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Debido a un motivo que carece de interés, esta semana pasada he tenido que regresar al colegio donde cursé mis años de bachillerato y de donde salí no con muy buen pié por unos hechos que han venido a mi memoria de forma vívida. Han pasado cuarenta años desde entonces y todo ha cambiado mucho, pero la esencia de lo que era el colegio en aquellos años se mantiene o al menos así lo he sentido. La modernidad ha traído una de las cosas que más se aprecian a simple vista, como es la reducción drástica del tamaño de las clases. Tuve la oportunidad de visitar la clase en la que cursé el antiguo quinto de bachillerato y había quedado reducida a la mitad. Supongo que el número de alumnos por clase será ahora reducido porque en aquellas fechas llegábamos a los cuarenta por clase e incluso alguno más. Sin tantos medios informáticos y de control, los profesores debían de ser superhombres a la hora de controlar y alimentar el intelecto de tantos alumnos a la vez.
Era un colegio de religiosos, de curas como se suele decir, con muchos años de tradición y en el que convivíamos gente normal hijos de profesionales como carteros o carniceros hasta hijos de personalidades de la alta alcurnia de entonces. La gran mayoría de los alumnos estaban en régimen de internado y solo eran varones. Los profesores eran en su mayoría frailes agustinos con muy poca presencia de seglares. Uno de estos, que solo estuvo un mes de profesor de matemáticas, era un teniente coronel de la guardia civil, que ya por aquella época nos enseñaba a base de apuntes, con el libro cerrado en el pupitre y al que expulsaron del colegio al ser acusado de contarnos chistes subidos de tono por uno de los frailes, el padre Vicente, al que todos conocíamos por “el feto”.
Según me contaba el actual director, se acercan ahora a los mil alumnos, tanto chicos como chicas y de todas las edades, desde infantil hasta el bachiller actual. Por el contrario tan solo treinta y dos lo están en régimen de internado. Además de los problemas clásicos, que persisten, ahora tiene que lidiar con internet, no en vano el otro día no nos pudo atender como quisiera porque estaba en comunicación con la policía debido a unos comentarios de un alumno en twiter que estaban siendo investigados. Tan solo la secretaría, el paraninfo y la capilla siguen en el mismo lugar. Todo lo demás ha cambiado de sitio, desde el museo de ciencias naturales, los laboratorios de física y química hasta la enfermería, entre otras cosas.
Como he hecho mención al principio, mi marcha del colegio fue por una expulsión directa y su referencia ha sido la idea de esta entrada en el blog. Yo era de los alumnos aventajados, como puede verse en la foto que es relativa a la entrega de premios que con toda solemnidad se celebraba a fin de curso en el colegio y que solía estar presidida por relevantes figuras de la vida pública. Supongo que todos conocerán al que me entrega el diploma, aunque estaba lógicamente cuarenta años más joven.
Cursaba sexto de bachillerato, en aquellos años en que tanto en cuarto como en sexto había que pasar la tan temida “reválida”, un examen que se hacía en uno o dos días, fuera del colegio, que servía para obtener los títulos de bachiller elemental y bachiller superior. El miedo escénico de los alumnos ante ese examen podría ser comparable al que actualmente existe de acceso a la universidad. Con este motivo, los exámenes finales de sexto se adelantaban un mes al curso normal para disponer de algo de tiempo para que los aprobados pudieran preparar el examen de reválida. A primeros de mayo de aquel año nos dieron las notas y los que habíamos pasado el curso con éxito empezamos las clases preparatorias.
A los pocos días llegó la orden del Ministerio de Educación de que ese año sería el último con exámenes de reválida. A partir del año siguiente se cambiaría el antiguo curso denominado Preuniversitario por otro denominado “C.O.U. - Curso de Orientación Universitaria”. Al conseguir el aprobado del COU se obtenía automáticamente el título de bachiller superior. Como resulta lógico, los casi setenta alumnos que estábamos preparando la reválida vimos nuestras expectativas cambiadas de un plumazo. La dirección del colegio entendió que no se iba a presentar nadie a reválida dado que seguiríamos estudiando COU al año siguiente y buena gana de meterse en fregados.
Pero hubo uno que no sabía si podría seguir estudiando y para el que la obtención del Título de Bachiller Superior era vital para acceder al mundo del trabajo y no tener que estar otro año estudiando, dado que la situación económica familiar hacía muy difícil la continuidad. Ese alumno era yo y en todo momento mostré al tutor de curso y al director del colegio mi intención de presentarme a examen. Como era lógico, las clases para mantener entretenidos a los alumnos durante un mes hasta las vacaciones, sin objetivo de examen claro, eran una pantomima. Pero yo necesitaba ese mes para preparar mi examen, máxime cuando en algunas materias como la física, química o las matemáticas so se habían completado los programas y en el examen entraba todo.
Intenté que me eximieran de las “clases” para dedicarme por mi cuenta al estudio en la biblioteca o en otro lugar pero fue imposible. Así, en una clase de lengua y literatura sin mayor interés, el profesor, cuyo nombre completo recuerdo pero no menciono, me pilló sin prestar atención y estudiando física. Cuando me llamó la atención le hice ver que necesitaba preparar el examen, que no estaba molestando a nadie y que lo que se estaba tratando en clase no me servía. Debí de ofenderle gravemente, por lo que me echó al pasillo, la primera vez en toda mi vida que me ocurría. Me salí al pasillo con el libro de física bajo el brazo para seguir estudiando. En unos instantes salió él al pasillo y al verme que seguía estudiando el libro de física, montó en cólera y, siendo el tutor de curso como era, me mandó directamente a mi casa, expulsado del colegio.
Mis padres no se creían lo que había pasado. Cuando fueron a hablar con el director del colegio, este les explicó lo ocurrido y como pasaba entonces y sigue pasando ahora, les dijo, sin que nadie lo oyera, que estaba de mi parte pero que no podía contravenir la autoridad del tutor, por lo cual quedaba expulsado.
Me presenté al examen y lo aprobé. Nunca más volví por el colegio hasta la semana pasada.
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Deconstrucción
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Por Ángel E. LejarriagaEste poema está incluido en el poemario El circo de
los necios (2018)DECONSTRUCCIÓN Ya no quiero mirar su circo de mentiras
groseras...
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