En mi desarrollo profesional nunca he tenido ni siquiera la posibilidad de dedicarme a la venta o al comercio. Humildemente pienso que no sería capaz dadas mis características personales y el uso que hago de la empatía, máxime si como ocurre en no pocas ocasiones en la actualidad, el comerciar lleva un poco asociado el engañar, quizá de forma piadosa, pero engañar al fin y al cabo. Y lo peor es que o no está mal visto por el cliente o se asume como parte del devenir diario para no complicarse la vida.
Cuando se entra en un comercio o bar y salvo que el local este vacío, se destina un período variable de tiempo a esperar ser atendidos. Si vamos acompañados probablemente intercambiemos impresiones con nuestro o nuestros acompañantes, pero algunas veces se accede solo. Es más raro en el caso del bar y no tanto en el comercio. En todos los casos es bueno destinar un tiempo a la observación de las interacciones del dependiente o camarero con los demás, para poder juzgar si existe diferencia de trato y en caso de que así sea poder valorarla.
En el caso del bar me ha ocurrido con cierta frecuencia el siguiente hecho: un parroquiano, probablemente asiduo, pide una caña y el camarero acompaña la cerveza de un pincho generoso. Cuando pedimos nosotros, la caña viene “pelada y solitaria” o todo lo más con unas aceitunillas, pocas o unas patatas fritas. Se aprecia la diferencia y aunque no sabemos si el precio de la caña difiere, no podemos por menos de sentirnos agraviados, ante lo cual podemos tomar dos alternativas: la que tomo yo, que es no volver más o la otra, que es hacernos asiduos a ver si con el tiempo el dependiente se nos ablanda y nos pone mejor o al menos igual pincho o ración que al resto.
Pero hoy me quiero referir a un hecho observado, de corte parecido, en la carnicería de la que soy asiduo cliente desde hace más de dos décadas. Es un puesto individual, únicamente atendido por el propio dueño en cualquier momento del día, por lo que no se da la posibilidad de que haya varios empleados, ante lo cual podría darse una diferencia de trato. Lo que yo nunca, ingenuo de mí hubiera pensado, es que en esas diferencias que estamos comentando pudiera producirse diferencia de precio.
Cuando tengo que ir a hacer acopio cárnico me voy armado de paciencia. Cada cliente que esté por delante de mí cuando pido la vez supone unos diez minutos de demora. De hecho si veo más de dos vuelvo en otro momento y aprovecho el tiempo para hacer otros recados o simplemente darme un paseo. Hoy estaba una clienta clásica, que ya he visto en otras ocasiones y que normalmente realiza una compra amplia. El tiempo de espera lo he dedicado a observar. Y en esta observación me he dado cuenta de que cada vez que un artículo acababa en la balanza, el dependiente-dueño hacía “cosas raras” en el teclado del peso. Estas balanzas modernas lo tienen todo preprogramado, como en las fruterías de los supermercados, con lo cual solo hay que situar el artículo y pulsar la tecla correspondiente al mismo, para que los gramos o kilos se transformen en euros. Pero hoy había algo raro: estaba tecleando los precios. Al principio he pensado que hubiera algún problema, se hubiera desprogramado la balanza o algo similar, pero no. Los precios que tecleaba eran inferiores a los que figuraban en los carteles puntualmente situados en cada uno de los artículos en la vitrina expositora. Cuando me he fijado con atención, ya casi al final de la compra, los chicharrones que figuraban a 6,60 euros el kilo han sido cobrados a 6,30 y el último artículo, jamón serrano que estaba marcado a 21,30 ha sido cobrado a 19,50.
Pienso que este tejemaneje solo puede traer consecuencias no deseadas a este tendero propietario. Por lo pronto y aunque no tenía intención, he incluido en mi compra cien gramos de jamón serrano del mismo que había comprado la clienta anterior. A mí, supongo que peor cliente, me ha sido facturado al precio oficial de 21,30. Realmente no me puedo quejar, pues se me ha cobrado el precio marcado, pero no he dejado de sentirme un poco molesto por la diferencia de trato. Como en el bar tengo dos opciones: seguir yendo más décadas por allí, a ver si algún día me rebaja en ese casi diez por ciento el precio del jamón, chicharrones y resto de artículos, o no volver a aparecer y buscar nuevos despachos, que sin duda los habrá, donde me menos mal sino mejor.
Deconstrucción
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Por Ángel E. LejarriagaEste poema está incluido en el poemario El circo de
los necios (2018)DECONSTRUCCIÓN Ya no quiero mirar su circo de mentiras
groseras...
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