A continuación, la conclusión del relato iniciado en la
entrada de la semana anterior. Como dice José María del Val en los inicios de
su novela «Llegará tarde a Hendaya»,
premio Planeta 1981… «resulta innecesario
señalar que cuanto aquí se narra es fruto de la imaginación, y que difícilmente
habría podido suceder… Se han incluido, además, varias imprecisiones y errores
poco significativos que no desvirtúan, sin embargo, la veracidad de algunos
hechos de primer orden reflejados en este relato…»
Pasaron los tres primeros días de la semana sin que hubiera
ninguna noticia de Mencía y sin ninguna alusión por parte del camarero del bar.
Víctor estaba pesimista, pero el jueves, pasadas las nueve, sonó el teléfono de
su mesa.
—Buenos días, quisiera hablar con Víctor, por favor— dijo
una voz al otro lado del auricular.
—Buenos días, yo soy Víctor, ¿con quién hablo?
—Hola. Soy Mencía León. Un primo mío segoviano me ha dado su
nombre y su teléfono y me ha dicho que tiene Vd. algo que perdí la semana
pasada. Se trata de un monedero con algunas cosas y algo de dinero. Lo he
buscado como loca, pero no recuerdo donde lo perdí.
—Efectivamente, se trata de eso, lo tengo aquí y me gustaría
devolvérselo tal y como lo encontré. Tendríamos que ponernos de acuerdo para
vernos, respondió Víctor.
—Pues dígame, voy donde me indique y a la hora que mejor le
convenga.
—Yo hasta las seis de la tarde estoy en mi trabajo, en la
zona de Arganzuela.
—¡Qué casualidad! Yo también trabajo en Arganzuela, contestó
Mencía. Víctor pensó que quizá Mencía conociera el bar donde habría
encontrado el monedero si por casualidad lo frecuentaba como hacía él.
—¿Conoce el bar Acaldo? Está cerca de mi trabajo y podría
escaparme un momento a cualquier hora del día para devolvérselo.
—Claro que lo conozco, voy de vez en cuando con mis
compañeros y también está cerca de mi trabajo. Concretamos una hora y nos vemos
allí.
—Hoy me va a ser imposible, pues salgo ahora mismo para una
reunión fuera de la empresa y ya no volveré por aquí en todo el día, pero
mañana, viernes, escoja una hora, nos encontramos en el bar a tomar un café y
se lo devuelvo.
—A la hora del desayuno, a las diez y media, ¿está bien?
—Perfecto, mañana nos vemos. Mido 1,72, complexión normal,
pelo canoso con entradas y barba y bigote también canosos. Y llevaré un plumas azul oscuro con las hombreras
amarillas para que pueda reconocerme.
Pasó Víctor el resto del día exultante por haber visto
cumplidos sus deseos y poder devolver el monedero tras haber triunfado en sus
pesquisas como aprendiz de detective. Cuando se lo contó a su mujer por la
noche no cabía en sí de gozo.
A la mañana siguiente dijo a su jefe que iba a salir un
momento a desayunar fuera y a las diez y veinticinco ya estaba en la barra del
Acaldo tomando un café. Al rato entraron en el bar dos policías nacionales que
se dirigieron a él y le rogaron que les acompañara. Muy nervioso, Víctor
preguntó que de que se trataba y les pidió cinco minutos pues estaba esperando
una cita. Los policías le dijeron que no se preocupara y que podían esperar
esos cinco o diez minutos tomando un café. Mil posibilidades bullían en la
cabeza de Víctor y encima Mencía no aparecía. Al final, los dos policías y él
anduvieron las dos manzanas que les separaban de la comisaría del barrio.
Le acompañaron hasta la antesala de un despacho que tenía la
puerta cerrada y los estores de la cristalera bajados. A los pocos minutos, una
persona que se marchaba le indicó que entrara. Con los nervios a flor de piel,
Víctor entró al despacho donde estaba una mujer que se levantó como un resorte
para saludarle. Era delgada, fibrosa, muy bien vestida, con el pelo negro
recogido en una coleta y una mirada penetrante desde sus ojos negros como la
obsidiana.
—Soy Mencía. Vd. debe ser Víctor ¿Que tal? ¿Podemos
tutearnos? Muchas gracias por venir.
La tensión acumulada por la situación dejó a Víctor con una
flojera que a duras penas le permitió sentarse en la silla que Mencía le
ofrecía. Una vez recuperado, sacó de su bolsillo el monedero y se lo tendió a
Mencía a través de la mesa.
—Está tal y cual lo encontré la semana pasada en la repisa
bajo el mostrador del bar. Un carnet, el dinero y una llave que por cierto me
tiene muy intrigado.
—El carnet y el dinero son casi lo de menos, aunque es un
pellizco. Lo importante para mí es precisamente esa llave que te tiene
intrigado. La gente normal las llama esposas, pero esas son las que tienen
maridos. Nosotros los llamamos grilletes y comprenderás lo importante que era
para mí que esa llave no caiga en manos indeseadas. Me podría haber causado
grandes disgustos.
—Vaya, que curioso, nunca lo hubiera pensado. En fin, me
alegro de habértelo devuelto y más por esta cuestión.
—La alegría es mía. Sabes que por ley te corresponde un diez
por ciento del dinero…
—De ninguna manera, no lo puedo aceptar. Tú eres su legítima
propietaria y no se hable más. Si acaso algún día un café en el Acaldo donde te
estaba esperando cuando llegaron tus dos… ¿compañeros? ¡Menudo susto me han
metido en el cuerpo!
—Sí, eso, compañeros, bueno, más bien subordinados. Pero me
gustaría que me aclararas una cuestión, si no te importa, dijo Mencía. Por más
que lo pienso, no se me ocurre cómo me has localizado. ¿Hablaste con la empresa
NEKRO? ¿Te facilitaron ellos mi dirección? No deberían de haberlo hecho…
—De ninguna manera. Ya que estamos en una comisaría y tú
debes tener un cargo importante por lo que parece, te diré, sin citar nombres,
que ha sido a través de un contacto que tengo en las oficinas de Hacienda…
FIN