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domingo, 31 de enero de 2016

INDISPENSABLES



Las personas somos animales de costumbres y esto es cada vez más cierto a medida que van pasando los años y nos aplicamos, generalmente por comodidad, aquello de que «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer». Al tiempo que disfrutamos de cosas y tareas ya aprendidas a lo largo del tiempo, nos perdemos nuevas aventuras que podrían mejorar nuestra existencia o llevarnos por vericuetos que enriquezcan nuestro conocimiento.

Hablando de cosas materiales, no son imprescindibles aunque algunas de ellas nos faciliten nuestra vida y su no disponibilidad implica un pequeño contratiempo, incomodidad diría yo, que nos hace echarlas de menos y poner todos los medios posibles para que no vuelvan a faltarnos. Bien es verdad que algunas cosas desaparecen del mercado, bien por cierre de la fábrica bien porque son sustituidas por nuevos productos que no siempre mejoran el anterior, aunque para esto y como todo en esta vida, para gustos hay colores.

Como botón de muestra voy a plasmar a continuación una serie de comentarios sobre dos productos que se han convertido en (casi) imprescindibles en mi vida, de forma que cuando me faltan ando como perdido y las soluciones alternativas, que hay muchas, no me satisfacen. Cuando menos uno de ellos ya habrá provocado la risa del lector. Hay más ejemplos pero estos dos son los más significativos que me han venido a la mente.

El primero de ellos son unas toallitas humedecidas en alcohol isopropílico que sirven para limpiar las gafas. Bueno, gafas y otro montón de dispositivos como pantalla del ordenador, teléfono móvil, objetivos fotográficos o el lector de libros electrónicos entre otros, eso cuando no he tenido que utilizarlas como recurso de emergencia para limpiarme las manos que me han quedado negras como el tizón al utilizar el pasamanos de las escaleras mecánicas en el Metro. He utilizado gafas desde mi adolescencia y hasta hace unos años la limpieza de las mismas era a base de un poco de vaho y frotación con un pañuelo. Pero ya me advirtió Ricardo, mi óptico carabanchelero de toda la vida, que con las últimas bifocales ese sistema no funcionaba y lo único que se conseguía era dejarlas un halo bastante molesto. La limpieza que él recomendaba era a base de un líquido pulverizante y unas gamuzas especiales que se venden en ópticas. Las toallitas de la imagen cumplen esta función y son más transportables y más cómodas, de forma que siempre procuro tener algunas distribuidas por los sitios más dispares: casa, oficina, bolsas de viaje, mochila del equipo fotográfico, neceser de viaje y algunos lugares más que ahora no recuerdo. Supongo que las venderán en más tiendas y de otras marcas y modelos, pero yo me he acostumbrado a las que pueden ver en la imagen y que adquiero en Mercadona, procurando tener siempre un par de cajas de más para evitar quedarme sin ellas, pues me fastidia, en el caso de las gafas, utilizar la alternativa que consiste en lavarlas con agua y jabón y secarlas con un trapo de hilo para que queden bien.

El segundo es más, digamos, delicado, pues se trata del papel de wáter. Lo compro en el único supermercado donde he visto lo que tienen, Lidl, un establecimiento sobre el que no tengo reparo en confesar que no me gusta y que solo aparezco por allí de Pascuas a Ramos para hacer acopio de unos cuantos paquetes de papel. Supongo que seré el hazmerreír de las cajeras, aunque cambian con tanta facilidad que no les dará tiempo a notar que solo aparezco por allí a comprar papel del culo, pues aunque suene mal eso es lo que es. Y hago la notación de que hay varios de la misma marca, FloraLys, siendo el elegido por mí el de color rosa, de cuatro capas. Tiene la textura perfecta, es delicado, lleva micro cortes de forma que con un golpe de una sola mano es muy sencillo cortarlo a la medida deseada sin que se desenrolle todo por el baño. Lo único es que, cuando uno sale de viaje, es más difícil llevarse su propio papel de limpieza de los bajos comerciales, pero todo es proponérselo o en el lugar de destino buscarse un Lidl para no tener que sufrir rasponazos en tan delicadas partes si utilizamos el que haya en el hotel.

