El tema de la nutrición ha adquirido en los últimos años una
relevancia social considerable, no sólo en ámbitos profesionales como la
medicina o la psicología, sino también en la esfera personal y social. Podemos
encontrar numerosas publicaciones que versan sobre los diferentes aspectos
relativos a la alimentación, tanto técnicas y científicas como de carácter
divulgativo, y es raro no conocer a alguien que tiene algún problema
relacionado con la nutrición.
El interés por la cuestión crece en medio de un maremágnum
de informaciones, muchas de ellas contradictorias, donde se mezclan intereses
económicos derivados de la cada vez más floreciente industria alimentaria. Los
estilos de vida actuales en las sociedades denominadas avanzadas han reducido
drásticamente el tiempo que las personas dedican a la elaboración de los
alimentos para su consumo, dejando en manos de la industria la pre-elaboración
de los mismos, además de realizar los consumos alimenticios fuera del hogar, no
solo las personas adultas por motivos generalmente laborales sino también los
niños al realizar la comida principal en los entornos escolares.
La industria alimentaria procesa y prepara los alimentos
primarios hasta en cuatro y cinco niveles. Generalmente se enarbola la bandera
de la salud y de la calidad con el establecimiento de exhaustivos controles,
pero una deducción simple puede conducirnos a que los numerosos conservantes,
acidulantes y colorantes autorizados no pueden ser buenos para nuestra salud. Queda por demostrar que sean malos, aunque se intuye.
Los cambios sociales de este tipo han sido drásticos en los
últimos años. De una alimentación casi totalmente natural, elaborada en las
propias casas por las madres con mucho amor y mucha dedicación, se ha pasado al
uso masivo de alimentos precocinados y elaborados, listos para su consumo sin
apenas emplear tiempo en su preparación. Con la relatividad del poco tiempo
transcurrido, no se puede por el momento establecer causas directas entre la
alimentación y algunos tipos de enfermedades que han proliferado y que parecen
guardar relación con ella.
Citemos, a modo de ejemplo, problemas coronarios,
hipertensión arterial, estreñimiento, algunos tipos de cáncer, artritis y, porque no, obesidad, si bien esta última no se considera
una enfermedad en el estricto sentido del término. Pero si es conveniente citar
aquí la prevalencia de diferentes tipos de alergias alimentarias e
intolerancias que presenta de forma creciente la sociedad, sobre todo en la
población infantil, y que lleva a un control exhaustivo de los alimentos que se
ingieren.
La obesidad está siendo considerada una epidemia de las
sociedades industrializadas. La disponibilidad de gran cantidad de alimentos a
todas horas del día, con solo acercarse y abrir la puerta del frigorífico, el
armario de la cocina o la tienda de la esquina, unida a las formas y hábitos
alimenticios adquiridos, hace que el porcentaje de personas obesas, incluso niños,
crezca de forma alarmante, con lo que profesionales que trabajan en este ámbito
no cesan de llamar la atención, sin muchos resultados, sobre la necesidad de un
cambio en nuestras costumbres. A pesar de la numerosa información a base de
guías, dietas, conferencias, libros, revistas, etc. etc. el resultado no puede
ser más desalentador: el porcentaje de personas obesas crece sin detenerse.
Generalmente todo el mundo dice conocer todo lo necesario
sobre alimentación en relación con la salud, pero pocos lo trasladan de forma
efectiva al ámbito de su propia conducta. Escuché una vez en clase a un
profesor curtido que es muy difícil tomar decisiones de salud cuando estamos
sanos y sin embargo es mucho más fácil hacerlo cuando estamos enfermos. Parece
que todos quisiéramos soslayar las advertencias y no tomar decisiones,
decisiones que deberían ser drásticas, hasta caer en la enfermedad.
Salvo casos muy concretos en los que se dé un problema
genético y por decirlo de una manera simple, la obesidad en una persona es
consecuencia de su propia conducta en relación con la alimentación y su
actividad física diaria. Puede echarse la culpa al metabolismo, a la herencia
genética y a cuantas cosas se tengan en la imaginación, pero el aumento de peso
se produce al ingerir más alimentos de los que nuestro cuerpo necesita en
función de nuestra actividad, de nuestro metabolismo y de nuestro gasto energético.
Como resultado de ello se produce un desequilibrio, motivo por el cual el
organismo acumula en forma de grasa el excedente. Se acepta en la actualidad
que son obesas aquellas personas que presentan in índice de masa corporal
superior a 30. Este índice se calcula dividiendo el peso en kilos por el
cuadrado de la talla en centímetros. A mayor índice mayor obesidad. También se
considera como indicativo de obesidad una cintura mayor de 102 centímetros en
hombres y de 88 centímetros en mujeres.
