviembre de 2013

LATÍN


Latín, una de las lenguas madre por excelencia, a partir de la que se derivaron muchas otras, entre ellas la nuestra, el español. Recuerdo penosamente el haberla estudiado durante un curso de bachillerato y sufrir sobre todo con sus famosas declinaciones, aquello de «rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa» para los nominativo, vocativo, acusativo, genitivo, dativo y ablativo y sus plurales y demás.

Me retrotraigo a mi infancia, aquella en la que contaba siete años, en la que una de las tareas con las que había que cumplir como contrapartida por asistir a la escuela era la de actuar de monaguillo en las misas parroquiales. No había escuela pública en el pueblo, tan solo algunos maestros particulares que daban las clases en sus casas, cuando el párroco, dn. Antonio, removió Roma con Santiago para hacerse con un par de maestros venidos de Madrid que impartieran enseñanza a la chavalería en unos locales parroquiales. A la entrada del «colegio» estaba colgado un tablón de anuncios que había que revisar a diario como primera providencia, para saber los turnos en los que tocaba ayudar a misa, incluso dejando de asistir a clase según los horarios, que incluían también tardes y domingos. Omito lo del sábado porque en aquellos tiempos este era un día más, había clase en los colegios, abrían bancos y tiendas y se trabajaba como cualquier otro día de la semana. El fin de semana no existía como tal y se limitaba al domingo, que eso sí, era bastante observado lo de fiesta de guardar y no trabajar.

Dn Antonio, el párroco, era un cura bonachón absolutamente entregado a los problemas de sus feligreses. Y no solo a sus problemas religiosos, sino también a los personales, lo que queda patente por la creación de la escuela y otras muchas actuaciones en el pueblo donde nadie se libraba de las peticiones y sugerencias del párroco que andaba atento a todo lo divino y lo humano en aras de conseguir mejorar la calidad de vida de sus feligreses. Otra de las actuaciones que recuerdo es liar como profesor al cajero del Banesto, Ramón Villamayor, y a diversos empresarios para colaborar en la formación de una rondalla en la que nos integramos una treintena de chavales y, sin tener que pagar un duro, aprendimos música y una cincuentena de piezas musicales para bandurria, guitarra y laúd, algunas de las cuales recuerdo de memoria y eso que hace cincuenta años que las aprendí.

Había que estar en la sacristía de la parroquia con veinte minutos de antelación a la celebración de la misa, para preparar y revisar todas las cosas como encender velas, rellenar vinajeras con agua y vino, reponer las hostias en el sagrario, tocar las campanas, abrir las puertas del templo y una retahíla de cosas muy bien detalladas que había que aprenderse de cabo a rabo. Como sobraba tiempo, el bueno de dn. Antonio aprovechaba para intercambiar alguna opinión, darnos alguna consigna, echarnos alguna regañina e incluso… intentar enseñarnos oraciones en latín. Hay que recordar que el Concilio Vaticano II se estaba celebrando y hasta su término no se permitió la utilización de lenguas vernáculas en el culto, por lo que los rezos y el cuerpo de las misas se decía en latín.

Mis compañeros monaguillos prestaban poca atención a esto y se enfrascaban más en aquellas letanías curiosas que decían cosas del estilo «susum corda, mírala que gorda» o «oremus… ya la cogeremus» en alusión a una rata gorda que había sido vista por la iglesia. Yo sin embargo, atento a todo lo que se movía, aprendí buena parte de las oraciones en latín, y entre ellas la oración por excelencia: el «Padrenuestro». Supongo que debido a la temprana edad en la que lo aprendí, nunca se me ha olvidado, aunque la verdad es que hay pocas ocasiones de utilizarlo en público.

Una de ellas ocurrió en el verano de 2010 durante una estancia de tres días en el Monasterio de Santo Domingo de Silos que reflejé en la entrada «INEFABLE» en este blog. La participación conjunta con los monjes en los rezos diarios daba la ocasión de recitar el «Padrenuestro» en latín varias veces al día. Y era particularmente gratificante el poderlo hacer sin tener que leer el texto en un papel, lo que llamó la atención del padre Julián, que se mostró extrañado por el hecho y quedó muy contento cuando le conté esta misma historia ante su pregunta.

Otra ocasión ha tenido lugar este verano, mientras pasábamos unos días en la costa gerundense. En la zona donde estábamos, a seis kilómetros de la iglesia del pueblo más cercano, se decía una misa los domingos por la tarde en una sala polivalente de un centro cultural. Ante el temor de que la misa fuera en catalán, preguntamos por el idioma en que sería dicha y la contestación fue escueta: «internacional». Luego resultó ser un popurrí de todo: español, catalán, inglés, francés, italiano, alemán… y latín. Nos habían entregado unas hojas para poder seguir los rezos en diferentes idiomas pero el «padrenuestro» estaba escrito en todas ellas en latín, y así se rezó en la misa. Nuevamente tuve la oportunidad de poderlo hacer de memoria, sin tener que mirar a los papeles.

Es curioso como ciertas cosas aprendidas en la infancia se quedan allí para siempre, como si estuvieran grabadas a sangre y fuego. Y esto choca con las teorías modernas de que los niños tienen que aprender las cosas en su momento, generalmente muy tarde para lo que nos parece a los que ya contamos algunos años. Recuerdo que en mi clase aprendimos a multiplicar con cinco años, lo que yo aproveché a mi vez para pedir a mi padre que me enseñara a dividir. ¿A qué edad aprenden los niños a multiplicar «de varias cifras»?.