Si hubiera sucumbido a la tentación de utilizar la palabra
inglesa que mejor define el comentario que voy a hacer hoy, habría titulado
esta entrada «Upgrade», pero para que
no se diga, recurro a un vocablo español con significado parecido. Cada vez más
estamos rodeados por todas partes de cachivaches tecnológicos que requieren ser
puestos al día con más o menos frecuencia en dos aspectos para los que, ahora
sí, me permito utilizar las palabras inglesas «hardware» y «software», es
decir, la parte física y la parte lógica respectivamente.
Nuestros teléfonos y nuestros ordenadores, conectados ya
permanentemente queramos o no a internet, nos avisan continuamente de que
existen actualizaciones para nuestros programas instalados —app’s— y
prácticamente nos obligan a instalarlas so pena de quedarnos fuera de juego.
Esto exige un grado de confianza en las empresas que generan estas aplicaciones
que últimamente se está poniendo en tela de juicio debido a innumerables fallos
como los recientes de Microsoft en las actualizaciones mensuales para Windows
10 de octubre de 2018 y febrero de 2019 que, si las aceptamos, pueden dejar nuestro ordenador
como un sembrado, perdiendo incluso datos propios. Esto no sería un gran
problema si tenemos nuestras copias de seguridad, pero en este asunto los
usuarios somos muy confiados y creemos que nunca va a pasar nada y nuestro ordenador
se comportará como un campeón, sin ningún fallo, por los siglos de los siglos.
Además de los programas que nos suenan y que se ejecutan en
nuestros ordenadores y teléfonos, hay otros más sibilinos y desconocidos que
son el principio de todo y que los mortales por lo general desconocen ya que
están fuera de su alcance. Me refiero a los conocidos como «BIOS» en los
ordenadores o «ROM» en los teléfonos. Estos programas son básicos y muy delicados
porque son los que se ponen en marcha cuando se enciende el aparato y
establecen la carga inicial y la preparación para que podamos funcionar y
ejecutar nuestras aplicaciones. No es fácil lidiar con ellos, aunque, como todo
en esta vida, cualquier persona puede llegar a actualizarlos dedicando un
tiempo por lo general considerable. Por ejemplo, mi teléfono Samsung Galaxy
Note 2, un terminal de 2012 con más de seis años de funcionamiento, ya no tiene
de Samsung nada más que el logotipo y eso porque no quiero rascarle, pero ganas
me dan de pegarle encima una etiqueta que lo tape. Debido a que las marcas, al
menos esta, consideran que un terminal queda obsoleto al año y medio, tuve que
dedicar mucho tiempo y esfuerzo a dejarle limpio como la patena y cargar una
«rom» general que me ha permitido actualizar el terminal a versiones recientes
de Android sin tener que depender de la casa fabricante que, como ya digo, se
olvida de sus aparatos cuando estos ya tienen un año y medio de antigüedad.
Pero la entrada de hoy no va del software sino del hardware.
En esta sociedad moderna, lo mejor es cambiar de aparato con frecuencia y
evitarnos el mantenimiento —y la limpieza que ahora hablaremos de ella— de
nuestros ordenadores. Mi PC fijo fue adquirido en 2001 pero evidentemente en
estos casi 20 años ha sufrido diferentes actualizaciones—upgrades— que le permiten estar al día. Los discos no son los
mismos, la fuente de alimentación ha sido cambiada al menos tres veces, la
placa base al menos dos, el procesador, la tarjeta gráfica, la tarjeta de red…
todos estos componentes han sido actualizados periódicamente para tener un
aparato tecnológicamente al día sin tener que cambiar el todo y desechar lo
antiguo.
Evidentemente, para esto hay que convertirse en una especie de mecánico de ordenadores que requiere su tiempo y
que es sencillo cuando se sabe el tornillo que hay que apretar. Hoy en día se
dispone de mucha información y muchos tutoriales en la red, algunos magníficos
en Youtube, pero hay que dedicar tiempo y esfuerzo al asunto y no todas las
personas están dispuestas a ello. Claro, es mejor llamar al amiguete para que
se venga a tomar una cerveza a casa y de paso te apañe algo en tu ordenador.
En estas semanas de atrás se me ha llenado el disco interno
de mi PC portátil. Se trataba de un disco SSD de 120 Gb donde estaba instalado
el sistema operativo Windows 10. No quiero entrar en la cantidad de basura que
este sistema va dejando con el paso del tiempo —ficheros que un mortal no sabe
para qué sirven, ocupan mucho y no te deja borrar—. El caso es que se imponía
un cambio de disco. Afortunadamente los discos SSD, recomendables por su
rapidez, han bajado bastante de precio. Pero cambiar uno por otro no es
sencillo, hace falta haberle dedicado muchas horas al asunto con anterioridad
para acometer, con mucho respeto, este cambio.
Primero, si se quiere que todo siga funcionando igual hay
que copiar el disco viejo en el nuevo. ¿Cómo se hace esto? Yo he utilizado un
programa maravilloso llamado ACRONIS que permite sacar copias periódicas del
disco por si se nos estropea —los discos se estropean con el tiempo y con el
uso— y también copiar un disco en otro más grande. Ya aviso que no es fácil
manejar el programa ACRONIS y que he pasado muchas horas y muchos sustos con él
hasta que ahora puedo decir, con mucho respeto todavía, que lo puedo manejar
sin demasiado miedo.
Una vez copiado el disco, hay que desmontar el portátil,
otra cuestión que no suele ser sencilla, porque a los fabricantes no les gusta
que personal «no» especializado les hurgue en sus máquinas. En la imagen se
puede ver mi Toshiba P50 de 2014 con las tripas al aire y en el lateral
izquierdo encima de un folio en blanco la tornillería que hay que quitar para
poder acceder al interior. Cambiar un disco por otro es sencillo: desenchufar y
enchufar. Luego volver a tapar, colocar toda la tornillería, arrancar y que
todo funcione. Sencillo ¿verdad? Pues manos a la obra.
Me permito recomendar aquí la lectura de la entrada de
octubre de 2012 en este mismo blog titulada «SSD» para animar al personal a
mancharse las manos.
Pero, antes de cerrar… un asunto muy importante: la LIMPIEZA. Los ordenadores se calientan,
se calientan mucho. Los procesadores, cada vez más potentes, adquieren grandes temperaturas
que hay que disipar por el momento con ventiladores, aunque ya hay algunas
placas base que empiezan a utilizar líquidos refrigerantes enfriados de forma
externa. Yo utilizo en mis ordenadores un programa gratuito llamado «CoreTemp» que me permite monitorizar la temperatura
del procesador.
Por ejemplo, en mi ordenador fijo, que es el que más horas
utilizo de forma continuada, sé que la temperatura en cada uno de los cuatro
procesadores queda por debajo de los 50 grados centígrados tras una limpieza. Con
el tiempo está temperatura va subiendo poco a poco, lo que indica que el ventilador
y el disipador están siendo cubiertos por el polvo. Toca desmontar el
ordenador, desmontar disipador y ventilador y tirar de aspiradora para dejarlos
limpios. De paso si cambiamos la silicona termal entre disipador y procesador
mejor que mejor. Todo esto le sonará a chino a muchos mortales como a mí me
pasaba hace años. Ahora lo sé porque he dedicado muchas horas a intentar conocer de qué va
todo esto.
Llevamos el coche una vez al año al taller —me toca en unas
semanas— para que lo revisen, pero no tenemos la costumbre de llevar el
ordenador… ¿por qué?
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