Este desajuste puede ser debido tanto a una alimentación
excesiva como a una alimentación inadecuada y descompensada. En ambos casos y
cuando la obesidad cobra un punto estable, podríamos decir que sufrimos una
adicción, bien a comer en exceso, bien a comer de forma inadecuada. No nos
engañemos: la vida sedentaria y la inclusión en la dieta de comida rápida con alto
contenido calórico son los principales factores en la actualidad, que inciden
en este desorden.
Como todos sabemos, las adicciones son difíciles de tratar y
reconducir. Por poner un ejemplo, otro tipo de conductas como tomar bebidas
alcohólicas en exceso o fumar presentan componentes muy diferenciados, dado que
una persona puede vivir perfectamente, y convendríamos que mejor, sin el tabaco
o el alcohol, pero no se puede vivir sin comer. Este «pequeño» detalle
convierte la conducta de la comida en más reacia a ser reconducida, tanto por
nosotros mismos a base de lo que se ha denominado «fuerza de voluntad» como con
la ayuda de un profesional médico, psicólogo o nutricionista.
Pero a la simple conducta de alimentarnos se unen otros
estados puramente mentales que inciden de forma negativa. Citemos a modo de
ejemplo el estrés o desequilibrios emocionales que nos impidan afrontar
situaciones de la vida y nos lleven a situaciones de ansiedad e incluso
angustia, situaciones que conducen de una forma casi directa a las adicciones,
entre ellas la alimentaria. Es verdad que las
tensiones emocionales y ciertas ideas preconcebidas y estereotipadas sobre el
propio cuerpo pueden llevarnos a la situación contraria, esto es, al rechazo de
la comida y caer en la anorexia, que afecta a buen número de jóvenes,
generalmente del sexo femenino.
Un aspecto a tener en cuenta es la educación alimentaria que
se recibió en la infancia, bajo control férreo de las indicaciones de los
padres. El «no dejar nada en el plato» puede haber quedado grabado en lo más
profundo del subconsciente y lleva a algunas personas a comer de forma
automática hasta que no quede nada en el plato. Cada vez son más frecuente
estados de sobrepeso aparecidos en la niñez, consecuencia de pensamientos
sesgados que indicaban que un niño gordo es un niño sano. Cuando se les pregunta
acerca de esto, responden no saber porque lo hacen, es una conducta automática.
Vivimos en un mundo de la comunicación. La publicidad nos
bombardea sin recato y desde todos los puntos con anuncios que estimulan
nuestro apetito, o nuestro vicio, así como la proliferación de establecimientos
y quioscos donde es sencillo adquirir para su consumo inmediato todo tipo de
golosinas, helados o bollería y pastelería, amén de establecimientos
denominados de comida rápida que permanecen abiertos a todas las horas del día,
e incluso de la noche, y nos llevan a no seguir unos horarios más o menos
estrictos en nuestra alimentación, cuestión que incide en el aumento de la masa
corporal.
No es frecuente que este exceso de alimentación llegue a ser
obsesivo, pero en algunos casos deviene en el trastorno de la conducta
alimentaria denominado bulimia o comer compulsivo.
Nuevamente podemos invocar aquí los estados de ansiedad a
los que hemos aludido anteriormente. Anorexia y bulimia requieren un
tratamiento especializado, médico y psicológico ya que en primero de los casos
puede devenir en el fallecimiento de la persona y en el segundo en
complicaciones médicas difíciles de tratar.
La imagen del gordito como ser feliz ha pasado a la
historia. Generalmente el gordito está descontento con su estado y los
sucesivos y repetidos intentos que lleva a cabo por controlar su ingesta y
reducir su masa corporal, devienen en episodios de depresión y/o ansiedad que
menoscaban su autoestima. Por otro lado, existe la tendencia social a hacer
responsable de su estado físico a la propia persona, que en el fondo lo es, y
deducir de este hecho criterios de personalidad poco acordes, generalmente, con
la realidad.
La persona obesa lo tiene difícil. Todo lo que le rodea
tiende a minar o retrasar su decisión de acometer un régimen de comidas. Los
familiares suelen sabotearle la dieta, las reuniones de amigos se hacen en
bares y cafeterías y los eventos sociales, cada vez más, acaban o empiezan
alrededor de una mesa. En estos ambientes es difícil mantener la decisión
tomada, dándose casos de muchas recaídas que menoscaban, como ya hemos
comentado, la autoestima de las personas.
