Es que no son mías, son suyas, de ellos, de los políticos y sus «rondamisas». En lo estrictamente personal, como españolito de a pie, las sufro, me duelen, me cuestan, no las veo ningún beneficio en las cuestiones básicas de la vida diaria y me parece que son un atraso y un freno. Pero para gustos hay colores: cuarenta y cinco millones de españoles… cuarenta y cinco millones de opiniones diferentes.
En una entrevista publicada en el diario «El Mundo» con fecha 4 de mayo de 2014, el ministro de Asuntos Exteriores hacía la siguiente manifestación en referencia a las últimas elecciones de 2011 en las que el Partido Popular obtuvo la mayoría absoluta: «El Gobierno heredó una situación terrorífica. Lo comparo con la Transición».
Sin entrar a valorar la mayor o menor mesura en esta afirmación, la «Transición» aludida es un periodo de grandes cambios que tuvo lugar en España en los años setenta del siglo pasado, tras la muerte del dictador Francisco Franco que se había mantenido en el poder durante los cuarenta años anteriores. En fechas recientes ha fallecido Adolfo Suárez, el presidente del Gobierno que lideró la Transición y sobre el que están apareciendo muchas y variadas informaciones que el paso del tiempo ha tamizado. Una de las más polémicas en estos días es el libro de Pilar Urbano titulado «La gran desmemoria» que está levantando ampollas en diferentes sectores, especialmente en la Casa Real Española y el entorno familiar del fallecido.
Si bien se ha calificado en innumerables ocasiones como «modélica» la Transición, revisiones actuales sobre dicho período de nuestra historia arrojan luces y sombras que al menos ponen en entredicho ese calificativo. De un lado estaba el miedo de la población, recién salida de una dictadura donde todo estaba atado y bien atado y en la que la pérdida de las libertades y el férreo control de la libertad de expresión eran una constante. De otro lado, las presiones de la ultraderecha más conservadora, que controlaba el poder y los medios de comunicación, secundada por la Iglesia Católica. Y todos bajo las advertencias cuando no amenazas más o menos veladas del Ejército que se mantenía distante y discordante con los planteamientos políticos de avance y libertad, entre los que, a modo de ejemplo, supuso un verdadero acontecimiento la legalización del Partido Comunista, acordada a través de un encaje de bolillos.
Con estos mimbres, el cesto que se construyó, llamémosle Constitución Española de 1978, era lo menos malo que se pudo llegar a consensuar: un producto altamente desequilibrado resultado de una falta manifiesta de peso entre las fuerzas encargadas de su redacción, que como se dice en el argot popular, «se la cogían con papel de fumar» utilizando mañanas, tardes, noches y fiestas de guardar, a la hora tanto de manifestar sus opiniones como de aceptar las de los demás, evitando por todos los medios el herir susceptibilidades. Al menos y por todas estas circunstancias expuestas, parecía que el interés colectivo se ponía por encima de los intereses particulares para poder seguir adelante en el proceso de cambio. Otra cuestión reseñable en la época era la «buena voluntad» que ponían todos por hacer las cosas bien, una buena voluntad que está más que ausente en los momentos actuales.
Dentro de todo este proceso, como un apartado verdaderamente importante y crucial, estaban las aspiraciones nacionalistas de algunas regiones españolas, históricas o menos, tales como el País Vasco y Cataluña, de forma clara y explícita, y otras con menos fuerza en sus requerimientos como Galicia o Andalucía. El problema de vascos y catalanes, que venía de siglos y que estaba en un cierto tratamiento en tiempos de la República, había sido cerrado en falso por la Guerra Civil y ahora renacía de nuevo, con planteamientos comedidos que no se atrevían a clamar a las claras por la independencia pero que no se iban a contentar con una migajas.
