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domingo, 27 de noviembre de 2022

SOBETEO

Cada vez más voy por la vida constatando como hay reglas para todo que no se cumplen, se cumplen a medias o dependen del estado de humor de la autoridad que las tenga que hacer cumplir. La relajación en estos asuntos, con el tiempo, complica las cosas y hay que hacer esfuerzos ímprobos para volver a una situación de normalidad que debería ser igual para todos, sin excepción.

Hacía varios años que no transitaba por un aeropuerto. La semana pasada, en un viaje de vacaciones con un grupo de amigos —menos mal que íbamos ocho personas—, he sufrido en mis carnes los estrambóticos controles de seguridad de tres aeropuertos: Madrid, Luxor y El Cairo. Voy a referir con detalles lo ocurrido en el aeropuerto de Luxor, ahora que es pasado, porque en vivo y en directo fue espeluznante, para que me sirva de recuerdo y como aviso a navegantes.

Al entrar, insisto, en la misma entrada del aeropuerto, había un control de seguridad: maletas y mochilas al escáner. Casi sin tiempo por la gran afluencia, preparé en una bandeja la mochila, extrayendo de la misma los aparatos electrónicos y las baterías. Al pasar por el arco de seguridad, el pitido de aviso, en mi caso, se produce siempre. Aunque no lleve nada encima, lo llevo dentro: una prótesis de rodilla que en teoría no debería de avisar pero que siempre avisa pues en todos los arcos por los que he pasado ha sido detectada.

Al otro lado del arco, sin más ni más ni posibilidad de explicarse, un policía me puso los brazos en cruz y me indicó que me abriera un poco de piernas. Comenzó el cacheo por la parte posterior del cuello y al avanzar por los brazos me detectó el reloj en la muñeca izquierda. Vuelta atrás en el arco para dejar el reloj en el escáner, cosa que hice en una de las bandejas de mis acompañantes que iban detrás.

Otra vez sometido al cacheo, me detectó el cinturón; tuve que retroceder de nuevo para dejar el cinturón en otra bandeja. Llevaba unos pantalones amplios y cómodos que necesitaban sí o sí de un cinturón, por lo que al quitármelo se me caían, teniendo que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarme allí en prendas interiores que encima en mi caso y por una operación reciente de próstata son pañales, como los niños.

De nuevo al cacheo… En esta ocasión me detectó en el bolsillo trasero del pantalón la cartera con el dinero, tarjetas y documentación. Al enseñársela se produjo una situación curiosa de forcejeo porque no sé si quería quedarse con ella, revisarla o yo qué sé qué. El caso es que me hizo retroceder de nuevo y poner la cartera en otra bandeja, menos mal y todavía de uno de mis acompañantes. Ya de paso y porsiaca, aproveché para quitarme los zapatos que era lo único que me quedaba.

La bilirrubina me iba subiendo hasta límites insospechados: el pantalón se me caía, mis objetos personales distribuidos en bandejas varias… Cuando por fin me autoriza a entrar y me disponía a recolectar todas mis pertenencias desperdigadas, el policía que estaba revisando el escáner me llama porque tengo que abrir la maleta para su revisión. Los nervios iban en aumento. Menos mal que me indicó en inglés que lo que tenía que enseñarle eran unas monedas, que por suerte pude encontrar y que eran de un euro y cincuenta céntimos para propinas y baños.

Cerrada la maleta, con los nervios a flor de piel y el corazón a punto de explotar, pude ir recuperando con la ayuda inestimable de mis amigos todas mis pertenencias esparcidas —mochila, teléfono, batería, lector de libros electrónicos, reloj, cinturón, zapatos, ¡cartera!—. Incluso con una goma de pelo que me brindó María pude efectuar una reparación de urgencia para mi cinturón y volver a recuperar la dignidad. No quiero pensar por un instante lo que hubiera ocurrido de ir solo.

Con esta experiencia, asumo que voy a ser toqueteado siempre, porque una vez que el arco de seguridad emite sus pitidos, la consecuencia, sin avisos ni explicaciones, será brazos en cruz, piernas abiertas y…

Seguramente el lector recordará aquel cuento de Hans Christian Andersen titulado «El traje nuevo del emperador», en el que el traje era no llevar traje, ir desnudo completamente, aunque ninguno de sus súbditos que le estaban viendo lo reconocieron y por el contrario alabaron su nuevo traje.

Pues eso, tal y como se están poniendo las cosas, cada vez que me acerque a un aeropuerto o zona de controles especiales, tendré que plantearme ir (casi) en el traje del emperador y colocar en la bandeja todo lo que se me ocurra y alguna cosa más. Bolsillos completamente vacíos, abrigos y bufandas a la bandeja, cinturones y zapatos (sin cordones para facilitar), llaves, monedas, reloj, cartera, pañuelos… todo —todo— fuera de tu ropa y tu cuerpo, bueno, parece que las gafas sí te las puedes dejar pero en su sitio, no se te ocurra ponerlas sobre la cabeza. Y los aparatos electrónicos con batería suficiente por si te requieren su encendido. Todo ello para pasar los controles de seguridad con las máximas probabilidades de que el manoseo que sin duda sufriré no me genere inconvenientes y vueltas atrás.