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domingo, 24 de enero de 2016

PAPELEO



A lo largo de mi vida me ha tocado lidiar con el relleno de numerosos documentos para solicitar cosas. Ya parece que han quedado perdidas las famosas instancias con aquellas fórmulas del «expone» y «solicita» y que había que terminar con el latiguillo de «cuya vida guarde Dios muchos años» casi por obligación, poniendo en la parte inferior el destinatario. Hace tiempo que no veo ninguna de ellas y presumo por tanto que han sido retiradas de la circulación. Numerosas experiencias hacen que cada vez que me enfrento a rellenar cualquier documento petitorio se me enciendan las alarmas al ser una cosa que no me gusta y que no siempre me queda claro cómo hacerlo de una forma correcta. Por si fuera poco, muchos de los documentos tienen ahora un relleno a través del ordenador, lo que en algunos casos facilita las cosas si el programa está bien hecho y te va ofreciendo las opciones y solamente hay que elegirlas. Pero no siempre ocurre eso.

En los últimos días me está tocando rellenar una montonera de documentos en relación con un posible viaje de estudios de mi hija al extranjero. Documentos de todos los colores, oficiales, médicos, educativos, familiares, vamos, un completo dossier que nos trae de cabeza y que no vemos completado a medida que pasan los días por mucho que nos esforzamos. Y en todo este proceso, siempre surgen cuestiones que dan un vuelco a las concepciones que uno tiene sobre determinados asuntos. No voy a referirme uno por uno a todos los apartados sino únicamente a dos de ellos que me han causado sorpresa, precisamente porque ha sido al revés de cómo parecía que iba a ser la cosa.

Diré que es obligatorio que la documentación, por aquello de la internacionalización, tiene que ser completada en inglés. Que quieren que les diga, a mí me parece lo normal. A modo de ejemplo, si yo tuviera una empresa y para contratar un trabajador requiriera información de tipo penal, no admitiría la presentación de un certificado en ucraniano o swahili pero tampoco podría pretender que lo fuera en español, por lo que parece que el inglés es lo más recomendable en estos casos por aquello de usar el idioma que al menos teóricamente está considerado como el más universal, aunque esto no tiene relación directa con el número de personas que lo hablen en el mundo.

Uno de los documentos requerido era una certificación o partida de nacimiento. Cuando me dirigía al registro Civil iba yo pensando cómo sería posible solicitar su expedición en inglés. Ya me iba temiendo, por haberme ocurrido con anterioridad, que el documento saldría en perfecto castellano y me tendría que buscar algún servicio de traducción oficial y quién sabe si hasta un notario que certificara el documento traducido como que correspondía con el original. ¡Sorpresa! Es posible pedir un certificado internacional multilingüe que facilita su presentación en cualquier país del mundo. Y además, luego me enteré, se puede solicitar vía internet desde casa y te lo remiten por correo.

Otro de los documentos requeridos era el expediente académico de los últimos tres años. Tengo recopiladas las notas oficiales de fin de curso que el colegio remite a las familias, pero esas no valen, solo es una mera comunicación. Mi mujer y yo empleamos una buena parte de la tarde del domingo en traducir las asignaturas al inglés teniendo que codificar las notas en series de letras donde el sobresaliente es la “A”, el notable es la “B” y así sucesivamente. Una tarea entretenida si se quiere hacer bien, pues además era necesario indicar el número de horas semanales que se habían dedicado a cada asignatura, dato que tuvimos que obtener de donde pudimos. Con todos los papeles rellenos y revisados, nos dirigimos al día siguiente a la secretaría del colegio de mi hija a solicitar que nos pusieran el sello en los mismos para certificar su validez, un trámite que en principio parecía sencillo pues aportaba los documentos de las notas de mi hija para facilitar su consulta y que no tuvieran que estar buscándolos en sus archivos.

Lo que se nos antojaba sencillo fue la debacle. Cuando la persona que me atendió vio aquellos papeles en inglés se le subió la bilirrubina a las nubes como si hubiera visto al mismísimo demonio. Tras leer y releer aquello, visiblemente nerviosa, me dijo que en ningún caso podían certificar ni validar aquello porque…«estaba en inglés». Me dejó con la cara a cuadros. Me dijo que podían emitirme un certificado oficial, por supuesto es español y en su formato y que en todo caso lo adjuntara al papel oficial que me pedían en inglés.  Cuando le hice ver que así no me servía, me dijo que no me podían hacer la gestión.