En algunos momentos se llegó a plantear este asunto en términos federalistas, especialmente por parte de las fuerzas de izquierda, incluidas las catalanas, pero fue desechado. Hoy en día vuelven estos planteamientos con fuerza como una forma de solución al caótico estado de las Autonomías. A modo de explicación, de los más de doscientos estados que existen en la actualidad en el Mundo, veinticinco tienen una estructura descentralizada como forma de Gobierno. Unos por «extensión», como por ejemplo EE.UU., Rusia, India, Canadá o Australia, mientras que otros por «unión o conveniencia», tales como Alemania o Suiza. Lo que no aparece en la historia son estados federados por «desunión» que sería más o menos el caso de España si se optara por este tipo de Gobierno.
Volviendo a los años setenta, estaba claro que había que contentar de alguna manera a los nacionalismos vasco y catalán. Precisamente los vascos se quejaban, y se siguen quejando ahora, de su no participación en la redacción de la Carta Magna. La inercia de vivencias anteriores justificó una forma novedosa de descentralización que, con el tiempo, se está mostrando como muy costosa además de ineficiente. Manuel Clavero Arévalo, en clara defensa de sus intereses andalucistas, acuñó en aquella época la frase de «café para todos» que estuvo bien vista por Adolfo Suárez: para contentar a vascos y catalanes se daría la misma solución a otras «regiones» españolas, tuvieran o no planteamientos nacionalistas, con tal de que elaboraran y presentaran un estatuto de autonomía que fuera aprobado. De aquellos polvos surgieron estos lodos, nada menos que 17 Comunidades Autónomas cuyo diseño no tenía entonces, ni mucho menos tiene ahora a la vista de la historia, ni pies ni cabeza.
Podríamos entender, poniéndonos en la piel de los intervinientes de antaño, el error comprensible en unos momentos delicados por los problemas anteriormente comentados; se trataba de conseguir una «democracia», con las menos limitaciones posibles en la que las fuerzas de izquierda, PSOE y PC, pudieran tener una participación activa aunque fuera solamente «chupando un poco el caramelo». Al final se consiguió, por los pelos, integrar a todos y la Constitución, completa, fue refrendada por el pueblo español el 6 de diciembre de 1978. Pero siempre hay quien estudia los parciales en una votación: un escaso 30% de los votos vascos dijeron «sí».
Han transcurrido 35 años desde entonces en los que han ocurrido muchas cosas. El mundo avanza a velocidad de vértigo y los mimbres que sirvieron para hacer el cesto en 1978 se mantienen con dificultad y están empezando a descomponerse a la luz de los acontecimientos. Cada español podría hacer una valoración de las consecuencias del diseño autonómico español. Un ciudadano de España admitirá como lógicas las diferencias en muchos aspectos de su vida diaria con las de ciudadanos de otros países; pero lo que no admitirá, o lo hará con dificultad y la fuerza, son desigualdades con otros ciudadanos españoles por razón de vivir en diferente Comunidad Autónoma. Y esto no ocurre sólo a nivel autonómico sino también a nivel local. Existen localidades es España físicamente unidas, en las que las viviendas de una acera de la calle pertenecen a un municipio y las de enfrente a otro. Y se da el caso de que los impuestos a pagar por un mismo bien, pongamos un vehículo, son diferentes debido a la capacidad de maniobra de que disponen los alcaldes a la hora de establecer porcentajes de aplicación en los impuestos. Esto ocurre de forma corregida y aumentada en las Autonomías, lo que hace que las empresas, especialmente las que se encuentran cerca de las «fronteras», traspasen estas por simple conveniencia.
Hay ciertos hechos que son incuestionables y no valorables:
- El coste estimado de
la estructura autonómica es de 86.000 millones de euros anuales.
- El número de
empleados públicos no ha crecido de forma natural, sino que se ha disparado, y
eso sin contar las numerosas empresas públicas de titularidad autonómica que
están de alguna forma incontroladas.
- Las diferentes leyes
y disposiciones existentes en materia comercial suponen un freno y un coste
elevado para las empresas, que necesitan inversiones y gastos extras para
adecuarse a las mismas, lo que encarece sus productos y las resta
competitividad.
- Se producen
«triplicidades» entre los niveles local, autonómico y central que derivan en un
inadecuado funcionamiento y un galimatías para el ciudadano.
