Las relaciones humanas son una fuente inagotable de “sucedidos”. Cuando dos personas interaccionan se producen una serie de hechos que son vistos de diferente forma por cada una de ellas, gobernando sus conductas y sus actitudes y condicionando en cada momento su forma de relación. Si extendemos esto a relaciones donde intervenga un mayor número de personas, la casuística crece de forma exponencial. Un caso especial se da en la comunidades de vecinos, esa relación que podemos minimizar todo lo posible pero que al final hay que tener, por la buena marcha del negocio, que en este caso es la convivencia mínima entre personas que viven cercanamente.
Quién más quién menos de las personas que viven o han vivido alguna vez en comunidad tiene sus historias que contar. Lo normal son diferencias de opinión, algunas subidas de tono, por cambios de pareceres en la Junta de la Comunidad acerca de hechos que, como hemos dicho, cada uno ve y aprecia de distinta forma. Con demasiada frecuencia se pone el interés personal por encima del interés comunitario y eso desemboca en opiniones y pareceres enfrentados que en alguna ocasión pasan a ser palabras, y actos, mayores.
En mi infancia y adolescencia viví en una comunidad especial: todos los vecinos de la casa eran familia, por lo que las relaciones funcionaban bajo ese prisma de la familiaridad más que por el de una comunidad. Luego me trasladé a una vivienda de esas que se denominan “acosadas”, perdón, adosadas, aunque más estrictamente se llaman ahora pareadas, donde no existía el concepto de comunidad salvo con el único vecino que estaba pared con pared. No llegamos a llevarnos bien pero nos tolerábamos, debido a que yo vivía todo el año y el sólo aparecía muy de tarde en tarde, algún puente largo o en verano. Luego ya pasé a ser un comunitario convencional, además de esos de urbanización, donde hay unos cuantos bloques, cada uno con sus portales y escaleras, zonas comunes, y un montón de líos que hacen que las reuniones de la comunidad se celebren con pocos asistentes y acaben como el rosario de la Aurora, unos hablando de los problemas de los canalones mientras otros discuten acerca del nivel de cloro de la piscina. Porque en esta comunidad hay piscina. Una piscina, junto con los ascensores, es lo peor que puede existir en una comunidad. Si Vd. que está leyendo esto vive en una comunidad con piscina y ascensores sabrá por qué lo digo.
Simplificando, la comunidad está formada por tres bloques en forma de “U”, cuyos portales y salidas naturales dan a tres calles. En el hueco de la “u” hay un jardín con la piscina. Los bloques tienen salidas al jardín para su uso y el de la piscina. El jardín tiene una puerta que da directamente a la calle, a esa cuarta calle que conforma la manzana. Esa puerta siempre estuvo cerrada y se utilizaba únicamente para servicio del jardín y de la piscina, limpieza, materiales, servicios, etc.
Pero hete aquí que a los vecinos de uno de los bloques les resulta mucho más cómodo y rápido salir a la calle por la puerta del jardín que por la de su propio portal, dado que ahorran no solo mucho tiempo sino que se evitan subir una cuestecita que no es moco de pavo. Por otro lado, esa puerta de jardín da a una calle que es paso natural para ir a varios de los servicios de la ciudad, como estación de autobuses, colegios e incluso últimamente un supermercado de cierto tamaño.
Con el tiempo, los vecinos conseguimos hacernos con la llave de la puerta del jardín y utilizarla de forma normal para salir y entrar, en lugar de hacerlo por el correspondiente portal. Todo el mundo entraba y salía sin que hubiera ningún problema.
Pero las cosas no duran mucho sin que “pase” algo. Desde hace un tiempo, alguno de los que portan llave, queremos que suponer que es un vecino, deja la puerta abierta, sin echar la llave, y en algunos casos de par en par. Como soy uno de los primeros que sale por esa puerta temprano para ir al trabajo, en más de una ocasión me la he encontrado abierta, ya digo, de par en par. También en otra ocasión he oído ruido y jolgorio en el jardín a horas nocturnas y me he tenido que enfrentar con un grupo de chavales, o no tan chavales, para decirles que es un sitio privado y que no pueden celebrar allí sus juergas, botellones o lo que sea. Claro, como la puerta estaba abierta, parecía un jardín municipal, así que todos para adentro.
Harto del asunto de la puertecita, empecé a comentarlo con los vecinos que yo sabía que la utilizaban. Más o menos, sin estar seguros, todos coincidíamos en apuntar a uno de los vecinos, por lo demás un tanto extraño por otras cosas, como autor de las políticas de “puertas abiertas”. Todo el mundo habla de las cosas, pero nadie acomete ningún acto para dar con la solución. La junta de comunidad está lejos en el tiempo y no me parece que sea un tema para tratar allí. Así que tomé la decisión de poner un cartel avisando de que si no se cerraba la puerta con llave se procedería a cerrarla del todo y no se podría utilizar. Suponemos que todos los vecinos que ya lo hacían siguieron cerrando la puerta, pero la puerta seguía abierta en distintos momentos del día.
Así que, un buen día, un viaje a la ferretería y un cilindro nuevo dieron como resultado una puerta cerrada de la que nadie tiene llaves. Las llaves fueron entregadas al administrador y al conserje de la comunidad por si les era necesario utilizar esa puerta. Tuve la precaución, con un poco de humor fino, de tirar el cilindro viejo a un basurero de donde no se puede recuperar para evitar malas tentaciones de ponerlo de nuevo.
Las quejas de los vecinos no se han hecho esperar. Al administrador le han llovido las llamadas en demanda de explicación. Curiosamente el vecino sospechoso, ya por la treintena, ha llamado a su padre, que vive a cientos de kilómetros y ha sido el padre en primera instancia, y a continuación la madre, los que han puesto a “caer de un burro” al administrador, teniendo este que colgar el teléfono ante las formas empleadas. En algún momento han reconocido dejar la puerta abierta con el argumento de que salen con mucha prisa para coger el autobús. Escusas las hay de lo más variopinto.
Pasan los días y los vecinos aguantamos estoicamente el no poder utilizar ese acceso, teniendo que dar la vuelta, y subir la cuestecita, en varias ocasiones a lo largo del día. Comentarios entre unos y otros, quejas, críticas… pero nadie aporta una solución y la pone en marcha. A mí me fastidia todos los días dar la vuelta, pero lo hago con gusto por saber que la puerta está cerrada. Y también, porque no, me apetece que se fastidie el vecino, sea el que sea, que la dejaba abierta.
Lo único positivo por el momento es que la puerta sigue cerrada.
Deconstrucción
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Por Ángel E. LejarriagaEste poema está incluido en el poemario El circo de
los necios (2018)DECONSTRUCCIÓN Ya no quiero mirar su circo de mentiras
groseras...
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