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domingo, 29 de septiembre de 2024

INQUIETANTE

Si tus amigos, conocidos o familiares saben que tienes interés o curiosidad por un tema, el que sea, cuando ven algo que te pudiera resultar interesante te lo hacen llegar: ahora es fácil a través de wasap, correo electrónico o tomando una cerveza; lo preferible sería esta última manera, pero las anteriores son, por desgracia o comodidad, mucho más frecuentes.

Hace ya casi 30 años que, junto con unos compañeros de oficina, fundamos la Asociación Gastronómica GARBANZO. Como su nombre indica se trata de rendir culto a esta legumbre, degustándola en una de sus formas más tradicionales: el cocido, madrileño principalmente, aunque no solo. La idea era tener una reunión mensual ante esos vuelcos, por lo general dos, pero algunas veces tres, porque ya se sabe que las reuniones son siempre en el bar o restaurante con mesa y mantel. Obviando los meses de verano y la época de la pandemia, las degustaciones mensuales se han producido y se siguen produciendo, con lo que el lector se puede hacer una idea de los sitios visitados. Si se tiene curiosidad, en la página web www.garbanzo.es hay una descripción de los devenires de esta peculiar cofradía. Por cierto, GARBANZO son las iniciales de Grupo de amigos revoltosos y bullangueros amantes de la naturaleza y el zampar opíparamente.

Socio fundador como digo, no he sido un socio activo de forma permanente porque vicisitudes de la vida no permitían atender es magnífica reunión mensual. Ahora que he podido volver a esta cita mensual, he recuperado las magníficas sensaciones de este plato tan tradicional y de una animada y siempre provechosa charla con antiguos conocidos y otros de nuevo ingreso.

¿Qué tiene que ver el título de esta entrada con los cocidos madrileños? Como es fácil suponer, los garbanzos, pobrecitos ellos, y todas las viandas que los acompañan no nos producen desasosiego, al menos en el ánimo, aunque habría que preguntar a nuestros estómagos tras el refrigerio en el que no faltan buenos vinos.

Me llegó a mi wasap esta semana un artículo —hay muchos— que rezaba en su título «Los mejores seis restaurantes de cocido tradicional en Madrid, según los usuarios». No voy a poner aquí el enlace al mismo porque como comentaré ahora no me parece que sea una información compartible por su poca fiabilidad, a mi modesto entender y de mis compañeros cofrades de la asociación. Aunque no quedaba claro, parece que la información estaba recogida o derivada del siempre todolosabe Google. Pero yo pregunté a Google y me dijo algo diferente, será que los usuarios cambian de opinión con el paso del tiempo, porque, aunque el artículo está fechado el reciente 25 de este mes de septiembre de 2024, vaya Vd. a saber de cuando son los datos.

A lo que vamos. En ese artículo se hablaba de cinco, no seis como dice el titular, restaurantes de Madrid que son la crème de la crème. Uno de ellos no lo conocemos y habrá que investigar, pero los otros… no podemos estar de acuerdo de ninguna de las maneras. Los menciono aquí para decir que, a nuestro juicio, no son los mejores ni mucho menos: Malacatín, Lhardy, Casa Carola y La Gran Tasca. Al menos en estos momentos y quitando uno, los otros tres nunca han estado en nuestras oraciones y pensamientos, porque a lo mejor tuvimos o tuvieron un mal día cuando estuvimos en ellos.

El mejor cocido se puede, elevado precio mediante, degustar los lunes, miércoles o viernes en el restaurante «El Charolés», pero este no está en Madrid capital sino en un pueblo de la Sierra Madrileña: San Lorenzo de El Escorial. En Madrid capital nuestros preferidos son Casa Jacinto, Nuevo Horno de Santa Teresa, Taberna La Cruzada y Taberna de la Daniela, aunque no en todos sus cuatro locales y últimamente… sin comentarios. Como puede apreciar el lector, no coincidimos ni por asomo con los usuarios, sean quienes sean.

Uno de los cofrades fundadores, Juanlu, tuvo la ocurrencia de preguntar a ese otro gurú que está desbancando a pasos agigantados al todopoderoso Google: ChatGPT, uno de los adalides de lo que se viene llamando «Inteligencia Artificial». La respuesta obtenida coincide sospechosamente con el artículo periodístico referido y no exactamente con lo que dice Google. No podemos saber ni asegurar que la periodista que escribió el artículo consultara ChatGPT o similares, pero sea así o no, el resultado es inquietante.