Uno ya sabe anticipar las situaciones y donde no se puede hacer nada lo mejor es resignarse y buscar alternativas, entre ellas incluso la falsificación de un documento que nadie va a comprobar y que si por algún motivo lo comprueban presenta datos correctos. Meros formalismos que te traen por la calle de la amargura. Pero ahí no acabó la cosa. Cuando manifesté que desistía de mi petición y que me devolviera los papeles para «buscarme la vida» por otros conductos, no hubo manera porque, claro, alguna solución había que darle al asunto. Ya dije que yo la buscaría de forma ajena al colegio, pero no. Al final la cosa iba agriándose y subiendo de tono aunque no perdimos los papeles ni las buenas composturas ninguno de los dos, porque yo por dentro estaba que explotaba al estar perdiendo el tiempo de aquella manera. La oferta quedó en que iba a hacer una consulta a la Inspección del Ministerio de Educación a ver si podían certificar directamente mis documentos o por el contrario emitir un certificado en inglés. Pero es que los títulos de las asignaturas son en español, y las notas son numéricas, insistía… Sin embargo, a los dos días me llamaron que no había ningún problema y que habían estampado el sello en los documentos, con lo cual quedé muy agradecido.

Que quieren que les diga. Que estemos con estos temas en los albores del siglo XXI es cuando menos deprimente y desalentador. Y voy a manifestar que al menos tuve la suerte de que me atendiera una persona cara a cara. ¿Se imaginan gestiones de este tipo a través de uno de esos de «todos nuestros operadores están ocupados»?
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domingo, 17 de enero de 2016

ACTITUD



Ayer sábado dieciséis de enero de dos mil dieciséis se celebró la tercera edición de un evento magnífico que lleva por título «GrandesProfes» y que está organizado por la fundación Atresmedia y patrocinado por diferentes empresas. Se trataba de la tercera edición y como quiera que tuve la oportunidad de asistir el año anterior a la segunda, según comenté en este mismo blog en esta entrada, me animé a participar este año. Todas las comparaciones son odiosas pero tengo que manifestar que el nivel estuvo bastante más bajo que el año anterior, no por la organización que fue perfecta y con una puntualidad exquisita, sino por la categoría y la forma de desenvolverse de los ponentes: el pasado año el listón había quedado muy alto. Información del acto, sus patrocinadores y enlaces al vídeo en esta página web.

Cerca de dos mil asistentes, la mayoría profesores, siguieron en directo el acto en la magnífica sala 25 del complejo de cines Kinépolis en Madrid y en dos salas anexas, pero pudieron seguirlo por «streaming» muchos más desde cualquier punto del globo. Para aquellos que se lo perdieron o quieran volverlo a ver de nuevo, en este enlace pueden hacerlo, aunque curiosamente no está la ponencia que más me interesó por su contenido, su dinamismo y el conferenciante. O no está o yo no la he encontrado. Es curioso.

Siempre se aprende algo aunque te vuelvan a repetir cosas archiconocidas, pues sirve para repensar de nuevo en ellas y actualizarlas a la luz de los últimos acontecimientos de este vida tan dinámica que llevamos, donde un día nunca es igual al anterior. En todo caso, solo la primera y la última ponencia me parecieron relevantes. La última estuvo a cargo de Nachi Picas, una joven chilena invidente que ha llegado a base de esfuerzo y tesón a dar conferencias y escribir un libro relatando los pormenores de su vida como estudiante y agradeciendo a varios de sus profesores la oportunidad que la dieron al confiar en ella y verla como una alumna más pero tratando de ajustarse a sus características especiales al ser ciega.

Pero la base de esta entrada son comentarios a la primera ponencia, una ponencia dinámica, alegre, motivadora y por momentos graciosa que estuvo a cargo del conferenciante, formador y escritor Viktor Küppers, un holandés afincado en España desde hace muchos años y al que de su nacionalidad de origen le debe de quedar solamente el nombre y el apellido. Tiene varios libros publicados que pueden encontrarse a poco que busquemos por la red. El eje de la magnífica conferencia que nos brindó versaba sobre la «actitud».

