Buscar este blog

domingo, 24 de febrero de 2019

ACTUALIZACIONES




Si hubiera sucumbido a la tentación de utilizar la palabra inglesa que mejor define el comentario que voy a hacer hoy, habría titulado esta entrada «Upgrade», pero para que no se diga, recurro a un vocablo español con significado parecido. Cada vez más estamos rodeados por todas partes de cachivaches tecnológicos que requieren ser puestos al día con más o menos frecuencia en dos aspectos para los que, ahora sí, me permito utilizar las palabras inglesas «hardware» y «software», es decir, la parte física y la parte lógica respectivamente.

Nuestros teléfonos y nuestros ordenadores, conectados ya permanentemente queramos o no a internet, nos avisan continuamente de que existen actualizaciones para nuestros programas instalados —app’s— y prácticamente nos obligan a instalarlas so pena de quedarnos fuera de juego. Esto exige un grado de confianza en las empresas que generan estas aplicaciones que últimamente se está poniendo en tela de juicio debido a innumerables fallos como los recientes de Microsoft en las actualizaciones mensuales para Windows 10 de octubre de 2018 y febrero de 2019 que, si las aceptamos, pueden dejar nuestro ordenador como un sembrado, perdiendo incluso datos propios. Esto no sería un gran problema si tenemos nuestras copias de seguridad, pero en este asunto los usuarios somos muy confiados y creemos que nunca va a pasar nada y nuestro ordenador se comportará como un campeón, sin ningún fallo, por los siglos de los siglos.

Además de los programas que nos suenan y que se ejecutan en nuestros ordenadores y teléfonos, hay otros más sibilinos y desconocidos que son el principio de todo y que los mortales por lo general desconocen ya que están fuera de su alcance. Me refiero a los conocidos como «BIOS» en los ordenadores o «ROM» en los teléfonos. Estos programas son básicos y muy delicados porque son los que se ponen en marcha cuando se enciende el aparato y establecen la carga inicial y la preparación para que podamos funcionar y ejecutar nuestras aplicaciones. No es fácil lidiar con ellos, aunque, como todo en esta vida, cualquier persona puede llegar a actualizarlos dedicando un tiempo por lo general considerable. Por ejemplo, mi teléfono Samsung Galaxy Note 2, un terminal de 2012 con más de seis años de funcionamiento, ya no tiene de Samsung nada más que el logotipo y eso porque no quiero rascarle, pero ganas me dan de pegarle encima una etiqueta que lo tape. Debido a que las marcas, al menos esta, consideran que un terminal queda obsoleto al año y medio, tuve que dedicar mucho tiempo y esfuerzo a dejarle limpio como la patena y cargar una «rom» general que me ha permitido actualizar el terminal a versiones recientes de Android sin tener que depender de la casa fabricante que, como ya digo, se olvida de sus aparatos cuando estos ya tienen un año y medio de antigüedad.

Pero la entrada de hoy no va del software sino del hardware. En esta sociedad moderna, lo mejor es cambiar de aparato con frecuencia y evitarnos el mantenimiento —y la limpieza que ahora hablaremos de ella— de nuestros ordenadores. Mi PC fijo fue adquirido en 2001 pero evidentemente en estos casi 20 años ha sufrido diferentes actualizaciones—upgrades— que le permiten estar al día. Los discos no son los mismos, la fuente de alimentación ha sido cambiada al menos tres veces, la placa base al menos dos, el procesador, la tarjeta gráfica, la tarjeta de red… todos estos componentes han sido actualizados periódicamente para tener un aparato tecnológicamente al día sin tener que cambiar el todo y desechar lo antiguo.

Evidentemente, para esto hay que convertirse en una especie de mecánico de ordenadores que requiere su tiempo y que es sencillo cuando se sabe el tornillo que hay que apretar. Hoy en día se dispone de mucha información y muchos tutoriales en la red, algunos magníficos en Youtube, pero hay que dedicar tiempo y esfuerzo al asunto y no todas las personas están dispuestas a ello. Claro, es mejor llamar al amiguete para que se venga a tomar una cerveza a casa y de paso te apañe algo en tu ordenador.