El catedrático Julián Pavón ha sintetizado los principales achaques que sufren los españoles por el Estado Autonómico en un video disponible en la plataforma «youtube» titulado "El pesebre español y los siete pecados capitales», que se resume a continuación con unos pequeños comentarios.
- Despilfarro las decisiones particulares de cada autonomía y sus órganos dirigentes han propiciado inversiones de dudosa utilidad en aeropuertos, universidades, edificios públicos, sistemas de comunicaciones, televisiones regionales, etc. etc.
- Corrupción los tratamientos personalizados y las decisiones favoritistas han derivado en numerosos casos abiertos como por ejemplo palma arena, gürtel, ere's andaluces, o caso Urdangarín entre otros.
- Hipertrofia política altos cargos en personas de confianza, imposición de directivos en empresas, como cajas de ahorros o creadas por ellos mismos para colocación de amigos y familiares.
- Hipertrofia de la admon.pública crecimiento desmesurado e injustificado del número de empleados. se estima que alrededor de un millón de empleados públicos en las administraciones autonómicas no está justificado.
- Ruptura unidad de mercado las diferentes disposiciones obligan a las empresas a personalizar los productos según la comunidad a la que se destinen.
- Endeudamiento voraz las presiones recientes de la comunidad económica europea en cuanto a los topes de déficits admitidos trata de paliar estos importantes agujeros en gran parte de las comunidades autónomas
- Ingobernabilidad del estado hace unos años los vascos y en la actualidad los catalanes plantean cuestiones incluso contrarias a la propia constitución que cuestionan la unidad del estado y que hacen que gobiernos extranjeros desconfíen de españa al ver el «gallinero revuelto» y con cierto descontrol.
Está claro que las llamadas «vacas gordas» son capaces de tapar muchas asimetrías entre ciudadanos de un mismo Estado pero desde el año 2007 una crisis económica golpea brutalmente ciertas economías mundiales y especialmente la española, si bien nuestros dirigentes retrasaron varios años su reconocimiento. Ya nuestro universal Santiago Ramón y Cajal decía que «una de las desdichas de nuestro país consiste, como se ha dicho hartas veces, en que el interés individual ignora el interés colectivo». Empezamos a asumir que nuestros hijos vivirán peor que nosotros, algo que no ocurría desde hace muchos años. Ir de más a menos tiene mala digestión, especialmente cuando la prensa revela día tras día casos de corrupción y despilfarro en las que se ve inmersa la clase política. Según estudios, en España existen alrededor de 445.000 políticos, lo que representa la tasa por habitante más alta de Europa. No para todos, pero para gran parte de ellos, es una profesión remunerada, con poco o ningún control en su acceso y en la que se pueden perpetuar. Algunos se subieron al coche oficial en la Transición y siguen montados en él. En el decir popular, algunas administraciones autonómicas o locales son verdaderas «agencias de colocación» para amigos o familiares y paradigmas del «enchufismo y amiguismo» cuando no abiertas y declaradas «cuevas de ladrones».
Hace dos años, el movimiento ciudadano denominado «15-M» utilizó como eslogan la frase «No nos representan» cuestionando el tipo de democracia en vigor en la que la participación del ciudadano en la vida pública se limita ejercer su derecho al voto cada cuatro años y siempre dentro de una Ley Electoral que sería cuando menos revisable. Excesos de una parte y de otra acallaron este movimiento de personas de todo tipo, condición y creencias políticas que se caracterizaba por un hecho común: la indignación ante lo que estaba ocurriendo. Encuestas actuales muestran que un 72% de la población española sigue de acuerdo en los planteamientos de base aunque no en el tipo de acciones que se están desarrollando, si bien opciones interesadas achacan todo lo que se les pone por delante al movimiento «15-M» que ha pasado a un segundo plano en la actualidad.