Ante los sucesos que nos toca vivir a diario podemos conformarnos y resignarnos o por el contrario plantarles cara y elegir luchar para vivir con alegría e ilusión. Una de sus diapositivas, muy provocativa, decía que «estamos tarados» por el peso de las circunstancias y nos pasamos, es un ejemplo, las semanas deseando que llegue el viernes. La vida se nos escapa a toda velocidad en una sucesión de días grises y monótonos en los que deambulamos tocados por un virus denominado «pschhhhhhh» que infecta nuestros pensamientos y nuestras conversaciones.

La fórmula que figura en la imagen de esta entrada conjuga los conceptos «conocimientos», «habilidades» y «actitud». Es fundamental observar que las dos primeras suman mientras que la tercera multiplica. Los conocimientos y las habilidades de una persona son muy importantes en todos sus actos pero mucho más lo es la actitud que tiene al desenvolverse. De qué nos vale un profesor con grandes conocimientos y habilidades si al dar sus clases se muestra apático, malhumorado y «pschhhh…» y solo tiene ganas de que llegue el viernes. Y lo que es válido para un profesor lo es para todos en cada una de sus profesiones, aunque no es lo mismo en aquellos que laboran de cara al público que en otras profesiones más solitarias. Pero siempre es importante la actitud porque nos hará sentirnos mejor a nosotros mismos si afrontamos las cosas con alegría.

Una cuestión importante que planteó es como recordamos a las personas importantes o influyentes que han pasado por nuestra vida: profesores, jefes, compañeros de trabajo, etc. etc. Probablemente lo que más pese en nuestro recuerdo sean sus actitudes, sus comportamientos, en suma, su manera de ser y desenvolverse en sus relaciones con los demás. Los entornos actuales están, cada vez más. sembrados de tendencias desanimadoras, pero siempre podemos elegir no contagiarnos de ellos y mostrar una actitud positiva, no dejar que nos minen nuestra autoestima y aplicar las mayores dosis posibles de alegría y humor a todos nuestros actos de una manera egoísta, porque los primeros beneficiados seremos nosotros mismos.

Muchos de los problemas que representan un mundo en un momento determinado desaparecen y se olvidan al día siguiente para caer en otros. Es pues conveniente dotar a nuestros pensamientos y actos de una cierta relatividad, focalizarnos en lo positivo y en lo que funciona y tratar de arreglar lo negativo y lo que no funciona sin dejarnos llevar por el desánimo y la desesperanza en el convencimiento de que dentro de un tiempo todo será agua pasada y nos enfrentaremos a nuevos retos.

Por la propia costumbre, en muchas ocasiones no valoramos lo que tenemos. Cosas tan simples como abrir la nevera y tomarse una cerveza refrescante en un día de calor, dar a un interruptor y encender la luz o abrir un grifo y que salga agua representan un mundo inalcanzable para muchas personas de este planeta que carecen de las cosas elementales. La vida es como es y nosotros podemos elegir como verla, con las gafas oscuras todo en negativo o con los cristales claros y una gran luminosidad y alegría. Probablemente sea complicado cambiar el contexto en un momento determinado, pero nada nos impide cambiar nuestra actitud hacia él. Y si convertimos en un hábito elegir una actitud positiva de forma generalizada, nosotros seremos los propios beneficiados. 


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domingo, 10 de enero de 2016

POLVORÓN



A Dios gracias han quedado atrás los ecos navideños, y con todos los archiperres belenísticos y del árbol convenientemente guardados en el trastero, la casa y sus habitantes se aprestan a recuperar su normalidad cotidiana. En esta entrada del blog voy a recuperar tres anécdotas alrededor de la palabra «polvorón», que como de todos es sabido no tiene nada que ver con la pólvora sino que hace referencia a una «torta, comúnmente pequeña, de harina, manteca y azúcar, cocida en horno fuerte y que se deshace en polvo al comerla» y que al menos en España es un producto típico y yo diría que exclusivo de la época navideña. Como su definición indica y para evitar que se nos desmenuce entre los dedos al comerlo, es conveniente apretujarlo de forma insistente para que se apelmace antes de retirar el envoltorio para llevárnosla a la boca.