En estas semanas de atrás se me ha llenado el disco interno de mi PC portátil. Se trataba de un disco SSD de 120 Gb donde estaba instalado el sistema operativo Windows 10. No quiero entrar en la cantidad de basura que este sistema va dejando con el paso del tiempo —ficheros que un mortal no sabe para qué sirven, ocupan mucho y no te deja borrar—. El caso es que se imponía un cambio de disco. Afortunadamente los discos SSD, recomendables por su rapidez, han bajado bastante de precio. Pero cambiar uno por otro no es sencillo, hace falta haberle dedicado muchas horas al asunto con anterioridad para acometer, con mucho respeto, este cambio.

Primero, si se quiere que todo siga funcionando igual hay que copiar el disco viejo en el nuevo. ¿Cómo se hace esto? Yo he utilizado un programa maravilloso llamado ACRONIS que permite sacar copias periódicas del disco por si se nos estropea —los discos se estropean con el tiempo y con el uso— y también copiar un disco en otro más grande. Ya aviso que no es fácil manejar el programa ACRONIS y que he pasado muchas horas y muchos sustos con él hasta que ahora puedo decir, con mucho respeto todavía, que lo puedo manejar sin demasiado miedo.

Una vez copiado el disco, hay que desmontar el portátil, otra cuestión que no suele ser sencilla, porque a los fabricantes no les gusta que personal «no» especializado les hurgue en sus máquinas. En la imagen se puede ver mi Toshiba P50 de 2014 con las tripas al aire y en el lateral izquierdo encima de un folio en blanco la tornillería que hay que quitar para poder acceder al interior. Cambiar un disco por otro es sencillo: desenchufar y enchufar. Luego volver a tapar, colocar toda la tornillería, arrancar y que todo funcione. Sencillo ¿verdad? Pues manos a la obra.

Me permito recomendar aquí la lectura de la entrada de octubre de 2012 en este mismo blog titulada «SSD» para animar al personal a mancharse las manos.

Pero, antes de cerrar… un asunto muy importante: la LIMPIEZA. Los ordenadores se calientan, se calientan mucho. Los procesadores, cada vez más potentes, adquieren grandes temperaturas que hay que disipar por el momento con ventiladores, aunque ya hay algunas placas base que empiezan a utilizar líquidos refrigerantes enfriados de forma externa. Yo utilizo en mis ordenadores un programa gratuito llamado «CoreTemp» que me permite monitorizar la temperatura del procesador.


 Por ejemplo, en mi ordenador fijo, que es el que más horas utilizo de forma continuada, sé que la temperatura en cada uno de los cuatro procesadores queda por debajo de los 50 grados centígrados tras una limpieza. Con el tiempo está temperatura va subiendo poco a poco, lo que indica que el ventilador y el disipador están siendo cubiertos por el polvo. Toca desmontar el ordenador, desmontar disipador y ventilador y tirar de aspiradora para dejarlos limpios. De paso si cambiamos la silicona termal entre disipador y procesador mejor que mejor. Todo esto le sonará a chino a muchos mortales como a mí me pasaba hace años. Ahora lo sé porque he dedicado muchas horas a intentar conocer de qué va todo esto.

Llevamos el coche una vez al año al taller —me toca en unas semanas— para que lo revisen, pero no tenemos la costumbre de llevar el ordenador… ¿por qué?


XXX

domingo, 17 de febrero de 2019

BLANCO




Aquellas personas que tengan sitio en sus armarios o trasteros y jueguen a ser un poco hormiguitas verán como algunos de los cachivaches que los humanos almacenamos guiados por el llamado síndrome de Diógenes ganan o pierden actualidad. Un ejemplo claro es la ropa, sometida a los vaivenes de la moda que persigue cambiarnos el paso para vender más y más. Como digo, algunas prendas guardadas en el armario que no utilizamos desde hace años pueden recobrar su vida si el giro impuesto por la moda las recobra. Nihil novum sub sole —nada nuevo bajo el sol—, frase atribuida al rey Salomón, nos viene a decir que todo se repite, es cíclico, no aporta novedades salvo ligeras variaciones que probablemente ya fueron utilizadas anteriormente.


Compré mi primer coche en 1973. Bueno, para ser más exactos, me lo compraron. Yo era un neófito en esos asuntos y con mi carnet de conducir recién obtenido me puse en las manos de mi tío Pedro, que llevaba muchos años y muchos kilómetros a sus espaldas por su condición de empresario. Lo que costó aquel coche, nuevo, era un dineral para la época, ciento seis mil pesetas unos 640 euros cuando mi sueldo mensual entonces era de 24 euros. Él era un forofo de la marca SEAT y conocía a directivos de esta empresa en una central de ventas que había en el paseo de la Castellana de Madrid, un poco más adelante de la plaza de Castilla. Dejé todo en sus manos, dinero incluido, y él se encargó de todo.