Estamos a las puertas de nuevas elecciones, esta vez un poco distantes, al Parlamento Europeo. Numerosas formaciones abogan en sus planteamientos preelectorales por una supresión de las autonomías o el estudio del paso a un estado de tipo federal. Ya se sabe que estos planteamientos electorales son por lo general papel mojado a la hora de llevarlos a la práctica una vez pasadas las elecciones, pero lo que está claro es que tratan de sintonizar con el sentir popular. Indirectamente, esto es una petición en el sentido de hace falta una reforma urgente de la Constitución de 1978, por lo menos en los aspectos relativos a las Autonomías y el gobierno de las mismas.
Una palabra que está cobrando fuerza últimamente, con grandes niveles de estigmatismo, es «recentralización». El estado del bienestar se derrumba y muchos entienden que los reinos de taifas a los que equivalen las Autonomías actuales son incompatibles con la mejora de vida de los ciudadanos aunque están igualmente de acuerdo en que representan un estado de bienestar para los políticos, que se resisten a su disolución por razones obvias. Algunos presidentes autonómicos, entre ellos la anterior presidenta de la Comunidad de Madrid, abogaban ya hace dos años por devolver competencias al Estado para una mejor gestión y mayor beneficio de la ciudadanía. Hay que decir que en otros países, como por ejemplo el federalista Alemania, hace años que los Landers, un equivalente a las autonomías, devolvieron competencias al Estado para economizar gastos y hacer más eficiente su gestión. Como un dato, el gasto del gobierno central alemán representa el 62,5% del total mientras que a niveles de Landers y locales los gastos son del 20,3% y el 14,5% respectivamente. El peso del gobierno central queda claro. En esa misma línea, aunque algo menores, son los porcentajes de otro estado federal europeo como es Suiza: 51,5%, 27,6% y 20,9% respectivamente. En otro aspecto tangencial al asunto que estamos tratando, en países como Grecia, donde se ha llevado a cabo o Italia, donde se piensa seriamente en ello, se han concentrado los ayuntamientos con poco peso y número de habitantes, lo que supone una reducción drástica de los gastos en servicios al ciudadano y especialmente en las estructuras locales, en términos tanto de políticos, alcaldes y concejales, como de funcionarios, secretarios, interventores, abogados, arquitectos, gestores…
Nadie duda hoy en día que las Comunidades Autónomas españolas son 17 burocracias insostenibles desde al menos el punto de vista económico y que en términos de bienestar solo son positivas para los políticos y sus adláteres. . Temas como la Justicia, sin discusión, o la Sanidad, Educación, Vivienda o Espacios Naturales, con velados o pequeños inconvenientes, están pidiendo a gritos una devolución de competencias al Estado para conseguir la mejora en su gestión y una reducción de costes que permita sus sostenibilidad, claramente dañada en estos momentos. Baste decir para apoyar esto que Cataluña presenta un déficit de 800 millones de euros en Sanidad y las farmacias valencianas no cobran sus deudas con la Generalitat Valenciana con la debida regularidad.
Mantener la controversia y los enfrentamientos por llamarse nación o estado y por llevar de forma independiente las riendas del gobierno nos están costando unas desigualdades extremas entre ciudadanos españoles a la vez que unos esfuerzos en tiempo y dinero que no son soportables por más tiempo, cuando otros asuntos más urgentes y apremiantes requieren nuestra atención. Utilizando términos extremadamente reduccionistas, podemos optar entre «cortar por lo sano» o «seguir con la venda en los ojos o la cabeza bajo tierra, como el avestruz». La espada de Damocles anunciadora de un colapso que se nos viene encima a pasos agigantados requiere unos planteamientos abiertos y de futuro donde todos apuesten por el bien común y dejen apartadas, olvidándolas para siempre, las particularidades. Cerrar heridas en falso, ha quedado demostrado, no solo impide su curación sino que las empeora.
Esto no es solo de mi propia cosecha. Agradezco a mis compañeras Nieves y Mabel el haber colaborado en la redacción de un documento de más alcance del que este texto es solo una parte.
Con posterioridad a la publicación de esta entrada, en el diario El Mundo del domingo 19 de octubre de 2014 apareció esta ilustración que representa de un modo más directo y con los personajes reales lo que se quería transmitir con la ilustración original: un carro del que tiraban los bueyes de cada esquina.