La primera de las anécdotas y más cercana en el tiempo se ha producido esta misma semana, la víspera del día de Reyes, cuando trataba de reponer la bandeja de dulces para enfilar el último tramo de la navidad y especialmente los polvorones que desaparecen como por arte de magia tal y como se referirá en la segunda anécdota. En una tienda del barrio, de esas pomposas y modernas que se autoproclaman como delicatesen en asuntos de panadería y pastelería, en años anteriores vendían los polvorones de una determinada marca que es la única que entra en casa. Cuando pregunté por el producto al dependiente me dijo con desparpajo que no tenía en esos momentos y que quizá la próxima semana los recibiera. Por la contestación, y por su acento argentino, deduje que no tenía, a pesar de ser el dependiente de una pastelería, ni pastelera idea de lo que era un polvorón. Con un poco de inquina le pedí de cualquier otra marca y se apresuró algo molesto a decirme que no le quedaba ni de esa ni de ninguna, cuando en una bandeja a mi vista sí que había de otra marca. ¡Ay que bien le hubiera venido un poco de humildad y reconocer que no sabía lo que era un polvorón! Al menos eso lo hubiera aprendido para el año que viene aunque con la velocidad con que cambian los dependientes en los comercios hoy en día, dudo mucho que en la navidad venidera continúe de tendero.

La segunda anécdota se remonta a los primeros años de este milenio. Debido a una fusión entre empresas, en mi nuevo departamento me encontré con una compañera, Susana, que era natural de Bilbao, donde residía su familia. Acudía a pasar el día de Navidad con sus padres y a la vuelta nos trajo al departamento una bolsa de polvorones, que su familia compraba tradicionalmente en una tienda del barrio. No hace falta decir la marca y la verdad que resultaron ser un bocatto di cardinale. Desde entonces, todos los años le encargaba que me trajera un par de docenas. Con el tiempo empezaron a venderlos en dos tiendas de mi pueblo, o es que ya los vendían con anterioridad y yo no me había fijado. No son precisamente baratos, pues a los precios actuales de dos mil dieciséis la unidad se acerca al euro con veinte céntimos. Pero su sabor tan exquisito y diferente a otras marcas más comunes les convierte en un dulce de culto. A pesar del nombre de Felipe II y de la leyenda «exquisitos mantecados escorial» que figura en su envoltorio, nada tienen que ver con ese famoso pueblo de la sierra madrileña, ya que son fabricados en el país vasco español. Hay más información e incluso su posible compra por correo en su página web, donde figura el siguiente texto muy descriptivo:

Podemos así concluir que después de siglos, los mantecados FELIPE II siguen siendo los más distinguidos y deseados. Su tradicional elaboración artesanal, fielmente guardada generación tras generación, los ha hecho merecedores de las más altas recompensas honoríficas, convirtiéndoles en un privilegio y en una leyenda.


La tercera anécdota se produjo a principios de los años ochenta del siglo pasado y ocurrió durante un viaje en esta época navideña a visitar las ciudades de Moscú y San Petersburgo, que por aquel entonces se denominaba Leningrado. En aquellos tiempos, los turistas no podían circular libremente siendo obligatorio el seguir las indicaciones de un guía asignado por la agencia oficial rusa de turismo. El grupo de españoles tuvimos mucha suerte con el guía asignado, que respondía al nombre de Todorov. Una gran persona, ya entrado en años, que a pesar del frío y distante carácter soviético llegó a congeniar con el grupo e incluso excederse en sus cometidos con tal de hacer más agradable nuestra estancia. Al final entre todos le hicimos un regalo para su nieta consistente en una muñeca, algo extraordinario y lejano para ellos que no podían acceder a las tiendas especiales para turistas extranjeros y que al grupo, al cambio muy favorable del rublo con la peseta, nos supuso una menudencia. Concretando la anécdota, a los españolitos de aquel grupo se nos hacía difícil lo de llamarle Todorov, por lo que por la ocurrencia de un graciosillo valenciano quedó bautizado cariñosamente con el apodo de “polvorón”.


domingo, 3 de enero de 2016

RECLAMOS




Los anuncios publicitarios nos acosan por todas partes. Podría admitir que en algunos casos son necesarios, pues contribuyen al mantenimiento de los medios y tenemos que tener claro que las cosas cuestan dinero y si se nos ofrecen de forma gratuita es porque alguien de alguna forma está aportando las cantidades necesarias. Habría muchos ejemplos pero por acercarme a uno moderno de actualidad podríamos mencionar las aplicaciones para teléfonos móviles, ya que muchas de ellas se ofrecen de forma gratuita con anuncios aunque siempre podemos comprarlas y evitar la publicidad.