Un día a media mañana me llamó por teléfono para decirme que estaba todo hecho. y que me dejaba los papeles y las llaves en su casa que estaba cerca de la Dehesa de la Villa, frente por frente al colegio de formación profesional de La Paloma. El coche lo sacó él mismo y lo aparcó en la calle. Solo me dijo una cosa más: que el color no le había gustado, pero era lo que había, lo que le dieron y que me había ahorrado unas pesetillas sobre el precio real de compra al haber optado por ese coche que tenían disponible para entregar. Eran otros tiempos… pero no me dijo de qué color era.

Por la tarde pasé por su casa y mi tía Julita me dio papeles y llaves y me fui andando a la búsqueda de mi flamante vehículo. Iba hecho un manojo de nervios pensando en la novedad y sobre todo en como haría para llegar desde donde estuviera aparcado hasta mi casa en un pueblo a unas decenas de kilómetros de Madrid. El tráfico en Madrid era un caos —y lo sigue siendo— y yo no había conducido un coche en mi vida salvo las pruebas en la auto escuela para obtener el carnet. Cuando llegué a las inmediaciones de la SEAT caí en la cuenta de que no sabía nada del coche, ¿cómo iba a buscarlo? Miré los papeles y vi la matrícula, que aún recuerdo perfectamente, y el color: blanco. Ni me gustaba ni me dejaba de gustar, me daba igual, aunque a mi tío no le gustara.

Con el tiempo se pusieron de moda los coches con la pintura metalizada, pero yo ya me había hecho adicto al blanco. La suciedad se percibía menos y en algún estudio que pude ver por ahí se decía que de noche eran los que a más distancia eran vistos por otros vehículos y se destacaban más sobre el color oscuro del asfalto. Además, y para mí el bolsillo está por delante de las emociones a la hora de considerar pros y contras, el seguro de los coches con pintura metalizada era más caro. Como diría un angloparlante «white forever».

Desde entonces he tenido nueve coches y todos ellos blancos, lo que no siempre ha sido fácil. Por uno de ellos tuve que esperar cerca de tres meses hasta que lo fabricaran especialmente para mí pues la marca y el modelo —Citroën Xsara— había retirado el blanco como color posible en la fabricación de este modelo. El vendedor, gran amigo mío, trató hasta la extenuación de convencerme de pedir otro color, pero me mantuve en mis trece y le dejé claro que blanco o me iría a otra marca. Sigo yendo por su taller y algunas veces me lo recuerda…

Hay una pequeña mentirijilla en lo anterior. En los años 80 en la familia compramos un coche de segunda mano. He de decir que no me gustan los coches de segunda mano y siempre los he evitado ajustando mis expectativas a mi disponibilidad monetaria. Aquel era un SEAT 600 de color amarillo que adquirimos para que mi mujer empezara sus pinitos como conductora. Tentado estuve de pintarle de blanco, pero al final se impuso la cordura y tuve uno de color no blanco… aunque no era estrictamente mío.

Como se puede ver en la imagen que encabeza esta entrada, el blanco en los coches se ha puesto de moda de nuevo; es muy común en la actualidad, se ven muchos y el informe global de popularidad de color en automoción de Axalta presenta el blanco como color preferido a nivel mundial. La arruga es bella, el blanco ha vuelto como color de los coches con lo que yo, que siempre tuve uno blanco, me he puesto a la moda sin hacer nada.



domingo, 10 de febrero de 2019

CONÓCETE




Puede parecer una tontería, pero mantener una entrada con periodicidad semanal en este blog desde diciembre de 2006 lleva su tiempo. Se trata de buscar una imagen y juntar apenas mil palabras, semanas más, semanas menos, pero cuando la semana se complica, llega de sopetón el domingo por la mañana y no tienes nada preparado es motivo de desazón. Nadie te fuerza, pero muchas veces las obligaciones auto impuestas son las peores, pues las tienes que negociar contigo mismo y no es muy agradable. Todas las cosas tienen un comienzo y un final, que tarde o temprano acaba llegando, por las buenas o por las malas, voluntaria o forzosamente. No es el caso, al menos por el momento.