Cada vez más nos fiamos de las redes sociales y las herramientas electrónicas para guiarnos en el mundo real. Supongamos que quiero hacer una excursión a San Sebastián y perderme en el proceloso mundo de los pintxos, para lo cual tendré que buscar en la red información —¿fiable? — de los mejores establecimientos a los que dirigir mis pasos. Aunque le eche ganas, tiempo y olfato para decidir algunos, siempre me quedará la duda que la información no sea tendenciosa, dirigida y realizada por usuarios que no han pisado nunca esos establecimientos y están haciendo las reseñas y comentarios desde las Azores, por no poner un sitio demasiado lejano.

Estamos apañados. Como dice mi amigo Juanlu, la «Inteligencia Artificial», de artificial lo tiene todo, pero de inteligencia anda muy cortita.



 

sábado, 21 de septiembre de 2024

«CBDC»

El mundo del dinero ha sufrido en los últimos cincuenta años cambios drásticos que, a algunas personas, sobre todo de cierta edad, les superan. Y esto es un no parar para lo que según los entendidos se avecina.

El dinero de plástico, nombre con el que se conoce comúnmente a las tarjetas bancarias, vio la luz en España hace 46 años más o menos. Corría 1978 cuando empezaron a distribuirse por parte de los Bancos y Cajas de Ahorros las tarjetas de plástico con el mismo formato que en la actualidad. Cierto es que solo disponían de la banda magnética y confiaban en la firma manuscrita del poseedor, aunque pronto se vio que servía de poco: los comercios ni siquiera la miraban y además aparecía en un espacio tan pequeño que difícilmente se podría firmar con una cierta calidad. Por cierto, en las transacciones monetarias en comercios la firma ha desaparecido por completo.

La banda magnética sigue utilizándose, aunque es fácilmente copiable y falsificable. De ahí que no conviene  perder de vista la tarjeta porque nos la pueden duplicar con facilidad. No hace mucho a un amigo se la duplicaron en una gasolinera y empezó a darse cuenta que estaban haciendo compras con ella en Alicante, a muchos kilómetros de su domicilio cuando él la tenía en su bolsillo. Es raro hoy en día que en nuestras transacciones dinerarias se lleven la tarjeta fuera de nuestra vista como hasta hace mucho se hacía por ejemplo en los restaurantes. Hoy en día sería muy peligroso.

Con el tiempo y en vista de la debilidad en temas de seguridad de la banda magnética se las incorporó el chip, esa «placa diminuta de material semiconductor y color amarillo que incluye un circuito integrado». Todo llega y aunque hoy por hoy de forma no tan sencilla como la banda magnética, los chips también pueden ser manipulados. Algún propietario de máquinas vendedoras de bebidas y sándwiches estará perplejo si no le cuadran las cuentas y eso que ha incorporado el pago con tarjetas con chips a sus máquinas.

Otra última incorporación ha llegado a las tarjetas: el llamado sistema contactless, palabreja inglesa que significa «sin contacto». Con solo arrimar la tarjeta, no hace falta introducirla, se facilitan los pagos con fiabilidad y con una cuestión muy importante como es que la tarjeta no pierde el contacto con la mano de su dueño, por lo que es más difícil de manipular y por ende de duplicar.

Siguiendo con el progreso en este asunto ha llegado el pago con el teléfono móvil, sistema al que mucha gente se resiste por aquello del miedo a perder el móvil y que le hagan un agujero en sus cuentas bancarias. El teléfono móvil se ha convertido en el foco de casi todo de forma que andando el tiempo baste con llevar el móvil para todas nuestras acciones sin llevar tarjeta alguna. Pero esto está muy verde todavía. Por ejemplo, se puede llevar el carnet de conducir y el permiso de circulación en el móvil, pero solo servirá ante la Guardia Civil de Tráfico y no servirá ante un Policía Municipal.

Miedos aparte, hay que saber que el pago en comercios con el teléfono móvil es el sistema más seguro hoy en día por el tipo de tecnología que se utiliza y que consiste en mensajes de un solo uso entre el móvil y el comercio que, aunque fueran copiados, no servirían para nada por aquello de «un solo uso». Al final, por unas razones o por otras, acabaremos claudicando en el uso masivo del móvil por seguridad y practicidad. Cuando en un intercambiador de transportes me subo a un autobús o entro en el Metro y me veo obligado a sacar la tarjeta de transporte de mi cartera me entran los siete miedos hasta que la veo de nuevo en mi bolsillo a buen recaudo.

Estos vertiginosos cambios pueden tener asuntos ocultos que no conocemos y que nos sorprenden como a mí me ha ocurrido. Me di cuenta hace unos días que tenía abierta la posibilidad del uso de mi tarjeta bancaria, la que llevo en la cartera y uso desde el teléfono, para pagos bancarios en internet. Inmediatamente procedí a cerrar esa posibilidad porque nunca usaré esa tarjeta para compras en internet. Tengo otras cargables y descargables para esos menesteres. La sorpresa vino cuando al poner gasolina en mi coche e ir a pagar con la aplicación del móvil de esa compañía me denegó el pago y me saltó el mensaje que puede verse en la cabecera de esta entrada. Llevaba años usando esta facilidad, que además me reporta un pequeño descuento y no tener que sacar la cartera del bolsillo. Ahora se impone tomar una decisión: abrir el pago de esa tarjeta a internet cosa que no haré por seguridad o precaución o volver al pago normal como antaño con lo cual renunciaré a ese pequeño descuento.

