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domingo, 30 de enero de 2022

REMANENTE


Al cabo de algunos años escribiendo entradas en este blog con periodicidad semanal es casi imposible no repetirse en algunos de los temas, pero el paso del tiempo hace que surjan ciertos matices que pueden servir como complemento además de recordatorio. Ya en enero de 2008 escribía «ENVOLTORIOS», en noviembre del mismo año 2008 «APARIENCIAS», y más recientemente, aunque casi cinco años ha, en noviembre de 2017, «ENVASES». Sigo poniendo en práctica algunas de las acciones comentadas en ellos y por ello esta entrada de nuevo.

Prácticamente todos los productos hoy en día se venden envasados, quedando la venta a granel para carnes, pescados, frutas, embutidos… y no en todos los casos. El diseño del envase, el tamaño, la transparencia y su facilidad de uso entre algunos otros aspectos cobran una importancia capital en atraer la mirada y la atención del comprador, amén de su posicionamiento en las estanterías de los supermercados, pues no es lo mismo que un producto esté ubicado a la altura de la vista que se encuentre situado en la parte más alta o más baja de las estanterías.

Todas las mañanas, nada más levantarme, tengo la costumbre de tomarme un vaso de agua templada en donde he diluido el jugo de un limón y una cucharada de miel. ¿Cucharada? Eso era hace tiempo y suponía un verdadero incordio porque la miel no se maneja de forma cómoda; por ello han surgido los envases «boca abajo», provistos de una membrana retenedora que facilitan el verter la miel directamente donde se desee, en mi caso en el vaso de agua. Por lo general, los envases de miel, al menos los que yo conozco, son transparentes y permiten ver el contenido original del producto y lo que va quedando, posibilitando prácticamente verter todo sin tener que dejar un remanente en el envase.

Pero no todos los envases son transparentes… Algunos de ellos son enormes y nos damos cuenta cuando los abrimos que tienen vacío un buen porcentaje de su capacidad —por ejemplo, esos del cacao en polvo disoluble tan famoso que lleva tanto tiempo entre nosotros—. Y los que contienen cremas, opacos por lo general, pueden dejar un remanente que no es baladí cuando parece que se han terminado. El matiz añadido a las anteriores entradas que vengo en comentar esta semana es relativo al producto de la fotografía.

Cuando un dermatólogo me receta una crema me pongo directamente a temblar, porque invariablemente supone un sablazo monetario en su compra. Esta que vemos se acerca a los 15 euros de coste por 500 gramos —espero que estén todos y cada uno de esos gramos en su interior, que nunca se sabe— con lo que el kilogramo de crema son casi treinta euros, precio del kilo de jamón de pata negra y más que el de un buen solomillo. Pero la crema no se come, sino que se unta. Y para esto del unte, tengo que reconocer que el frasco es de lo más práctico, al constar de un émbolo que suministra la crema con una ligera presión, sin tener que andar desenroscando tapones u otras acciones. Vamos, que además de «pituli» como dice mi buen amigo Manolo, el envase es práctico y funcional.

El problema llega cuando el émbolo deja de suministrar producto por mucho que presiones y parece que se ha terminado. Siguiendo mis prácticas ya comentadas, me pongo manos a la obra a cortar el envase para ver si queda algo dentro. Este envase es de un plástico durísimo, por lo que me costó no pocos sudores su manipulación y cortado, amén de romper alguna cuchilla del cúter y ver peligrar mis dedos. Al final conseguí cortar y quedarme asombrado ante el remanente que quedaba: nada menos que 111 gramos de crema que suponen algo más de un 22% de producto, a lo que es lo mismo, más de tres euros de contenido que podían haber ido a la basura.

La segunda acepción del diccionario para el vocablo remanente es «parte que queda de algo». Así que apliquémonos el cuento, especialmente en envases no transparentes en los que no podamos ver el interior, antes de dar por finiquitado cualquier producto. Eso sí, mucho ojo a la manipulación en los cortes, que nos podemos llevar un buen tajo en un dedo y sería peor el remedio que la enfermedad.