Como ya he dejado traslucir en algunas entradas de este blog a lo largo de más de siete años, — ANUNCIOS, PROPAGANDA o PUBLICIDAD —, el mundo de los anuncios y yo estamos un poco enfrentados. Admitiendo que son necesarios, procuro tenerlos lejos, entre otras cosas por lo machacones y repetitivos que son y además porque al estar dirigidos a un público en general, mucho me temo que en numerosas ocasiones mi persona no se encuentra encuadrada entre ese público. 

Cuestiones personales, no es otra cosa, pues prefiero tomar mis decisiones y no dejar que me coman el coco con anuncios muy bien hechos, los anuncios, pero que ofertan cosas que luego pudieran no ser como las pintan. Recuerdo magníficos anuncios de Renfe realizados por empresas que saben hacer muy bien su trabajo y que en mi modo de ver las cosas servían para mantener engañada a una gran parte de la ciudadanía, precisamente a la que no utilizaba los servicios ofertados. Solo los que vivían y sufrían en carnes propias los servicios podían decidir si el anuncio era acertado o engañoso; para el resto de la ciudadanía, la empresa funcionaba a las mil maravillas pues se dejaban convencer por unos magníficos anuncios perfectamente concebidos y realizados.

Esta semana, el miércoles por aquello de que es más barato y haciendo una excepción por las fechas en las que estamos, fui a ver una película al cine. Supongo que las salas de cine se ven abarrotadas este día y aprovechan para extender unas prácticas que no me gustan, aunque tendría que volver un día normal a ver la misma película en la misma sala para poder comparar.

Pero como el aventurar es gratis y yo puedo tomar mis propias decisiones y atenerme a ellas, digo que lo ocurrido no me gusta. La función estaba prevista a las 18:40. Me gusta llegar con tiempo a los sitios, especialmente a cines y teatros con localidades numeradas por aquello de encontrar tu sitio con tranquilidad, máxime cuando los antiguos acomodadores hace ya muchos años que desaparecieron. Pues bien, hasta las 18:35, cinco minutos antes por lo tanto, no abrieron el acceso, que tiene algunos momentos de lentitud porque la gente lleva las entradas en miles de formatos: las de la propia taquilla, las de las máquinas expendedoras, las impresas en casa compradas por internet e incluso, lo que es mi caso, en el móvil directamente por aquello del ahorro de papel. He acabado sucumbiendo a confiar en este sistema aunque por aquello de la seguridad y la posibilidad de que el móvil no funcione las lleva también mi hija o mi mujer e el suyo. Toda precaución es poca.

Hasta aquí todo aceptable aunque justo a las 18:40 todavía estaba entrando gente cuando las luces se atenuaron dejando el cine en penumbra, lo que dificultaba el acceso a los sitios de cada cual con la consiguiente molestia para las personas que ya estábamos correctamente sentadas.

Y ahí empezó lo bueno, algunos tráilers de películas de futura exhibición en el cine pero MUCHOS anuncios comerciales, uno detrás de otro. Reconozco que aproveché para echar un vistazo al twitter y al correo en el teléfono. Fueron, medidos, dieciséis minutos de continua sucesión de publicidad que me fue proyectada en contra de mi voluntad y en una función cuya entrada había pagado religiosamente. Vamos, que pagar por ver anuncios es algo que ya excede de mis planteamientos. La película, lo que realmente yo iba a ver, dio comienzo a las 18:56, dieciséis minutos más tarde de lo inicialmente planteado. Yo estaría dispuesto a pagar diez o veinte céntimos más por la entrada y ahorrarme esos quince minutos de machaque.

Ahora queda pensar si las personas que llegan tarde a las sesiones lo hacen deliberadamente porque conocen estas prácticas y no quieren tragarse los anuncios, una posibilidad que voy a contemplar yo para mis futuras asistencias.