Cada vez se impone más tener una cuenta bancaria normal, de desecho, pero con control. Focalizar en ella tarjetas o recibos especiales para su uso en momentos o sitios delicados, pero claro, teniendo la precaución de controlar su saldo y recargarla antes de su utilización. Si nos pillan la tarjeta o el teléfono, el descosido que nos podrán hacer será del saldo que tengamos.

Y nos podemos ir preparando con este asunto de los dineros. Ya empiezan a calentarnos la cabeza con la retirada de la circulación del dinero físico de monedas y billetes tradicionales. Razones hay todas las que queramos inventar y los inconvenientes se ignoran o minimizan para la mayor parte de la población. Es corriente que muchas personas vayan por la vida sin dinero físico y utilicen sus tarjetas o móviles en sus pagos por mínimos que sean. Pero no en todos sitios se admite el pago con tarjeta e incluso hay establecida una cantidad mínima. Pero también hay lo contrario: sitios donde no se puede utilizar el dinero. Si te quieres tomar un mísero café en la cafetería de una universidad a la que voy con frecuencia, las monedas o billetes no te sirven de nada. Hasta los cinco céntimos que te cuesta una fotocopia en el centro de reprografía los tienes que pagar con la tarjeta o móvil.

¿Sabe Vd. lo que es el concepto CBDC que sirve de título a esta entrada? Pues se nos viene encima a pasos agigantados. CBDC son las siglas en inglés de «Central Bank Digital Currency» y en su traducción «Moneda Digital de Bancos Centrales». Se trataría de una nueva forma de dinero emitida de forma electrónica por un banco central. El Banco de España nos dice que «Los bancos centrales buscan emitir sus propias monedas digitales con el objetivo de mejorar el sistema de pagos, dado el aumento de los pagos electrónicos y el descenso del uso del efectivo, pero también porque la creación de instrumentos electrónicos de pago privados no regulados, como las "stablecoins", puede poner en riesgo la estabilidad financiera. Actualmente, el BCE —Banco Central Europeo— se encuentra trabajando en los preparativos de su posible emisión.».

«Mejorar el sistema de pagos», «Descenso de uso del efectivo», «Riesgo de la estabilidad financiera» … Como siempre, vamos, que lo hacen por nuestro bien. Y un jamón con chorreras. El peligro de un mayor control si cabe sobre nuestros dineros y en qué los utilizamos se cierne sobre nosotros.



domingo, 15 de septiembre de 2024

CONDUCIR

Hace unos días, un buen amigo llegaba muy contento a una reunión que mantenemos con asiduidad. El motivo era que había conseguido renovar el carnet de conducir: por un año. Lo que para algunos se convierte en un mero trámite cada diez o cinco años, supone un verdadero calvario para los mayores porque la renovación no es baladí además de tener que hacerlas de año en año.

Mi padre nunca tuvo carnet de conducir. Eran otros tiempos, la economía familiar no daba para mantener un coche y simplemente no le puso atención. En una ocasión, en una rifa le tocó un SEAT, pero en lugar de sacarse el carnet prefirió venderlo. Los desplazamientos en coche eran a base de amigos industriales; un frutero, Enrique, nos llevaba a ver los partidos de fútbol de regional del equipo del pueblo y un camionero, Barriguera, nos subía a bañarnos los domingos de verano a las pozas del río en la caja de su camión con las tortillas, los filetes empanados y la ensalada de pimientos rojos. Eran otros tiempos en los que se hacían cosas que resultan impensables, además de prohibidas, hoy en día.

En contraposición, yo me saqué el carnet de conducir en cuanto cumplí los dieciocho años. Trabajaba en una oficina bancaria y el sueldo me permitía colaborar con la familia y adquirir un coche: el SEAT 127 que puede verse en una pobre imagen, pero es la única fotografía que conservo de él realizada por un primo que iba delante en una excursión dominical. Me gustaba conducir, al igual que ahora, pero no en trayectos cortos y repetitivos, como desplazarme al trabajo que estaba a 50 kilómetros de mi casa. No era un problema monetario, pues podría haberme costeado la gasolina que si mis recuerdos no me traicionan estaba en aquella época a 7 pesetas el litro. Al trabajo, a diario, me desplazaba en transporte público, en tren de cercanías.