POSIBLES SOLUCIONES
El estilo de vida, tanto los pensamientos como la conducta,
son cruciales tanto en la causa del problema como en obtener el éxito en el
tratamiento. La obesidad cursa con aspectos emocionales indiscutiblemente
asociados y de relativa importancia que afectan al resto de la actividad física
e intelectual de la persona considerada como un todo. En todo caso, no podemos
ignorar que también es posible que la obesidad sea consecuencia de otros
factores combinados, como pueden ser estados depresivos o ansiosos, enfermedad
crónica o toma de determinados medicamentos de forma prolongada por tratamiento
médico.
Aunque se olvida a menudo el punto de vista evolutivo, las
ganancias y pérdidas de peso de forma lenta son adaptativas, en la medida que
protegen al organismo de estados de desnutrición, frecuentes no hace tanto
tiempo evolutivamente hablando y que eran la principal amenaza de la especie
humana.
El individuo se enfrenta a una decisión fundamental, cual es
dar un giro de 180 grados a su conducta en relación con la alimentación.
Estudios señalan que las personas no son siempre capaces por si solas de
cambiar un hábito, además de que la información que poseen sobre alimentación
puede ser sesgada o incompleta. Las variables internas y externas que
intervienen en todo este proceso deben ser estudiadas cuidadosamente y tratadas
de una forma profesional para que el paso a la acción por parte de la persona
lleve las debidas garantías y no sea un fracaso más en la lista de intentos.
Desde el punto de vista médico, el tratamiento suele
limitarse a la prescripción de una dieta calórica y un control periódico.
Últimamente han proliferado tratamientos de corte más agresivo como la cirugía
bariátrica o la implantación de balones intragástricos, que están consiguiendo
éxitos en situaciones de obesidad mórbida pero que no están exentas de riesgo
incluso de muerte y no son recomendables para la mayoría de los sujetos. Aunque
la investigación está en auge, por el momento el tratamiento de la obesidad con
medicamentos es una cuestión incipiente. Se está utilizando la sibutramina como un inhibidor del
apetito, pero con efectos secundarios adversos como estreñimiento, insomnio,
cefaleas, sequedad de boca e incidencia relativa en la presión arterial. Otros
medicamentos ya en uso para otro tipo de prescripciones están siendo adaptados
al control de la obesidad, tales como el topiramato
o la fluoxetina pero sin resultados
concluyentes.
Desde el punto de vista nutricional y dietético, proliferan
los centros y corporaciones que utilizando diversas técnicas y/o dietas, la
mayoría de las veces complementadas con productos alimenticios «milagrosos»
tratan a miles de personas y consiguen reducciones de la obesidad
significativas en períodos relativamente cortos de tiempo. Sin embargo, estos
procedimientos no inciden generalmente en los necesarios cambios de actitud
frente a la comida de los pacientes, por lo que tras un período de tiempo es
frecuente que se recupere el peso perdido e incluso se supere.
Diríamos que los obesos, mientras están realizando el
tratamiento, y costeando el mismo, transfieren el control de sus actos a
cumplir estrictamente lo que se les indica, pero posteriormente, al finalizar,
no son capaces de mantener este control de forma interna y vuelven a las andadas.
Entre la población en general, es infrecuente dirigirse a
un profesional de la psicología para abordar el tratamiento de la obesidad,
salvo en casos muy especiales donde coexistan problemas asociados. Sin embargo,
un tratamiento cognitivo conductual puede ayudar de forma duradera al
contemplar de forma global aspectos mentales y conductuales, integrando en un
todo el control de la voluntad, la presión fisiológica (hambre), estímulos
alimenticios visuales u olfativos, consumo de alcohol, actividad física,
relaciones personales, ansiedad, estados depresivos, etc. etc.
Si bien no es una de sus principales áreas de actuación, la
psicología ha desarrollado diferentes modelos explicativos para explicar tanto
el inicio como el mantenimiento de la obesidad. Entre ellos podemos citar el
modelo del balance energético, el modelo conductual del aprendizaje, la
hipótesis de la ingesta emocional y la teoría del punto fijo, cuyos contenidos
podemos desarrollar aquí. En el marco de un tratamiento
cognitivo conductual y bajos las directrices de un psicólogo, podremos manejar los diferentes aspectos concernientes a la
obesidad para movilizar y motivar a la
persona a trabajar en su problema.