De siempre mantengo una afición de llegar pronto, a veces muy pronto, a los sitios. Tiene esta actitud sus ventajas porque la tranquilidad al hacer las cosas reporta cierto sosiego y bienestar a las personas, amén de otras prebendas como es el caso. Hace muchos años gustaba de llegar con bastante antelación a mi diaria clase de inglés en un laboratorio de idiomas, esos de la casette y los auriculares que estuvieron muy de moda por los años ochenta, cuando no había, todavía, ordenadores dedicados a estos menesteres.
El conserje del laboratorio, Inocencio, era y sigue siendo todo un personaje. De los del pueblo de toda la vida, le recordaba yo de muy pequeño atendiendo su mercería de “El Globo” donde se vendían toda clases de trapos y vestidos. Cuando cerró la tienda se tuvo que reciclar y hacer un poco de todo, entre otras cosas vigilar la entrada y salida de estudiantes por las tardes en el laboratorio.
El hecho de llegar pronto me permitía tener unas jugosas charlas que recuerdo con mucho cariño. Fruto de aquello fue el confeccionar entre los dos una lista con los motes más populares existentes en la localidad. A mi me sonaban algunos, pero por mi juventud y mi trabajo fuera del pueblo, me costaba ponerles cara, cuestión en la que Inocencio era un lince, pues se conocía todo y a todos.
Conservo la lista que consta de quinientos cinco motes, con su descripción, significado, familia que lo ostentaba y en muchos casos la profesión que llevaba asociada.
Los motes han ido desapareciendo. En raras ocasiones se usan y si en algo perduran es porque las personas de cierta edad gustan de referirse a ellos cuando intentan por todos los medios darte referencia de esta o aquella persona de la que te están contando un sucedido que a ti ni te va ni te viene. Al final casi hay que decir que sí, que sabes de quién te habla, para que te diga lo que te quiere decir. Y en muchos de estos intercambios aparecen los motes.
Como todo en esta vida, los hay buenos, malos y …regulares. Los mejores son aquellos que alguien ha desarrollado con mucho ingenio derivándolo de alguna característica física personal o de ocupación y que consigue describir a la persona sin que resulte ofensivo. Hay muchas personas que gustan de ser llamados por su mote o apodo mientras que a otras les sienta mal y solo se usa por terceros en conversaciones para referirse a alguien.
En una parte de mi época laboral recalé en un departamento en el que todos teníamos mote, pero con una salvedad: se guardaba en gran secreto de forma que la persona nunca estuviera enterado de su mote. Al menos esa fue mi experiencia ya que con toda seguridad tuve mi mote pero nunca me enteré de él. Y tego que reconocer que muchos de los motes que circulaban por ese departamento eran ingeniosos y alguno no menos ofensivos. Uno que me viene a la memoria es “jdeparta” que suena mejor dicho que escrito y que hacia alusión al jefe del departamento. Poca imaginación pero ahí estaba. Recuerdo algún otro, este si muy ingenioso, “medio polvo” haciendo alusión al apellido de la persona.
Como digo, esto de los motes ha caido en desuso. Pero cuando se usa, malo. Suele ser de forma despectiva hacia alguna persona de tu círculo laboral o personal. Un ejemplo de esto es el asignado a un coincidente laboral al que entre nosotros llamábamos “pfp” que corresponden a las letras iniciales de “perrillo faldero principal” y que se explica por si solo. Había también un “pfs”, que en este caso era una, como clara alusión a sus acciones de “perrillo faldero secundario” que en todo hay jerarquías.
De entre la lista de los más de quinientos motes del pueblo, no todos ellos eran ingeniosos. Algunos se limitaban a utilizar el propio apellido o el lugar de nacimiento, tales como “los zamoranos” o los “zamarras” aunque “zapatilla” era el apodo de un jugador concreto de fútbol local que arreaba al balón y de qué manera. Los “cachichi” eran una familia de albañiles, de los que alguno llegó a alcalde del pueblo y los “carrizos” eran otra familia que tocaban y siguen tocando instrumentos de plectro, que ahora ya no se llaman de pulso y púa. Uno que recuerdo con cariño, por haberle conocido personalmente, es el de “el catalán” que correspondía a Bartolomé Roma, un personaje nacido en cataluña y que era uno de los mejores maestros canteros que pasaron por las obras en aquella época. Al final el mal de la piedra no le perdonó.
Los guardias tenían motes asociados como “Felipe II”, “Caribe” o “San Pedro”, este último porque portaba siempre un manojo de llaves y era el encargado de abrir y cerrar las dependencias.
La lista sería interminable y solo curiosa para gente que tenga alguna relación con el pueblo. Pero me quiero referir por último a uno muy conocido y que tenía dos motes, a cada cual más popular: “juanito el cojo” y “el tío topamí”, ambos de mal gusto porque hacían referencia un defecto físico. El primero era claro pero el segundo era de los que a mi me parecen ingeniosos, ya que al andar giraba la punta de uno de los pies hacia dentro, siendo además una familia que aún dedicándose a la venta de chucherías para niños y el intercambio de novelas de Marcial Lafuente Estefanía, al final consiguió hacerse con unas buenas cuentas bancarias redondeadas con un premio gordo de la lotería, momento en que se esfumaron y de ellos nunca más se supo.
Quedémonos con los motes o apodos ingeniosos y… cariñosos.
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