Con el 127 me dediqué a recorrer la geografía española. Siempre que podía me escapaba a conocer sitios nuevos que era fundamentalmente para lo que quería el coche. Eran otros tiempos y, por ejemplo, llegar desde Madrid a Galicia por aquellas carreteras de los años setenta, atravesando la portilla del Padornelo y el puerto de la Canda fue una experiencia que nunca olvidaré, como no se me han olvidado los nombres.

Luego, a principios de los ochenta y ya en un Renault 14, vinieron los grandes viajes en coche por Europa, llegando a puntos tan distantes como Escocia, el Cabo Norte, Budapest o Atenas. El trayecto del Cabo Norte fueron casi quince mil kilómetros, una aventura apasionante en aquellos años. Mencionaré como anécdota que a los coches de entonces había que cambiarlos el aceite cada cinco mil kilómetros, toda una aventura aunque no lo parezca, en Suecia y Noruega. Menos mal que las gasolineras disponían de un foso y facilidades para hacer yo mismo el cambio. También he tenido la oportunidad en un par de ocasiones de conducir por Estados Unidos haciendo grandes kilometradas recorriendo varios estados.

Pero a lo que vamos: para conducir un vehículo hace falta estar en posesión del carnet de conducir, salvo que seamos unos insensatos y lo hagamos sin él. Nunca lo he perdido en toda mi vida y hasta ahora las renovaciones no han presentado problemas, pero uno va teniendo una edad en la que hay que aplicarse aquello de… «cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar». Y si no que se lo digan a mi buen amigo Manolo que tuvo sus lereles en la última renovación al dar con un médico intransigente que le puso en jaque por un tiempo por supuestos problemas cardíacos. Y ojo, que no vale irse a otro centro más laxo porque una vez que has empezado en uno, en ese tienes que rematar la jugada. Al final consiguió renovarlo, pero el susto en el cuerpo no se lo quita nadie.

Pero no es esa la cuestión. La pregunta es ¿tenemos que tomar motu proprio la decisión de dejar de conducir? Siempre he mantenido que el primer y mejor médico es uno mismo. En una ocasión tuve la necesidad de ir de copiloto por Madrid con un señor mayor, algo más de ochenta años, y me pregunté cómo le habían renovado el carné pues se veía a la legua que no estaba en condiciones.

¿Cese voluntario o sugerido? ¿Centros de renovación o familiares al tanto de la cuestión? ¿Después de un percance viendo las orejas al lobo? ¿Por sufrir un accidente o causarlo? Para una persona que ha tenido la libertad de conducir toda su vida puede tomarse como un fracaso, en adición a una pérdida de autonomía y de poder hacer las cosas por sí mismo sin recurrir a los demás. Las implicaciones del cese son altamente emocionales además de sociales y personales. A mayores, se puede incluso llegar a sufrir la vergüenza de sentirse inútil y convertirse en un Yo-Ya: yo ya no estoy para eso.

Conducir es una tarea compleja, muy compleja, tanto en movimientos mecánicos de nuestras extremidades como en la atención y el poner todos los sentidos en lo que se está haciendo además de contar con capacidad de reacción que se va perdiendo con los años. Algunos empiezan a no conducir de noche, luego a no conducir por sitios no conocidos, después a solo para ir al supermercado y luego… Y además se puede empezar a sufrir cosas incongruentes. Supongamos una persona de 67 años, en plenas facultades, con su permiso de conducir en vigor al que le ponen pegas en una compañía de Alquiler de Vehículos por ser mayor de 65 años. Legal o no, está empezando a ocurrir.

Según estudios que ahora mencionaré, en tres de cada cuatro casos el cese fue impuesto y forzado principalmente por cuestiones médicas e incluso por los propios familiares, asumiendo incluso estos la sobrecarga que les supone colaborar con ciertas actividades que realizaba el cesante. Es decir, solo uno de cada cuatro conductores, asumiendo su deterioro, decidió no conducir más y reordenar su vida y sus actividades renunciando a la libertad y la autonomía de conducir. Como dice el refrán, adaptado, «a cada uno le llega su san Martín» con lo que no está de más ir sopesando y repensando el tema cuando se vaya acercando.

Para ayudar en estos asuntos, La Fundación Mapfre ha publicado recientemente un estudio completo en el que se aborda este mundo complejo y que muestra que la edad media en España para dejar de conducir es de 75,5 años. ¿Estamos por encima o por debajo? ¿Cuánto nos queda? Ya se sabe que las medias son eso, medias, pero no dejan de ser orientativas para aquello de poner las barbas a remojar. Para aquellos interesados, el documento puede leerse o descargarse en este enlace.

Como reflexión personal, me gustaría encontrarme cuando llegue la ocasión en ese 25% que renuncia voluntariamente. Porque encontrarse bien y que te retiren el permiso por cuestiones médicas no debe de ser plato de buen gusto.