Mi buen amigo Manolo, uno de ellos ya que tengo varios, hace ya algún tiempo hizo un viaje a Grecia. Yo anduve por allí en el año 1982 en un viaje en coche desde España y no he vuelto, pero muchos de los recuerdos permanecen vívidos en mi memoria como si hubiera sido ayer, y eso que han pasado casi cuarenta años. Un país que en un tiempo fue una de las cunas de la civilización europea y mundial y que tiene muy variados encantos para el viajero, tanto en temas históricos como paisajísticos —no solo Atenas y su Partenón sino otros como el monte Athos, Meteora, el templo de Poseidón en Cabo Sounion, las islas de Mikonos, Santorini, Rodas…— y también culinarios —el yogurt griego y la «moussaka» no se me olvidarán nunca—. En uno de los comentarios que tuvimos apareció la imagen que encabeza esta entrada.

Según cuentan, este texto estaba situado en el pronaos del tempo dedicado al dios Apolo, en la ciudad de Delfos y era considerado el saludo del Dios a los que acudían a visitarle. En su día, cuando lo visité, no recuerdo haberme fijado, aunque algún día trataré de encontrar un rato y rebuscar en las más de mil diapositivas que tengo guardadas de ese viaje. Entender otro idioma que no es el nuestro no es fácil, y la dificultad se acrecienta sobremanera cuando los caracteres no coinciden con los de nuestro alfabeto, como por ejemplo «Σ», «Γ» o «Ω». Al final detrás de todo símbolo hay una traducción posible, que en este caso no es otra que «CONÓCETE A TI MISMO».

Desde aquel hay fijada una copia impresa en el atril que tengo en mi escritorio, en el que paso varias horas al día. Lo que ocurre es que muchas veces van cayendo papeles encima y queda oculta, pero no desaparece. Los días de limpieza como hoy vuelve a aflorar y recordarme que debo dedicar un tiempo a satisfacer ese imperativo de conocerme a mí mismo. El ejercicio debería ser diario, pues a diario nos acontecen un sinfín de situaciones que van conformando nuestro bagaje personal y que modifican nuestro auto conocimiento. Quizá sería bueno fijar una copia en algún otro sitio, como, por ejemplo, el espejo del baño, de forma que en el aseo diario de primera hora de la mañana venga a mi mente la tarea de dedicar un tiempo, por ejemplo, el del afeitado o la ducha, a darle una vuelta de tuerca al asunto. Siempre redundará en beneficio propio y por ende en el de los que nos rodean. 

El tiempo es el que es, pero en determinadas etapas de la vida parece que vuela. Y no precisamente en un avión convencional sino en un cohete espacial pues tal es la velocidad con que pasan días, semanas, meses y años sin que nos demos cuenta: hace nada estábamos celebrando las fiestas de Navidad y ya tenemos el verano encima… Por ello, es fundamental dedicarnos más tiempo a nosotros mismos y (quizá) menos a los demás.

Esta inquietante frasecita de marras tiene su enjundia. Se ha atribuido a varios filósofos griegos, pero parece que fue el muy conocido Sócrates, ese que «solo sabía que no sabía nada», el que la enseñaba hace miles de años a sus discípulos en sus clases de filosofía para que se conocieran mejor a sí mismos, con lo que serían capaces de gobernar su vida, de aprender a utilizar su pensamiento para dirigir sus acciones y relaciones a cuestiones verdaderamente interesantes desde el punto de vista personal y evitar las perjudiciales.

El mundo gira muy deprisa y nosotros nos vemos arrastrados —nos dejamos arrastrar— en esa velocidad endiablada. A poca curiosidad que tengamos, la información ingente, escrita y en imágenes, a la que tenemos acceso hoy en día se nos va acumulando «para después» y nos hace pasar muy por encima de temas que requerirían una lectura pausada, mejor reflexión y mayor disfrute; el carpe diem toma cada vez más sentido invitándonos a disfrutar del momento presente y no tener nuestra mente ocupada en otras cosas como, por ejemplo, lo que vamos a hacer a continuación.

Conocernos a nosotros mismos es fundamental para orientar nuestros pasos y gobernar nuestra vida. Dediquémosle tiempo y redundará en nuestro beneficio sin ninguna duda.